Dejé las drogas, pero los hombres… fue más difícil. Al poco tiempo estaba saliendo con el padre de mi hijo mayor, drogadicto. A los tres meses quedé embarazada sin querer, y eso me ayudó a abrir un poco los ojos. Me separé de este hombre y me cuidé durante mi embarazo. Reafirmé mi decisión de parar con la locura, pero me ganó la obsesión, y ni bien mi hijo dejó de mamar, ya tomaba tanto como siempre. Asumir mi responsabilidad significaba terminar de trabajar rápido para poder empezar a tomar tranquila. Así cuando llegaba la noche, me desmayaba en lugar de dormirme.
Como consecuencia de un breve reencuentro con un ex, quedé embarazada nuevamente. Estaba tan inconsciente que no me di cuenta hasta los cuatro meses.
Con dos hijos, ya estaba asustada, así que cuando el menor no tenía un año fui a ver a un especialista en alcoholismo, que insistió en llevarme a los grupos de A.A. Yo le decía que mi problema era más serio que el alcohol. Alcohólicos Anónimos no era para mí. Tras análisis, muchas vitaminas para mi cuerpo dañado y pastillas para controlar la ansiedad, entré en abstinencia. Tal fue mi recuperación que a los pocos meses estaba tomando, pero esta vez con tanta culpa que durante los cinco años siguientes tomé a escondidas en mi casa. No salía a ningún lado porque necesitaba tomar todo el día, y de vez en cuando justificaba el uso de pastillas para no deprimirme mucho.
Para hacer las cosas bien con mis hijos, seguía las instrucciones de algún libro, y así cumplían rigurosos horarios para las comidas, el baño, el juego al aire libre, etc. Desde la cocina y con un vaso en la mano yo me dedicaba a mirarlos y a pensar en cómo podía mejorar sus vidas. En mi casa reinaba el silencio de tres personas enterradas en vida: mis hijos de 5 y 7 años, y yo, 39. No había música. No había risas. No venían visitas. Nadie quería ver tal panorama.
En el momento más duro, llena de deudas y con problemas con la policía, mi madre, alcohólica también, tuvo una recaída que casi le cuesta la vida. Durante casi diez días de internamiento la visitaba, le cambiaba los pañales, trataba de que me entendiera en su tremendo delirio, quería que se calmara. Tomaba algo antes de ir a verla para tener valor, y después tomaba algo para poder estar con mis hijos sin pensar en el dolor que la situación me causaba.
En cierto momento, ella entró en estado de coma. Los médicos dijeron que sería irreversible y que moriría en un par de horas. Lloré su muerte con alivio, porque entendía que ese sería el final de una vida de sufrimiento, y fui a mi casa a preparar a mis hijos para el velorio. Sus compañeros de A.A. llamaron a un pastor para que le diera la extremaunción. Su muerte era un hecho.
Horas más tarde, con todos los A.A. a su alrededor, ella empezó a dar señales de vida. Los médicos la llevaron al quirófano y se encontraron que lo que ellos suponían que era un tumor cerebral era un estallido de las venas debilitadas por el alcohol que le había inundado de sangre gran parte del cerebro, y le extirparon la parte dañada.
Increíblemente, mi madre se empezó a recuperar. «Otra vez», pensé yo con tristeza. De nuevo vendría una nueva y dura etapa de recuperación. En mi madre veía mi futuro, en mis hijos, mi pasado. El dolor que yo sentía en ese momento lo sentirían mis hijos. Tal vez algún día, mis hijos también podrían desear mi muerte. Yo era la única que podía hacer algo para cambiar la historia, y eso era asumir que había perdido, que hasta ese día el único ganador había sido el alcohol.
Con esos tremendos pensamientos en mi mente, me aferré más a mis hijos y con más culpa, al alcohol. Me mantenía en un estado de permanente confusión, «a medio tanque» dicen los borrachines, para anestesiar mi pena, y tomando antidepresivos para tratar de parar mi dolor.
