Aún sus palabras no habían acabado de salir de sus labios cuando surgió una voz que dijo:
—No todos.
Volvió la espalda al agua por ver quién hablaba, y allí, entre los escombros, estaba Rictus. Su bonita chaqueta estaba rota, y su cara blanca del polvo... Parecía un payaso; un payaso con risa.
—¿Cómo podía irme? —dijo—. Nunca nos hemos dicho adiós.
Harvey lo miró con cara de frustración. Hood se había derrumbado con toda su magia. ¿Cómo pudo Rictus sobrevivir a la desaparición de su dueño?
—Ya sé lo que estás pensando —dijo Rictus, mientras se metía una mano en el bolsillo—. Tú no te explicas cómo no estoy muerto y desaparecido. Bien, te lo explicaré. Hice planes con anticipación. —Sacó del bolsillo una esfera de cristal que centelleaba como si tuviera una docena de velas encendidas—. Robé una pequeña cantidad de magia del viejo por si alguna vez se cansaba de mí y trataba de ponerme fuera de mi miseria. —Levantó la esfera hasta la altura de su cara, que aún reía descaradamente—. Tengo aquí poder suficiente para ir tirando años y años —dijo—. Los suficientes para construir una nueva casa y continuar donde Hood nos dejó. Oh, no te inquietes, muchacho. Tengo un puesto para ti... —y le dio una palmada en el muslo—. Puedes ser mi secretario. Te mandaré a buscar nenes aburridos para traerlos a casa del tío Rictus. —Otra palmada—. ¡Ven! —concluyó—. No malgastes el tiempo ahora. Yo no...
Se detuvo aquí cuando su mirada se fijó en las ruinas, junto a sus pies.
Una terrorífica exclamación ahogada, escapó de su garganta.
—¡Oh, no...! —murmuró—. Yo...
Antes de que pudiera terminar, una mano de unos treinta centímetros de largo se alzó de entre el cascajo y lo agarró por el cuello. Luego, con un movimiento increíblemente rápido, tiró de él, obligándole a agacharse entre las ruinas.
—¡Es mía! —dijo una voz que salía del suelo—. ¡Mía!
Harvey sabía que era Hood. No había otra voz en toda la Tierra que cortara tan a fondo.
Rictus se esforzó para soltarse de la mano de su creador y buscó en el suelo algún arma. Pero no tenía ninguna a mano. Todo lo que tenía era su maestría en persuasión.
—La magia es suya —cocendió—. ¡La tenía guardada para usted!
—¡Mentiroso! —dijo la voz de las ruinas.
—¡Es verdad! ¡Lo juro!
—¡Entonces, dámela! —ordenó Hood.
—¿Dónde la pongo? —preguntó Rictus con una voz que parecía un gruñido estrangulado.
La mano de Hood aflojó un poco y le permitió levantarse hasta colocarse de rodillas.
—Aquí mismo... —dijo Hood, con su dedo meñique todavía cogido al cuello de la camisa de Rictus, mientras el índice señalaba abajo, hacia la enrona—. Ponía en el suelo.
—Pero...
—¡En el suelo!
Rictus presionó la esfera entre sus manos y ésta se aplastó como una esfera de azúcar. Su brillante contenido se derramó entre sus manos y fue a parar al suelo.
Hubo un momento de silencio; luego, un temblor se extendió por todas las ruinas de la casa.
El dedo de Hood dejó libre a su cautivo, y Rictus se levantó rápidamente. Sin embargo, no tenía ninguna posibilidad de escapar. Trozos de madera y piedra se precipitaron instantáneamente, por encima de los montones de derribos, hacia el punto en donde la magia se había derramado. Algunos incluso volaban por el aire. Todo lo que Rictus pudo hacer fue cubrirse la cabeza cuando el pedrisco se incrementó.
Harvey estaba a salvo de los desechos volantes y pudo muy bien haberse retirado en aquellos momentos. Pero era demasiado listo para tomar tal decisión. Si huía ahora, su conflicto con Hood no terminaría nunca. Sería una pesadilla que nunca se quitaría de la cabeza. Cualquier cosa que pasara luego, aunque terrible, era mejor verla y comprenderla que volverle la espalda y tener su mente obsesionada con imaginaciones hasta el día de su muerte.
