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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico

El ladrón de días (17 page)

BOOK: El ladrón de días
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Y allí, encima de él, estaba Hood, en toda su gloria.

Su cara se extendía por todo el techo. Sus facciones aparecían completamente distorsionadas. Sus ojos eran oscuros agujeros escopleados en los maderos. Su nariz estaba chamuscada y era grotescamente chata, como la de un enorme vampiro. Su boca era un corte sin labios que medía probablemente tres metros de ancho, y del cual salía una voz que era como el rechinar de las puertas, el aullido de las chimeneas y el repiqueteo de las ventanas.

—¡Niño! —dijo—. Has traído el dolor a mi paraíso. ¡Qué vergüenza!

—¿Qué dolor? —le gritó Harvey en respuesta. Estaba asustado hasta la médula, pero sabía que no era el momento de demostrarlo. Quería utilizar la ilusión, de la misma forma que lo hacía su enemigo; demostrar valor, aunque no lo sintiera—. He venido a buscar lo que es mío, y esto es todo.

Hood absorbió con su boca una de las iluminadas esferas. Su luz se apagó instantáneamente.

—Marr está muerta —dijo—. Jive está muerto. ¡Se han convertido en lodo y polvo por tu culpa!

—Nunca estuvieron vivos —replicó Harvey.

—¿No oíste sus súplicas y sus gritos de desesperación? —preguntó, con los ojos desorbitados—. ¿No sentiste piedad de ellos?

—No —respondió Harvey.

—Entonces, tampoco yo tendré piedad de ti —fue su seca respuesta—. Haré que mi pobre Carna te devore de pies a
cabeza,
y sienta placer en ello.

Harvey miró en la dirección de Carna. La bestia se había detenido, pero estaba en posición de ataque. Sus chorreantes mandíbulas estaban a pocos centímetros de los pies de Harvey. Ahora que la bestia estaba quieta podía ver la gravedad de sus heridas: su cuerpo degradado como una alfombra podrida, su enorme cabeza inclinándose cada vez que respiraba, como si cada respiro fuera una carga.

Mientras Harvey la contemplaba, recordó algo que la señora Griffin había dicho:

«Ahora acogería la muerte como a un amigo al que hubiera echado de casa.»

Puede que no fuera un viaje a las estrellas lo que esperaba Carna; quizá lo que quería era un retorno a la nada, contra lo cual Hood había conjurado. Pero la criatura quería aquel regalo. Estaba cansada y herida. Se mantenía viva, no por propia voluntad, sino porque Hood requería sus servicios.

—Es una lástima... —murmuró la voz del techo.

—¿Qué? —preguntó Harvey mirando a Hood, que tenía dos globos más en sus labios.

—Perderte de esta forma —prosiguió—. ¿No puedo persuadirte para que vuelvas a pensarlo? Al fin y al cabo, yo no te he hecho ningún daño. ¿Por qué no vuelves y vives aquí pacíficamente?

—¡Usted me ha robado treinta años de convivir con mis padres! —dijo Harvey—. Si me quedo aquí me robará todavía más.

—Sólo te quité los días que tú no querías —protestó Hood—. Los días lluviosos. Los días grises. Los días que tú querías que desaparecieran. ¿Qué crimen hay en esto?

—No sabía lo que me perdía —respondió Harvey.

—Ah —dijo Hood suavemente—, pero ¿no sucede siempre así? Las cosas las dejas escapar de tus dedos, pero cuando están fuera lo lamentas. ¡Pues, lo que se fue, se fue, Harvey Swick!

—¡No! —dijo Harvey—. Lo que usted me ha robado puedo recuperarlo.

Al oír esto, se le encendieron a Hood los agujeros gemelos de los ojos.

—¡Ardes bien, Harvey Swick! —dijo—. Nunca he conocido un alma que ardiera tan bien como la tuya. —Frunció lo que tenía por frente y estudió al muchacho que tenía debajo—. Ahora lo comprendo —dijo.

