Ahora, la señora Griffin se acercó a Harvey con las manos levantadas y, por un momento, pensó que iba a pegarle. Pero, en su lugar, le cogió por los hombros sacudiéndole.
—¡Por favor, hijo! Conténtate con lo que sabes. Estás aquí para pasártelo bien durante un tiempo. Y mira, muchacho, es muy poco tiempo. El tiempo vuela. ¡Oh, Dios mío, cómo vuela!
—Se trata sólo de unas pocas semanas —dijo Harvey—. No voy a estar aquí siempre. —Ahora era él quien la miraba fijamente—. ¿O sí? —preguntó.
—¡Basta! —exclamó ella.
—Usted cree que voy a estar aquí para siempre, ¿no es verdad? —dijo, librándose de sus manos—. ¿Qué es este lugar, señora Griffin? ¿Es una especie de prisión?
Ella movió la
cabeza,
negativamente.
—No me mienta —continuó él—. Sería absurdo. Estamos encerrados aquí, ¿no es cierto?
Ahora, aunque el cuerpo de la señora Griffin temblaba de la
cabeza a
los pies, osó insinuar un ligero asentimiento.
—¿Todos nosotros? —dijo, y ella nuevamente asintió—. ¿Usted también?
—Sí —susurró—. Yo también. Y no hay forma de escapar, créeme. Si tratas nuevamente de escapar, Carna irá a por ti.
—Carna... —recordó de pronto el nombre por la conversación entre Jive y Marr.
—Está
arriba
—dijo la señora Griffin—. En el tejado. Allí viven los cuatro. Rictus, Marr, Carna...
—... y Jive.
—¿Lo conoces?
—Los he conocido a todos, excepto a Carna.
—Rezo para que nunca lo conozcas —dijo la señora Griffin—. Ahora escúchame, Harvey. He conocido a muchos niños que han pasado por esta casa. Los ha habido de todos tipos —alocados, egoístas, simpáticos, valientes...—, pero tú..., tú eres una de las almas más brillantes que mis ojos han visto. Quiero que disfrutes tanto como puedas de tu estancia aquí. Utiliza bien las horas, porque habrá menos de las que tú piensas.
Harvey escuchaba pacientemente. Luego, cuando ella hubo terminado, dijo:
—De todas formas, aún quiero conocer al señor Hood.
—El señor Hood está muerto —dijo la señora Griffin, exasperada por su persistencia.
—¿Muerto? ¿Lo jura?
—Lo juro —respondió—. Sobre la tumba de mi pobre gato
Clue,
lo juro: el señor Hood está muerto. Por tanto, no me preguntes más acerca de él.
Ésta era la primera vez que la señora Griffin había llegado al punto de dar una orden a Harvey, y aunque quería presionarla aún más, decidió no hacerlo. En su lugar, dijo que sentía haber tenido que sacar el tema y que no lo haría más. Luego la dejó con sus secretos pesares.
¿Y bien...? —dijo Wendell cuando Harvey fue a su habitación—. ¿Cuál es la historia? Harvey se encogió.
—Todo va bien —contestó—. ¿Por qué no nos divertimos mientras podamos?
—¿Divertirnos? —exclamó Wendell—. ¿Cómo podemos divertirnos si estamos encerrados?
—Se está mejor aquí que en el mundo de fuera —dijo Harvey, ante la mirada confusa de Wendell—. Es verdad, ¿no te parece?
Mientras hablaba, agarró la mano de Wendell, y éste advirtió que en la palma de Harvey había una bola de papel que éste trataba de pasarle.
—Quizá te convendría buscar un rincón para leer un poco —insinuó, bajando la mirada a sus manos mientras hablaba.
Wendell cogió la idea. Retiró la nota enrollada de las manos de Harvey y dijo:
—Puede que lo haga.
—Bien —concluyó Harvey—. Yo voy fuera, a tomar el sol mientras pueda.
Esto fue exactamente lo que hizo. Tenía muchos planes que llevar a cabo antes de la medianoche, que sería, de acuerdo con la nota pasada a Wendell, cuando deberían encontrarse para escapar. Era muy posible que incluso las fuerzas que guardaban la casa tuvieran que dormir de vez en cuando (la tarea de mantener aquel ciclo de estaciones no podía ser fácil), y de todas las horas de posible ausencia para dormir, la medianoche parecía la más indicada.