Cuando limpiaba la cocina a la noche, y lavaba mi vaso, decía para mis adentros que ese sería el último, pero al día siguiente cuando me acordaba de mi promesa, ya había estado tomando sin pensar, así que la postergaba para el otro día.
En esos días me visitó una señora que me conocía a través de mi madre. Me empezó a contar sobre su historia con el alcohol, los problemas que le había causado y cómo estaba recuperando, desde hacía ocho años, día a día, la capacidad de vivir en sobriedad, aceptando las dificultades cotidianas, en lugar de esconderlas dentro de una botella. Yo le expliqué que yo estaba muy ocupada con mis propios problemas y que si su vida había sido tan terrible y tenía tantas dificultades, debería ir a un psicólogo en lugar de pretender que yo la ayudara.
Más tarde me enteré que ella había hablado con una de mis hermanas, y que venía a transmitirme el mensaje de Alcohólicos Anónimos. Ella me contó que ese día salió de mi casa sintiendo que había fracasado y que yo iba a ser un caso muy difícil de recuperar.
Pero no tardé mucho en reaccionar a todas las voces que sonaban dentro de mí y a mi alrededor: dos semanas más tarde, al mediodía, caminaba con mi hijo menor de la mano, y me pidió una monedita para caramelos. Le expliqué que no tenía dinero; sin embargo, sí tenía todo reservado para conseguir un par de litros de bebida para la tarde. El me dijo: «Tienes lo mejor para ti, alcohol, cigarrillos…». Me partió la cabeza y el alma. Mi Poder Superior y mis seres queridos se movieron con tanta coordinación que ese mismo día vino a charlar conmigo la mujer de mi papá. Hablamos de mi estado, del de mi madre y de los grupos. Se ofreció para cuidar a los chicos si yo iba ese día a A.A. Acomodé mi casa, bañé a los chicos y dejándolos en pijama, me fui en su auto a mi nuevo grupo. Ese sería el principio de esta nueva vida que estoy intentando aprender a vivir.
En un primer momento, estaba terriblemente enojada. A esa hora, en un día normal, yo estaría tranquila en mi casa, tomando algo y leyéndole a los chicos para que se durmiesen. Sin embargo estaba ahí, esperando para encontrar a un montón de gente que seguramente ya había conocido en el hospital junto a mi madre.
Allí estaba mi amiga, que a pesar de estar muy enferma, fue a recibirme. También había mucha gente que veía por primera vez y todos me recibieron con mucho cariño. Yo creí que todos me conocían y que me estaban esperando. Eso de ser el centro de atención fue una caricia para mi ego. Pensaba que a través de mi madre conocían mi historia, y por una cuestión de educación respondí a cada saludo de bienvenida. Entendía que había entrado a una terapia de grupo y que debía intentar escuchar y hablar.
Escuché que alguien dijo que tenía que ser paciente y asistir a las reuniones lo más que pudiese. Esta vez mi soberbia actuó a mi favor. Pensé desafiante que iba a «ir todos los días a las siete y media como si fuese un trabajo y después veríamos». Para que mi familia supiese que era obediente, les pediría ayuda por primera vez para que cuidasen a mis hijos. Como no los habían cuidado nunca antes, tenía la secreta esperanza de que dijesen que no, todavía pensando en que podría arreglármelas sola. Para mi sorpresa la mujer de mi papá me dijo: «Yo ya sé que hay que ir todos los días, ¿y tú?».
En este momento la elección era totalmente mía. Tenía que darle la razón a todos los que me habían advertido que el alcohol me estaba haciendo mal. Debía admitir en voz alta que no podía controlar mi manera de beber y que necesitaba ayuda.
Durante los primeros días repetía constantemente que no sabía si era el lugar para mí. Más adelante, bajo la excusa de no compartir el lugar de terapia de mi madre, decía que el programa era bueno, pero tal vez ese no fuera el grupo apropiado. Defendía mi autonomía y con ella, a la copa.
