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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico

El ladrón de días (12 page)

BOOK: El ladrón de días
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Les llevó una hora a los muchachos llegar al centro de la ciudad, y allí se despidieron, puesto que para llegar a sus casas debían seguir caminos opuestos. Pero antes, intercambiaron direcciones, prometiendo ponerse en contacto al cabo de uno o dos días, a fin de que cada uno pudiera apoyar al otro en cuanto al relato de lo ocurrido en la casa de vacaciones. Iba a ser muy difícil que la gente creyera lo que les había sucedido, pero siempre habría más posibilidades si fueran dos las voces que contaran la misma historia.

—Sé lo que hiciste allí —dijo Wendell antes de partir—. Me salvaste la vida.

—Tú habrías hecho lo mismo por mí —respondió Harvey.

Wendell parecía dudar.

—Pude haber querido hacerlo —confesó, algo avergonzado—, pero nunca he sido muy valiente.

—Hemos escapado juntos —puntualizó Harvey—. Yo no habría podido hacerlo sin ti.

—¿De veras?

—De veras.

Wendell sintió ennoblecerse por ello.

—Sí —dijo—, puede que así sea. Bueno... Ya nos veremos.

Faltaban todavía varias horas para amanecer y las calles estaban virtualmente desiertas. Harvey tenía por delante un largo y solitario camino para llegar a su casa. Estaba cansado y un poco entristecido por la despedida de Wendell, pero el pensar en la bienvenida que le esperaba en el portal de su casa era como un resorte para sus pies.

Varias veces tuvo la impresión de haberse perdido, ya que las calles por donde pasaba no le eran familiares. Pasó por un barrio muy elegante, donde las casas y los coches estacionados en la calle eran de lo más bonito que nunca había visto. Otro, en cambio, era decadente, con las casas medio en ruinas y las calles llenas de escombros. Pero su sentido de orientación funcionó. Cuando el este empezó a palidecer y los pájaros empezaron a trinar en los árboles, dobló la esquina de su calle. Sus fatigadas piernas recobraron energía y, lleno de regocijo, emprendió una última carrera que le llevó a la entrada de su casa, donde llegó rendido y dispuesto a caer en brazos de sus padres.

Llamó a la puerta. Al principio no oyó nada en la casa, lo cual no debía sorprenderle dada la hora que era. Llamó otra vez, y luego otra. Finalmente se encendió una luz y oyó a alguien acercarse a la puerta.

—¿Quién es? —dijo su padre con la puerta todavía cerrada—. ¿Saben la hora que es?

—Soy yo —respondió Harvey.

Después de un ruido de cerrojos la puerta se abrió un poco.

—¿Quién es «yo»? —dijo el hombre, mirándole.

Parecía amable, pensó Harvey, pero no era su padre. Este hombre era mucho más viejo, su cabello era casi blanco y su cara delgada, arrugada y triste, con un bigote mal cuidado.

—¿Qué quieres? —preguntó.

Antes de que Harvey pudiera responder, una voz de mujer dijo:

—Sal de la puerta.

No pudo ver todavía a la segunda persona que hablaba, pero sí, por unos instantes, el papel del recibidor y los cuadros de la pared. Le tranquilizó ver que aquélla no era su casa. Simplemente, se había equivocado de puerta.

—Lo siento —dijo, retirándose—. No era mi intención despertarles.

—¿A quién buscas? —preguntó el hombre, ahora abriendo un poco más la puerta—. ¿Eres uno de los hijos de Smith?

A continuación, metió su mano en el bolsillo de su bata y sacó unas gafas.

«Ni siquiera puede verme bien —pensó Harvey—, pobre hombre.»

Pero antes de que las gafas llegaran a su nariz, apareció su mujer detrás de él y a Harvey le flaquearon las piernas al verla.

Aquella mujer era vieja, su cabello casi incoloro, como el de su marido, y su cara, todavía más arrugada y taciturna. Pero Harvey conocía aquella cara más que cualquier otra en la Tierra. Era la primera cara que había querido. Era su madre.

—¿Mamá...? —murmuró.