Pero no esperaba que fuera fácil. La casa había sido una trampa durante décadas (siglos tal vez: ¿quién podía saber la edad de su maléfico espíritu?) e incluso a medianoche no serían tan estúpidos como para dejar la salida completamente abierta. Tendrían que ser rápidos e inteligentes, sin acobardarse ni perder la serenidad una vez estuvieran entre la niebla. El mundo estaba allí fuera, en alguna parte. Todo lo que debían hacer era hallarlo.
Cuando se encontró con Wendell para celebrar el Halloween, supo que había leído y comprendido la nota. Había una mirada en los ojos de Wendell que decía: «Estoy dispuesto. Nervioso, pero dispuesto».
El resto de la noche pasó para los dos como una representación de una extraña comedia, en la cual ellos eran los actores y la casa (o quienes fueran los que la vigilaban) el auditorio. Ellos iban a divertirse como si fuera una noche igual que las otras, yendo a jugar a los trucos, con risas y exhibiendo buen humor (temblando sobre sus zapatos prestados), volviendo luego a cenar y a pasar en la casa la que esperaban que fuera la última Navidad. Abrieron sus regalos (un perro mecánico para Wendell y un juego de magia para Harvey), dieron las buenas noches a la señora Griffin («Adiós», desde luego, no «buenas noches», aunque Harvey no se atrevió a decírselo) y se fueron a la cama.
Se hizo el silencio en la casa; más silencio que nunca. La nieve no chocaba contra los cristales ni el viento contra la chimenea. Era, pensó Harvey, el silencio más profundo que nunca había escuchado; tan profundo que podía oír los latidos del corazón en sus orejas, y cada roce de su cuerpo con las sábanas sonaba como un redoble de tambores. Poco antes de medianoche, se levantó y se vistió, moviéndose lentamente y con cuidado para hacer el menor ruido posible. Después salió al pasillo y —escurriéndose como un ladrón de sombra a sombra— bajó rápidamente las escaleras y se introdujo en la noche.
No salió por la puerta principal (era grande y chirriaba demasiado) sino por la de la cocina, que daba al lado de la casa. Aunque el viento había cesado, el aire todavía picaba y la superficie nevada se había helado. Crujía al andar, por más que pisara suavemente. Pero empezaba a confiar en que los ojos y las orejas de la casa estuvieran cerrados a esta hora (si no, ¿por qué no había sido descubierto?) y podía bordearla sin atraer su atención.
Cuando estaba a punto de doblar la esquina, sin embargo, aquella esperanza se agrió, ya que alguien, detrás de él, le llamó por su nombre desde la oscuridad. Congeló sus pasos pensando que no sería visto, pero la voz vino de nuevo y otra vez con su nombre. No era una voz conocida. Seguro que no era Wendell ni la señora Griffin, como así tampoco Jive, Rictus ni Marr. Esta voz era débil y quebradiza; la voz de alguien que apenas sabía formar las sílabas de su nombre.
—Harrr... vvey...
Y luego, de golpe, reconoció aquella voz. Su corazón —que ya llevaba haciendo un trabajo extra desde que había saltado de la cama— sonó tan alto en sus oídos que casi le hizo olvidar la llamada cuando latió de nuevo.
—¿Lulu...? —murmuró.
—Sí... —respondió la voz.
—¿Dónde estás?
—Cerca —dijo.
Observó el follaje, esperando algún vislumbre de ella, pero todo lo que pudo ver fue el reflejo centelleante de la luz estelar en la escarcha de las hojas,
—Te vas... —dijo ella, con la voz entrecortada.
—Sí —susurró él—. Y tú vas a venir con nosotros.
Avanzó un paso hacia ella, y al hacerlo, una parte del brillo que había atribuido a la escarcha se apartó de él.
¿Qué clase de vestidura llevaba Lulu que resplandeciera de aquel modo?
—No temas —dijo él.
—No quiero que me mires —respondió ella.
—¿Qué es lo que pasa?
—Por favor... —suplicó—, guarda la distancia...
Ella retrocedió aún más y pareció perder el equilibrio. Se cayó al suelo, removiendo el follaje. Harvey avanzó hacia ella para ayudarla, pero detuvo sus pasos al oír su protesta entre sollozos.
—Yo sólo quiero ayudarte —dijo.
—No puedes ayudarme —le respondió, pronunciando cada palabra con dificultad—. Es demasiado tarde. Tú debes... irte... mientras... aún puedas. Yo sólo... quería... darte... algo para que me recuerdes.
Él vio su movimiento en las sombras, y trató de acercarse más.