A medida que escuchaba a «esa gente» hablar, iba entendiendo cosas sobre mí. En realidad, me iba identificando con cada uno de los integrantes del grupo de una u otra manera. Empecé a entender que todos eran como yo. Que a todos les hubiese gustado ser bebedores normales, pero que, al igual que yo, no podían, porque eran enfermos alcohólicos. Entendí que esta no era una enfermedad que pudiese curar la medicina, que mi manera obsesiva de beber era tan sólo un síntoma de que algo no andaba bien en mi manera de obrar y de sentir.
Hablaban de un Poder Superior, necesario para empezar mi recuperación, y comprendí que tanta gente junta que podía estar sin tomar y que tenía ganas de estar un poco mejor todos los días debería generar esa energía positiva que me calmaba en mi abstinencia y que me atraía para volver al día siguiente. Así que, por lógica, el grupo sería mi Poder Superior.
Más adelante, un hombre sugirió que practicase la oración a diario y que la fe se me iría metiendo en el corazón, como lo hace la llovizna suave que parece que no moja, pero que al cabo de un tiempo nos deja empapados. Tenía lógica.
Un compañero con muchos años de sobriedad me explicó con mucha claridad lo que significaba el símbolo de A.A. Me decía: «Mira, los tres lados del triángulo son iguales. Tenemos que recuperamos juntos y ayudando a los demás. Un alcohólico solo no puede recuperarse, y si no hacemos servicio para contar lo que nos está pasando mucha gente se va a quedar sin entrar en este círculo de amor, entonces es menos la ayuda que vamos a tener. Cada persona que se queda se engancha como el eslabón de una cadena, y pasa a formar parte de todo esto que es maravilloso».
Esa idea de «un gran todo» también me resultó atractiva. Podía tener un objetivo común con esa gente que hablaba como yo, que en lugar de censurarme, me entendía, que de alguna u otra forma había pasado por lo mismo que yo.
A la semana de estar en A.A. estudié el encabezado de
Los Doce Pasos
, para ver qué era lo que se suponía que debía hacer; después, soberbia y obstinada, leí
Las Doce Tradiciones
, buscando algún tipo de reglamento o defecto en el funcionamiento del grupo. Más tarde y para probar mis conocimientos, leía al azar una reflexión de un libro (
Como lo ve Bill
) y trataba de acertar el tema. Así que tuve que asumir que no sabía nada del comportamiento humano y menos del mío.
A los veinte días, y por falta de servidores, me pidieron que ayudase en las reuniones de servicio y unos días más tarde fui con mi amiga a ver a una señora que bebía en exceso. Mientras ella le contaba que no tenía problemas con la bebida, yo pensaba casi con alegría «yo sí». Ese día sentí un gran alivio interior. Dejé de usar la lógica para empezar a usar el corazón. Entonces pasé a ser una más de «esa gente». Sentí el valor de charlar con alguien que necesitaba ayuda ya que era una forma perfecta para ayudarme a mí misma a ver mi problema. Empecé a entender que esta era una manera de integrarme. Cuando mi inquietud no me permitía quedarme quieta durante las reuniones cerradas, vaciaba ceniceros, acomodaba los estantes de literatura, tratando de no hacer ruido para no molestar. Nadie me dijo nada. Así pude empezar a sentir que yo pertenecía a ese lugar.