La mujer se detuvo y se quedó mirando al muchacho mientras sus ojos se llenaban de lágrimas. Apenas pudo pronunciar la palabra siguiente:

—¿Harvey...?

—¿Mamá...? Mamá, eres tú, ¿verdad?

Ahora el hombre ya tenía las gafas puestas y miró a través de ellas con los ojos bien abiertos.

—No es posible —dijo llanamente—. Éste no puede ser Harvey.

—Es él —dijo su esposa—. Es nuestro Harvey. Ha vuelto a casa.

El hombre sacudió la cabeza.

—¿Después de todos estos años? —dijo—. Ahora ya ha de ser hombre. Un hombre bien crecido. Éste es todavía un niño.

—Es él. Te lo aseguro.

—¡No! —respondió enérgicamente el hombre—. Es una jugarreta que nos ha hecho alguien para herir todavía más nuestros corazones. Como si no estuvieran ya demasiado rotos.

Cogió la puerta para cerrarla de golpe, pero la madre de Harvey le detuvo.

—Mírale —dijo—. Mira su vestidura. Es la misma que llevaba la noche que nos dejó.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Crees que no lo recuerdo?

—Hace treinta y un años —dijo el padre de Harvey, aún observando al muchacho—. Esto no puede... no puede ser... —balbuceó, cuando su cara empezaba a mostrar un ligero reconocimiento—. Oh, Dios mío, —concluyó, con un ronco susurro—, es él, ¿no?

—Ya te dije que sí —respondió su esposa.

—¿No eres una especie de fantasma? —preguntó él a Harvey.

—¡Por Dios! —exclamó la madre—. ¡No es un fantasma! —Y traspasó el umbral, adelantando a su marido—. No sé cómo es posible, pero no me importa —dijo, abriendo los brazos a Harvey—. Todo lo que sé es que nuestro hijito ha vuelto a casa.

Harvey no podía hablar. Había demasiadas lágrimas en su garganta, en su nariz y en sus ojos. Todo lo que podía hacer era lanzarse a los brazos de su madre. Era maravilloso sentir sus manos acariciando su pelo y sus dedos enjugar sus mejillas.

—Oh, Harvey, Harvey, Harvey —insistía sollozando—. Pensábamos que ya nunca te volveríamos a ver. —Le besó más y más—. Creíamos que te habías ido para siempre.

—¿Cómo es esto posible? —quería saber todavía el padre.

—He rezado —dijo su madre.

Harvey tenía otra respuesta, aunque no la dijera. En el momento en que había puesto los ojos en su madre —tan cambiada, tan atormentada— comprendió al instante la terrible trampa que la casa de Hood les había tendido a todos ellos. Por cada día que pasaban allí, transcurría un año en el mundo real. Cada mañana, mientras jugaban dentro de aquel clima primaveral, pasaban meses. Por la tarde, cuando ganduleaban bajo el sol del verano, lo mismo. Y aquellos atardeceres, que parecían tan breves, eran otros tantos meses, al igual que las noches de Navidad, llenas de nieve y regalos. Todos se habían sucedido de una manera así de fácil y mientras él sólo había envejecido un mes, su papá y su mamá habían vivido treinta y un años de tortura, pensando que su hijo se había marchado para siempre.

El caso se aproximaba a esta realidad. Si él hubiera permanecido en la casa de las ilusiones, distraído por sus pequeños placeres, habría transcurrido toda una vida entre allí y el mundo real, y su alma habría pasado a ser propiedad del señor Hood. Él se habría unido a aquellos peces que circulaban por el lago, dando vueltas y más vueltas. Se estremeció sólo de pensarlo.

—Estás frío, querido —dijo su madre—. Vamos dentro.

Él, sorbió fuertemente los mocos y se enjugó las lágrimas con el dorso de la mano.

—Estoy muy cansado —dijo.

—Voy a hacerte la cama enseguida.

—No. Antes de irme a dormir quiero contaros lo que ha sucedido —respondió Harvey—. Es una larga historia de treinta y un años.