No tuvo que esperar mucho para ver el siguiente movimiento de Hood. La mano que sujetaba a Rictus se abrió de súbito y, en un momento, desapareció de su vista. Instantes después, el suelo se partió y apareció una figura que se doblaba a medida que escalaba para salir de su tumba de escombros.
Rictus lanzó un grito de horror, pero fue corto. Antes de que pudiera retroceder un paso, la figura humanoide lo agarró y, girando en dirección a Harvey, mantuvo en alto al traidor sirviente.
Al final, aquí estaba el genio maligno que había construido la casa de vacaciones, en forma más o menos humana. No estaba hecho de carne, sangre y hueso, sin embargo. Había utilizado la magia que Rictus le había proporcionado involuntariamente para crear otro cuerpo. En los buenos tiempos de su maléfico reinado, Hood había sido la casa. Ahora, era todo lo contrario. La casa, lo que quedaba de ella, se había convertido en el señor Hood.
Sus ojos estaban hechos de espejos rotos, y su cara de piedra picada. Tenía una melena hecha de astillas, y extremidades de madera. Sus dientes eran trozos de pizarra, y por uñas tenía tornillos oxidados. Cubría su cuerpo una capa de trapos viejos que apenas ocultaba la oscuridad de su corazón.
—O sea, ladrón... —dijo, ignorando los penosos esfuerzos de Rictus por deshacerse de él—, que me ves como el hombre que fui. O, mejor dicho, como una copia de aquel hombre. ¿Es esto lo que esperabas?
—Sí —respondió Harvey—. Es exactamente lo que esperaba.
—¿Ah, sí?
—Eres añicos, remiendos y porquería —dijo Harvey—. ¡No eres nada!
—¿Nada soy? —respondió Hood—. ¿Nada? ¡Ya! ¡Pues te voy a enseñar, ladrón! Te voy a enseñar lo que soy.
—¡Deje que lo mate yo por usted! —Rictus logró abrir la boca—. ¡No tiene por qué molestarse! ¡Yo lo haré!
—¡Tú lo trajiste aquí! —dijo Hood, mirando a su servidor con sus troceados ojos—. ¡Te maldigo!
—Sólo es un niño. Puedo con él. ¡Déjeme hacerlo! Déjeme...
Antes de que Rictus pudiera terminar, Hood cogió la cabeza de su sirviente y, con un simple movimiento, la giró en redondo y se la arrancó. Una nube amarillenta de apestoso gas salió de la cabeza cortada, y Rictus —el último del abominable cuarteto de Hood— pereció en un instante. Hood soltó la cabeza, y ésta se elevó como un globo sin cerrar; empezó a trazar rizos en el aire, al tiempo que expelía una sonora ventosidad, hasta quedar vacía y caer al suelo.
Hood se deshizo del cuerpo, el cual se encogió y quedó reducido a la nada.
—Ahora, ladrón —dijo—, ¡VAS A VER MI PODER DE VERDAD!
Su melena de astillas se enderezó, como si fueran dispuestas todas ellas para pinchar el corazón de Harvey. Su boca se ensanchó, formando un túnel, y de su barriga salió una bocanada de aire agrio.
—Acércate —gruñó, abriendo los brazos.
Los harapos que llevaba ondularon y se extendieron en forma de alas, como de algún vampiro anciano; un vampiro que hubiera cenado con la sangre de pterodáctilos y de tiranosaurus
Rex.
—¡Ven! —dijo otra vez—. ¿O voy yo hacia ti?
Harvey no malgastó aliento en una respuesta. Necesitaba toda la abertura de su boca si quería superar aquel horror. Aun sin saber qué dirección iba a tomar, giró en redondo y echó a correr, cuando sintió otra bocanada de aquel aire congelador de almas. El terreno, resbaladizo y obstaculizado por los escombros, era traicionero. Después de seis zancadas se cayó y miró hacia atrás. Hood descendía sobre él, emitiendo chillidos de venganza. Se incorporó —los clavos enmohecidos de Hood no le alcanzaron por milagro— y a las tres zancadas siguientes, tambaleándose a la sombra de Hood, oyó que Lulu le llamaba.
Viró en la dirección de la voz, pero Hood agarró el cuello de su chaqueta.
—¡Ya te pillé, pequeño ladrón! —rugió, intentando abrazar a Harvey con sus astillas.
