En un impulso, él se acercó a la orilla del lago, pero cuando llegó al lugar donde ella había saltado, las orillas ya se estaban disipando y las burbujas se habían roto.
Observó las frías aguas durante un minuto o dos, esperando que ella le viera y subiera a la superficie; pero se había ido a un lugar donde él no podía seguirla, y esto, al parecer, era el final.
Empuñando fuertemente los regalos como talismanes, se retiró del lago y emprendió la marcha, bajando por el césped, hacia la cita que tenía con Wendell.
¿Qué te ha pasado? —susurró Wendell cuando Harvey llegó al final del césped—. ¡Creí que debimos encontrarnos a la medianoche!
—Me he... sentido acechado —dijo Harvey.
Había empezado a hablar con la intención de contarle lo que había acontecido, pero su amigo ya estaba obviamente lo bastante nervioso como para que, encima, supiera la desgracia de Lulu. Harvey se guardó en el bolsillo las tres piezas supervivientes del arca y decidió hablarle del encuentro sólo cuando Wendell estuviera a salvo, fuera de aquel terrible lugar.
Solamente había una cosa entre ellos y aquel anhelo: el muro de niebla. Ahora, como siempre, parecía del todo inocente. Pero se trataba de una ilusión, naturalmente, como tantas otras cosas en el reino del señor Hood.
—Debemos estar bien organizados en esta operación —dijo Harvey a Wendell—. En cuanto estuvimos dentro del muro perdimos nuestro sentido de la dirección. Por tanto, debemos estar seguros de caminar en línea recta y no permitir que la niebla nos haga girar en redondo.
—¿Y cómo lo hacemos? —preguntó Wendell.
—Creo que uno de nosotros debería ir primero y el otro seguirle cogido de la mano.
—Yo —dijo ávidamente Wendell—. Yo iré primero.
—No hay problema. Luego, yo te mantendré de espaldas a la casa y te guiaré. ¡Quién sabe! A lo mejor el muro es tan delgado que puedes tirar de mí.
—Esperémoslo —dijo Wendell.
—¿Estás a punto? —preguntó Harvey, extendiendo la mano.
Wendell la cogió.
—Cuando tú lo estés —respondió.
—Entonces, vámonos.
Wendell asintió y dio sus primeros pasos hacia el interior de la niebla. Al instante, Harvey sintió que le apretaba fuertemente la mano.
—No... te... sueltes —pidió Wendell, con voz ya remota, pese a hallarse sólo a un paso de distancia.
—Sigue andando —dijo Harvey, al alcanzar la distancia del brazo estirado—. ¿Alguna señal de...?
Antes de que pudiera terminar su pregunta, un ruido procedente de la casa le cerró la boca. Miró hacia atrás. La puerta principal estaba abierta y había luz dentro; se dibujaba la silueta de una figura que bajaba, a toda prisa, los escalones del porche. Era la señora Griffin.
El ruido que había oído, sin embargo, no procedía de ella. Aquel sonido no podía producirlo nadie de naturaleza humana. Vio a la señora Griffin mirando hacia el tejado mientras bajaba corriendo por la pendiente del césped. Al seguirla con la mirada, vio al productor de aquel ruido elevarse hacia las estrellas.
Aun no pudiendo ver su cara, él conocía su nombre. Hood tenía cuatro servidores, y él había conocido sólo a tres: Rictus, Jive y Marr. Allí estaba el cuarto: Carna, el ladrón de dientes; Carna, el devorador; Carna, la bestia que la señora Griffin esperaba que Harvey nunca conociera.
—¡Volved a la casa, niños! —gritó la señora Griffin bajo un ruido ensordecedor de grandes alas—. ¡Rápido! ¡Rápido!
Harvey dio un tirón al brazo de Wendell al tiempo que le gritaba, pero éste tenía ya una vaharada de libertad en las ventanas de la nariz y no estaba dispuesto a dejarla escapar.
—¿A qué estáis esperando? —insistió la señora Griffin—. ¡Salid de ahí enseguida u os arrancará la
cabeza!
Harvey alzó la mirada a la bestia que se lanzaba sobre ellos y vio que la señora Griffin no mentía. Las mandíbulas de Carna eran lo suficiente grandes como para partirle en dos de un solo mordisco. Pero no podía dejar a Wendell en la niebla. Empezaron la aventura juntos y así debían terminarla, vivos o muertos. No tenía más elección que meterse él también en la niebla y esperar que Wendell hubiera llegado a ver algo del mundo exterior y pudiera arrastrarle a él hasta la calle.
Al dar este paso, oyó a la señora Griffin decir algo sobre marcar el camino. Entonces fue cegado por la fría niebla y la voz de ella ya no era más audible que un susurro apagado.
Los chillidos de Carna, sin embargo, no se habían apagado. Estremecían el aire en la oscuridad, espetando los pensamientos de Harvey de la misma forma que aquellos dientes ensartarían su cabeza si la bestia llegara a alcanzarle.
—¡Wendell! —gritó Harvey—. ¡Viene a por nosotros!
Vislumbró por un momento la figura, por encima de él, y luego la cara de Wendell, borrosa por la niebla. Éste se volvió y dijo:
—¡No hay salida!
—¡Ha de haberla!
—¡No puedo encontrarla! —exclamó Wendell, siendo su respuesta casi ahogada por los chillidos de Carna.