—¿Comprende qué?

—El motivo de tu vuelta.

Harvey empezó a decir: «Vine por lo que usted me quitó», pero Hood le corrigió antes de que pronunciara dos palabras.

—Tú viniste porque sabías que encontrarías aquí un hogar. Ambos somos ladrones, Harvey Swick. Yo quito tiempo. Tú quitas vidas. Pero, al fin, somos lo mismo: ladrones de los días.

Con todo lo repulsivo que era pensar de sí mismo como cualquier cosa similar a aquel monstruo, algún rincón de Harvey temía que aquello fuera verdad. Este pensamiento lo silenció.

—Quizá no deberíamos ser enemigos —dijo Hood—. Quizá debería acogerte bajo mi ala. Mi ala oeste —se rió, sin regocijo, de su propio chiste—. Yo puedo educarte. Ayudarte a conocer mejor el sendero oscuro.

—¿De modo que yo acabaría alimentándome de niños, como usted? No, gracias.

—Creo que te gustaría, Harvey Swick —insistió Hood—. Ya has tenido un ensayo como vampiro.

No podía negar eso. La palabra «vampiro» le recordaba el vuelo de aquel Halloween, en que se elevó hacia la Luna de octubre con los ojos encendidos en rojo y sus dientes afilados como navajas.

—Veo que lo recuerdas —dijo Hood, captando la chispa de placer en la cara de Harvey.

Pero éste, instantáneamente, volvió a adoptar la expresión ceñuda de antes.

—No quiero estar aquí —concluyó—. Sólo quiero recoger lo que es mío y marcharme.

Hood suspiró.

—Es triste —dijo—, es muy triste. Pero si quieres lo que es tuyo tendrás la muerte. ¿Carna...? —La bestia levantó su lastimada cabeza—. ¡Devóralo!

Antes de que la maltrecha bestia pudiera levantarse, Harvey echó a correr. En su carrera hacia la trampilla, sabía que su oportunidad de ganar a Carna era remota; pero ¿no había quizás otra manera de apaciguar la bestia? Si él era un ladrón de siempre, como había dicho Hood, tal vez fuera el momento de probarlo. No con polvo ni conjuros robados, pero sí con la fuerza de sus propios huesos.

Carna dio un paso amenazante hacia él, pero en lugar de huir, Harvey le tendió un brazo, como si quisiera acariciar su dañado rostro. Vaciló, y su expresión mostraba alguna duda.

—¡Devóralo! —rugió el vampiro rey.

La bestia bajó la cabeza, esperando el castigo de arriba. Pero fue Harvey quien puso su mano encima; un toque suave que envió un temblor a todo su cuerpo. Levantó su hocico para presionarlo contra la palma de Harvey, y mientras lo hacía, emitió un gemido, largo pero casi imperceptible.

En aquel sonido no había dolor ni queja. De hecho, era casi una voz de gratitud. Por una vez, no estaba sometido a golpes ni a emitir aullidos de horror. Volvió los ojos hacia la cara de Harvey y experimentó una sensación de placer en todo su cuerpo. Parecía saber que el cambio sería fatal, ya que al instante se apartó de Harvey y sus temblores se multiplicaron, hasta que su cuerpo estalló, de súbito, en mil trozos.

Sus dientes, tan temibles momentos antes, se expandieron en la oscuridad. Su gigantesco cráneo quedó aplastado, y su espina dorsal despedazada. En pocos segundos no había más que un montón de huesos tan secos y viejos que incluso el perro más desesperado habría pasado de largo ante ellos.

Harvey levantó la mirada hacia la cara del techo. La expresión de Hood era de suma perplejidad. Su boca se había quedado abierta y sus ojos le miraban fijamente desde sus agujeros.