—¡No mires! —dijo ella.
Él volvió la cabeza.
—Ahora cierra los ojos y prométeme que no los vas a abrir.
Él obedeció y cerró los ojos.
—Lo prometo.
Y ahora sintió su proximidad. Su respiración era entrecortada y dificultosa.
—Abre tu mano —exigió Lulu.
Su voz era ahora cercana. Sabía que si abría los ojos se encontraría con ella cara a cara, pero había hecho una promesa y estaba decidido a cumplirla. Extendió la mano y sintió primeramente uno, después dos y luego tres pequeños y pesados objetos, fríos y mojados, depositados en su ahuecada palma.
—Esto fue todo... que pude encontrar... —dijo Lulu—. Lo siento.
—¿Puedo mirar? —preguntó Harvey.
—No aún. Déjame... marchar... primero...
Él cerró la mano guardando los regalos que le había dado, tratando de adivinar lo que eran por el tacto. ¿Qué eran? ¿Trozos de piedra, o hielo? No, eran tallados. Pudo notar muescas en uno; una cabeza en otro. Y ahora, naturalmente, sabía lo que su mano contenía: tres supervivientes del arca, rescatados de las profundidades del lago.
La respuesta no le reconfortó, sino todo lo contrario. Se estremeció cuando relacionó la incógnita del brillo plateado con el conocimiento de lo que le había dado. Ella había buceado hasta el fondo del lago para recuperar aquellas figuras, un descenso que estaba más allá de las posibilidades de un ser de tierra.
No era extraño que se hubiera retirado en las sombras, ordenándole que no la mirara. Ya no era humana. Se estaba volviendo —o se había vuelto ya— una hermana de aquellos extraños peces que circulaban en aquellas oscuras aguas: animales de sangre fría y piel plateada.
—Oh, Lulu... —exclamó—. ¿Cómo ha podido ocurrir?
—No pierdas el tiempo conmigo —murmuró—. Márchate mientras tengas una oportunidad.
—Quiero ayudarte —insistió todavía.
—No puedes... —fue la respuesta—. No puedes ayudarme... He estado aquí demasiado tiempo. Mi vida ha llegado al final...
—Eso no es verdad —dijo Harvey—. Tenemos la misma edad.
—Pero he estado aquí tanto tiempo... Ni siquiera recuerdo... —Su voz se alejaba.
—No recuerdas ¿qué?
—Puede que ni tan sólo quiera recordar. —Dio un ahogado suspiro—. Tú debes irte... —dijo susurrando— ahora que aún puedes.
—No tengo miedo.
—Entonces eres un estúpido —dijo—, porque deberías tenerlo.
Se oyeron los crujidos de las matas.
—Espera —dijo Harvey. Ella no respondió—. ¡Lulu!
El movimiento de la vegetación era más intenso al marcharse, y a medida que el sonido se iba disipando, pensó que ella estaría ya casi fuera de su alcance. Rompiendo la promesa, abrió los ojos y la vio por unos instantes mientras huía; una sombra en las sombras, no más. Empezó a seguirla, sin saber qué le diría o haría cuando diera con ella, pero sabiendo que nunca se perdonaría el no haber hecho nada para ayudarla de algún modo.
Tal vez si la persuadiera de marcharse con él, fuera de la sombra de la casa, su magia viciosa podría anularse. O quizás él podría encontrar en el mundo exterior algún médico para ella que pudiera curar su malformación. Cualquier cosa, antes que permitir que volviera al lago.
Ahora, sus aguas estaban a la vista, brillando oscuramente entre las ramas del bosquecillo. Lulu había llegado al banco y, por un momento, pudo verla bajo una luz muy tenue. Todo lo que Harvey había temido era verdad, y aún más. Una aleta crecía en su encorvada y escamosa espalda; sus piernas casi se habían fundido en una sola; sus brazos se habían vuelto cortos y rechonchos, y sus dedos estaban unidos por membranas.
Pero el golpe más duro fue al ver su cara cuando se volvió para mirarle.
Su cabello se había caído y había desaparecido su nariz. Su boca había perdido los labios y sus ojos azules se habían convertido en plateadas bolas giratorias, sin cejas ni pestañas. Y a pesar de su monstruosidad, aún había humanidad en sus ojos y en aquella cara; una terrible tristeza que nunca podría abandonar su corazón aunque viviera mil años.
—Tú has sido mi amigo —dijo ella, balanceándose en el banco—. Gracias por ello.
Luego se lanzó al agua.