Harvey miró hacia atrás, por donde había venido, más temeroso de no saber dónde estaba la bestia que de verla, por más aterradora que fuera su visión. Había encima un remolino de niebla, pero vio la forma de Carna cuando descendía. Era el más monstruoso de la prole; su piel estaba podrida y se extendía sobre hueso barbado y pulido. Su garganta era un nido de lenguas culebrinas y en sus mandíbulas había centenares de dientes.
«Esto es el final —pensó Harvey—. He estado vivo sólo diez años y cinco meses, y ahora mi cabeza está a punto de serme arrancada y comida por este animal.»
Después, por el rabillo del ojo, apareció una extraña visión. Los brazos de la señora Griffin metiéndose en la niebla para dejar en el suelo el gato
Blue.
—¡Tiene un buen sentido de la dirección! —Harvey la oyó decir—. ¡Seguidle, seguidle!
No necesitó que se lo repitiera. Ni tampoco el gato
Blue.
Con la cola enderezada, echó a andar y Harvey tiró del brazo de Wendell para seguirle. El gato era rápido, pero también lo era Harvey. Tenía los ojos clavados en aquella cola brillante, aunque el torbellino alado, a su espalda, indicaba que Carna había entrado en la niebla.
Dos zancadas; tres zancadas; cuatro. Y ahora, la niebla parecía hacerse menos espesa. Oyó el grito de victoria de Wendell.
—¡La calle! ¡La he visto!
Inmediatamente después, Harvey también la vio. Las aceras estaban mojadas por la lluvia y brillaban a la luz de los faroles.
Ahora se atrevió a mirar hacia atrás y vio a Carna, con las mandíbulas a un metro de sus cabezas.
Se deshizo del brazo de Wendell y empujó a su amigo hacia la calle al mismo tiempo que se agachaba. La mandíbula inferior de Carna rozó su espina dorsal, pero la bestia se movía a demasiada velocidad para mantener el control, y en lugar de virar en redondo y coger su presa, siguió volando, introduciéndose en el mundo real.
Wendell ya estaba allí; Harvey se unió a él momentos después.
—¡Lo hicimos! —gritó Wendell—. ¡Lo hicimos!
—¡También lo ha hecho Carna! —dijo Harvey, señalando la bestia cuando ésta subía hacia el nuboso cielo para dar la vuelta y volver hacia ellos—. Quiere conducirnos nuevamente adentro.
—¡Yo no vuelvo allí! —gritó Wendell—. ¡Nunca! Jamás volveré allí dentro!
Carna oyó su desafío. Sus encendidos ojos se fijaron en él y bajó como un rayo. Sus chillidos resonaban en las desérticas calles en plena noche.
—¡Corre! —dijo Harvey.
Pero la mirada de Carna había paralizado a Wendell. Harvey lo agarró y estaba a punto de emprender una carrera con él cuando el sonido de la bestia se hizo distinto. El triunfo se convirtió en duda; la duda se convirtió en pena; y ahora, Carna ya no bajaba en picado, sino que se caía. Se abrían agujeros en sus alas como por efecto de una horda de invisibles polillas que se comieran su tejido.
Se esforzó en remontar el vuelo, pero sus heridas alas se negaron a realizar su función. Segundos más tarde se estrelló contra el suelo. Su impacto fue tan fuerte que se mordió una docena de lenguas y desparramó medio centenar de dientes a los pies de los muchachos. Sin embargo, no murió de la caída. Aun agonizando por sus heridas, se ayudó de las erizadas muletas de sus alas y empezó a arrastrarse hacia el muro. Incluso ahora, en su calamitoso estado, conservaba su ferocidad y, dando golpes a derecha e izquierda, apartó de su camino a Harvey y a Wendell.
—No puede sobrevivir aquí fuera... —observó Wendell en voz alta—, se está muriendo.
Harvey hubiera deseado tener un arma para que la bestia no pudiera volver a su refugio, pero tenía que contentarse con verla en aquel estado. «Si no hubiera sido tan ávida de nuestra carne —pensó—, no hubiera volado tras de nosotros a una velocidad tal que la ha llevado a tener que soportar dolor y humillación.» Había aquí una lección que debería recordar: el mal, por más poderoso que pueda parecer, puede ser vencido por su propia codicia.
Luego la criatura se marchó y dejó tras de sí una cortina de niebla.
Sólo había un signo que recordaba los misterios del otro lado del muro: la cara del gato
Blue
observando el mundo que él, al igual que los demás ocupantes de la casa de vacaciones, nunca podría explorar. Su mirada azulada se encontró con la de Harvey por un momento; seguidamente miró hacia atrás, hacia su prisión, como si oyera la llamada de la señora Griffin, y con una mirada triste, se volvió y desapareció en la niebla.
—Fantástico —dijo Wendell, contemplando las calles mojadas—. Es como si nunca las hubiera dejado.
—¿Tú crees? —objetó Harvey.
Él no estaba tan seguro. Se sentía diferente: marcado por su aventura.
—No sé si recordaremos que estuvimos allí, dentro de una semana —comentó Wendell.
—Oh, sí. Yo lo voy a recordar —respondió Harvey—. Me he llevado algunos recuerdos.
Buscó en su bolsillo las figuras del arca. Al intentar sacarlas sintió que se estaban desmigajando, como si el mundo real se cobrara sus derechos de entrada.
—Ilusiones... —murmuró mientras se convertían en polvo y desaparecían entre sus dedos.
—¿A quién le importa? —dijo Wendell—. Es hora de irnos a casa. Y esto no es ilusión.