Practicando las primeras sugerencias me dediqué a mantenerme ocupada para evitar mi parloteo mental permanente. Empecé a leer con más calma, y mantuve sobre mí una exagerada observación. Lo primero que noté fue el gran silencio que reinaba en mi casa. Lo único que se escuchaba era un «te amo» que de vez en cuando le decía a alguno de mis hijos, o que ellos me decían a mí. Empecé a romper el silencio, explicándoles que yo estaba enferma, pero que si iba al grupo todos los días, tal vez pudiese mejorar las cosas. Les conté sencillamente lo que era el alcoholismo, les hice recordar algunas conductas mías propias de la enfermedad, como el hecho de vomitar a diario, para que lograsen entender; y les hablé del programa de Alcohólicos Anónimos. Lo puse en palabras sencillas y les relaté los Doce Pasos como si fueran un cuento. A ellos les encantó, y a mi me sirvió para ver que la propuesta de A.A. era mucho más sencilla de lo que parecía.
A medida que se calmaba mi ansiedad, mi actitud hosca y mis exigencias desmesuradas iban desapareciendo, y con ello, los chicos se fueron animando a jugar fuera de la habitación primero, a compartir con otros chicos después, y a ser más tolerantes uno con el otro. Con mi recuperación empezaba también la de ellos.
Hoy siento que Dios siempre estuvo allí, pero que yo con mis acciones, le daba la espalda. Pude ver que podía ir cambiando mis sentimientos poco a poco. Por ejemplo, en un primer momento abrigaba grandes resentimientos contra mi madre, porque no comprendía su enfermedad y la culpaba de la mía. A medida que pasó el tiempo, empecé evitar la palabra
culpa
y a cambiarla por
responsabilidad
. Entendí que yo era responsable de mis actos, y que mi enfermedad era una predisposición que había nacido conmigo. Toleraba el hecho de no tener la madre que hubiese querido y más tarde la acepté como es, esperando que ella me acepte a mí. Enfrentarla con mis defectos resultaba más que difícil, pero hoy ella asiste a un grupo de A.A. en un hospital, y yo voy también para poder estar con ella bajo la protección de un Poder Superior. Ese recuperar a mi madre es otro de los regalos que me está brindando mi sobriedad en Alcohólicos Anónimos.
Sigo asistiendo a las reuniones porque me brindan un mejoramiento diario, y cuando una persona llega, reviso con ella mis primeros días de torpeza y de soberbia y trato de corregir el rumbo. Entiendo que la sobriedad es un «ir de camino» hacia la superación continua.
Durante 20 años de su vida adulta, este supuesto superhombre se creía imponente. A los 40 años de edad se encontró solo, atemorizado, inmaduro, sintiéndose torpe y resentido con la vida.
S
OY el mayor de seis hermanos. Mi papá siempre fue independiente y sus tíos me contaban que varias veces había tenido problemas; pero nunca me dijeron por qué.
En casa siempre había gente y los sábados a mediodía o de noche se hacían asados. Cuando algunos de mis hermanos o yo nos acercábamos a la parrilla, mi padre nos agarraba del pelo y nos llevaba para la casa diciendo que ése no era lugar para los chiquilines.
En esos asados se compraba vino y, si sobraba, se guardaba en casa. Que recuerde, mi papá siempre tomó alcohol. Así que una tarde que estaba solo con mis hermanos, decidí tomar un poco de vino. Todavía recuerdo el gusto desagradable y cómo cayó en mi estómago. Escupí todo lo que no había tragado. Esa «viveza» a la edad de diez años me costó una paliza que me dejó negros los muslos y las nalgas. Aparte de los asados o parrilladas de los sábados, dos o tres domingos por mes se reunía la familia de mi papá. El motivo era cualquiera, pero era la oportunidad de conversar, hacer negocios y comer y beber a pierna suelta. Cada tía o tío traía su especialidad, las unas la comida y los otros la bebida; la abuela, cosas de almacén y vino normal y mi padre ponía el asado. Eso significaba una mesa muy larga, llena de comida casera y pasábamos todo el día comiendo, tomando y jugando a las cartas. A mí me tocaba hacer la ensalada y estar todo el día «dale que dale», porque mi padre era de estar todo el día dando órdenes. La abuela traía algún refresco y cuando se terminaba, nos tomábamos la espumita de cerveza o lo que quedaba de vino en el fondo de algún vaso.