XV

Era una historia más difícil de contar de lo que parecía. Aunque algunos de los detalles surgían claros en su mente —la primera aparición de Rictus, el hundimiento del arca o la reciente fuga de él y Wendell—, había muchas cosas que no podía recordar bien. Era como si la niebla que había atravesado se hubiera filtrado en su cabeza, poniendo un velo en su memoria que cubría la casa y todo lo que ella contenía.

—Recuerdo haber hablado con vosotros por teléfono dos o tres veces —dijo.

—Tú no hablaste con nosotros, cielo —le respondió su madre.

—Entonces, esto fue otro engaño —dijo Harvey—. Debí suponerlo.

—Pero, ¿quién practicaba esos engaños? —preguntó su padre—. Si esa casa existe —y digo si existe— luego, quienquiera que sea su dueño, te secuestró a ti y, de alguna manera, te impidió crecer. Puede que te haya congelado...

—No —respondió Harvey—. Allí había calor, excepto cuando llegaba la nieve, claro está.

—Ha de haber alguna explicación lógica.

—Claro que la hay —afirmó Harvey—. Era magia.

Su padre movió la cabeza.

—Esto es una respuesta de niño —aseguró—. Y yo ya no soy un niño.

—Y yo sé lo que sé —contestó Harvey firmemente.

—No es mucho, querido —dijo la madre.

—Quisiera recordar más cosas.

Seguidamente, ella puso el brazo en el hombro de su hijo para confortarle.

—No te preocupes, hijo. Hablaremos de ello cuando hayas descansado.

—¿Podrías encontrar nuevamente esa casa? —le preguntó su padre.

—Sí —respondió Harvey, aunque se le puso la piel de gallina sólo de pensar en volver allí—. Creo que sí.

—Pues esto es lo que haremos.

—No quiero que él vuelva a ese lugar —dijo su madre.

—Debemos asegurarnos de que existe, antes de contarlo a la policía. Lo comprendes, ¿verdad, hijo?

Harvey asintió.

—Suena como si fuera algo que yo he inventado, lo sé. Pero no es así. Juro que no.

—Ven, cariño —dijo su madre—. Me temo que vas a encontrar tu habitación algo cambiada, pero aún es confortable. La mantuve tal como la dejaste durante años y años, confiando en que algún día encontrarías el camino de regreso. Al final pensé que si volvías, ya serías mayor y no te gustaría tener la habitación decorada con aeronaves y loritos. Por eso llamamos a los decoradores. Ahora es completamente nueva.

—Eso no me preocupa —dijo Harvey—. Es mi casa y esto es lo que realmente importa.

A primeras horas de la tarde, mientras dormía en su vieja habitación, estaba lloviendo; una lluvia intensa, propia del mes de marzo, que chocaba contra la ventana y pegaba con fuerza en la repisa. El ruido le despertó. Se incorporó en la cama. Los pelos de la nuca le picaban y supo que había estado soñando con Lulu. Pobre Lulu, la Lulu perdida, que arrastraba su deformado cuerpo entre los arbustos, llevando en su mano convertida en aleta los animales del arca que había rescatado del fango.

La imagen de su infelicidad era insoportable. ¿Cómo podría vivir en este mundo al cual había vuelto, sabiendo que ella había quedado prisionera de Hood?

—Yo te encontraré —murmuró para sí mismo—. Lo haré, juro...

Volvió a poner la cabeza en la fría almohada y escuchó el ruido de la lluvia hasta que el sueño llegó de nuevo.

Exhausto por sus viajes y traumas, no despertó hasta la mañana siguiente. La lluvia había cesado. Era el momento de hacer planes.

—He comprado un plano de todo Millsap —dijo su padre, desplegando su adquisición y extendiéndola sobre la mesa de la cocina—, Aquí está nuestra casa. —Ya había marcado el lugar con una cruz—. Ahora, ¿recuerdas algún nombre de calle de los alrededores de aquel lugar?

Harvey movió la cabeza negativamente.

—Estaba demasiado ocupado en escapar —dijo.

—¿Viste algún edificio en particular?

—Estaba oscuro y llovía.

—De modo que sólo podemos confiar en la suerte.

—La encontraremos —aseguró Harvey—. Aunque nos lleve toda la semana.

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