Harvey no esperó a que rompiera el silencio. Simplemente dio la espalda a los restos de Carna y se dirigió a la trampilla, casi esperando que la criatura del techo la cerrara de golpe. Sin embargo, no hubo respuesta de Hood hasta que Harvey se estaba deslizando sobre la silla del rellano. Solamente luego, cuando Harvey daba su última ojeada al ático, Hood habló:

—Oh, mi pequeño ladrón... —murmuró—. ¿Qué vamos a hacer contigo ahora?

XXI

Has hecho bien —dijo la cara sonriente que le esperaba en la escalera. —No sabía dónde estabas —respondió Harvey a Rictus.

—Siempre dispuesto a servirte —fue la untuosa y servicial respuesta.

—¿De verdad? —dijo Harvey, bajando de la silla para luego acercársele.

—Naturalmente —respondió Rictus—. Siempre.

Ahora estaba más cerca de aquel ser y Harvey vio las fisuras de su capa exterior. Estaba moldeando una sonrisa y suavizando sus palabras con mantequilla y miel; pero era el ácido olor a miedo lo que fluía de su enfermiza piel.

—Tienes miedo de mí ¿verdad? —dijo Harvey.

—No, claro que no —insistió Rictus—. Soy respetuoso. Esto es todo. El señor Hood piensa que eres un chico muy brillante. Me ha instruido para ofrecerte todo lo que desees para quedarte. —Y levantando los brazos, añadió—: El cielo es el límite.

—Ya sabes lo que quiero.

—Cualquier cosa menos los años, ladrón. No puedes recuperarlos. Además, tampoco los necesitas si quieres convertirte en el aprendiz del señor Hood. Vivirás siempre, al igual que él. —Se quitó las gotas de sudor de su labio superior con un trapo sucio y amarillento—. Piénsalo. Puedes ser capaz de matar a seres como Carna... o a mí mismo... Pero nunca podrás dañar a Hood. Es demasiado viejo; demasiado sabio; demasiado muerto.

—Si yo estuviera... —empezó Harvey.

La sonrisa de Rictus se ensanchó.

—¿Sí...?

—¿Podrían liberarse los niños del lago?

—¿Por qué molestarse por ellos?

—Porque entre ellos hay una amiga mía —le recordó Harvey.

—Hablas de la pequeña Lulu, ¿no es cierto? —dijo Rictus—. Bien, pues permíteme decirte que es muy feliz allí. Todos lo son.

—¡No, no lo son! —exclamó Harvey encolerizado—. El lago es asqueroso y tú lo sabes. —Dio unos pasos y se acercó a Rictus, apuntándole con el dedo. Éste retrocedió, como si temiera por su vida, lo cual podía estar justificado—. ¿Cómo puede gustarle a alguien vivir con frío y a oscuras?

—Tienes razón —respondió Rictus, levantando sus manos en señal de rendición—. Lo que tú digas.

—Pues ahora te lo ordeno: ¡Libéralos, ahora! ¡Si no lo haces, lo haré yo!

Empujó a Rictus, apartándole de su camino, y empezó a bajar los peldaños de dos en dos. No tenía idea de lo que iba a hacer cuando llegara al lago; los peces eran peces, después de todo, aun habiendo sido niños; si trataba de sacarlos del agua, probablemente se ahogarían en el aire. Pero estaba determinado a salvarlos de Hood como fuera.

Rictus bajó tras él, hablando como un charlatán que quisiera venderle algo.

—¿Qué quieres? —dijo—. ¡Sólo imagínalo y es tuyo! ¿Qué te parece una motocicleta para ti? —Mientras hablaba, algo brillaba en el rellano siguiente. Era la motocicleta más hermosa que los ojos humanos hubieran visto nunca—. ¡Es tuya, muchacho! —dijo Rictus.

—No, gracias —respondió Harvey.

—¡No te culpo! —dijo Rictus. Y al llegar a ella, la apartó de una patada—. ¿Libros? ¿Te gustan los libros?

Antes de que Harvey pudiera responder, la pared de enfrente se levantó como si fuera una gran cortina de ladrillos, dejando al descubierto una gran estantería completamente llena de volúmenes encuadernados en piel.

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