Sin embargo, antes de que Hood pudiera sujetarlo más fuerte, Harvey tiró de sus brazos y se lanzó hacia adelante. Se deshizo de la chaqueta y emprendió una nueva carrera para librarse de su perseguidor, con los ojos atentos a Lulu que le hacía señas para que fuera hacia ella.
Lulu estaba en la orilla del lago, a pocos centímetros de las aguas arremolinadas. Era absurdo imaginar que pudieran escapar por el lago. La vorágine les arrancaría las extremidades, una por una.
—No podemos —gritó a Lulu.
—¡Debemos! —respondió ella—. ¡Es el único camino!
Ahora ya se hallaba a tres zancadas de ella. La vio descalza, deslizándose y resbalando en la viscosa roca, como si luchara para mantener el equilibrio. Le tendió la mano, decidido a sacarla de su asentamiento antes de que se cayera; pero los ojos de ella no le miraban a él sino al monstruo que tenía a su espalda.
—¡Lulu! —le gritó—. ¡No mires!
Pero ella, con la boca abierta, mantenía fija su mirada en Hood, y Harvey no pudo evitar volverse a ver qué era lo que tanto la fascinaba.
Hood, en su persecución, había destrozado su manto de andrajos, y Harvey vio entre sus pliegues algo más oscuro que un cielo nocturno o una bodega sin luz. ¿Qué era? ¿La esencia de su magia, quizá, que guardaba su corazón sin amor?
—¿Te das por vencido? —dijo Hood, llevando a Harvey hacia las rocas, al lado de Lulu—. No creo que prefieras el sumidero.
—¡Huye! —dijo Harvey a Lulu, aún con su mirada fija en el misterio que encerraba el manto de Hood.
Sintió por unos momentos que la mano de Lulu cogía la suya.
—Es la única manera —dijo ella.
Luego, sus dedos ya no estaban y él se encontraba solo en la roca.
—Si escoges la corriente tendrás una muerte horrible —iba diciendo Hood—. Te tragará, dando vueltas, mientras que yo... —y tendiendo una mano a Harvey mientras ponía el pie en la roca, prosiguió— yo te ofrezco una muerte dulce, meciéndote para dormirte en un lecho de ilusiones. —La sonrisa que acompañaba sus palabras fue la visión de Hood más asquerosa que nunca había experimentado—. Escoge —dijo finalmente.
Por el rabillo del ojo, Harvey captó una imagen de Lulu. No había huido como pensaba; simplemente había ido a buscar un arma. Y la tenía: un trozo de madera desenterrado de las ruinas. Sabía que no sería muy eficaz para luchar contra la enormidad de Hood.
Harvey volvió a fijar la mirada en Hood.
—Quizá debería dormirme —dijo.
El rey vampiro sonrió.
—Listillo ladrón —respondió, abriendo sus brazos para invitarle a su sombra.
Harvey avanzó un poco hacia Hood por encima de la roca, levantando al mismo tiempo el brazo. Su cara se reflejaba en los trozos de espejo que formaban los ojos del vampiro. Dos ladrones en una misma cabeza.
—Duerme —dijo Hood.
Pero Harvey no tenía la intención de dormir todavía. Antes de que Hood pudiera impedirlo, agarró el manto de la criatura y tiró de él. Los harapos cedieron con un sonido de esguince y Hood dio un rugido de rabia al verse destapado.
No había mucho encanto en su corazón. De hecho, no había corazón. Solamente había un hueco —ni frío ni caliente, ni vivo ni muerto—, no hecho de misterio sino de la nada. La ilusión de un ilusionista.
Furioso por esta revelación, Hood emitió otro ronquido y tendió su
brazo
para reclamar los trapos de su capa y cogerlos de las manos del ladrón. Harvey retrocedió un paso, esquivando los dedos por poco. Hood, con sus pies resbalando en la roca, fue tras él echando maldiciones, y no dejó a Harvey otra opción que retroceder otro paso hasta no quedarle otro sitio donde ir que no fuera la corriente.
Nuevamente, Hood trató de arrebatar a Harvey sus rasgadas ropas; hubiera capturado tanto la capa como al ladrón, de no haber sido por Lulu que lo golpeó por detrás con la estaca a guisa de bate de béisbol, dándole en la parte posterior de la rodilla. El impacto fue tan fuerte que el arma se partió y ella cayó al suelo.