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Authors: Clive Barker

Tags: #Fantástico

El ladrón de días (18 page)

—¡Las obras maestras del mundo! —insistió Rictus—. ¡De Aristóteles a Zola! ¿No?

—¡No! —respondió Harvey, acelerando el paso.

—Ha de haber algo que te guste.

Ahora ya llegaban al tramo final de la escalera y Rictus sabía que no disponía de mucho tiempo antes de que su víctima saliera al aire libre.

—¿Te gustan los perros? —dijo, mientras irrumpían en la escalera cantidad de cachorros ladradores—. ¡Coge uno! ¡Demonios, cógelos todos!

Harvey estaba tentado, pero siguió bajando, prescindiendo de ellos.

—¿Algo más exótico, tal vez? —y una manada de papagayos de vistosas plumas descendieron del techo. Harvey los ahuyentó.

—Demasiado ruidosos, ¿eh? Tú quieres algo más silencioso y feroz. ¡Tigres! ¡Esto es lo que quieres! ¡Tigres!

Tan pronto como lo dijo, aparecieron en el vestíbulo dos tigres blancos con unos ojos que parecían de oro pulido.


No
hay donde cuidarlos —dijo Harvey.

—¡Eres práctico! —Rictus estuvo de acuerdo—. Me gustan los chicos prácticos.

Mientras se iban las fieras, sonó el teléfono del pasillo, junto a la cocina. Rictus bajó en dos saltos los peldaños restantes y en dos más llegó al teléfono.

—¡Escucha esto! Es el presidente de Estados Unidos. ¡Quiere darte una medalla!

—No, no lo es —dijo Harvey, ya cansado de aquella jerigonza. Ahora ya estaba al final de la escalera y se dirigía a la puerta principal.

—Tienes razón —dijo Rictus, todavía con el auricular en la oreja—. ¡Quiere darte un campo petrolífero de Alaska! —Harvey seguía andando—. ¡No, no, me he equivocado! ¡Quiere darte Alaska!

—Demasiado frío.

—Dice si te gustaría Florida.

—Demasiado calor.

—Muchacho, eres difícil de contentar. ¡Por favor, Harvey Swick!

Desdeñando a Rictus, Harvey asió el picaporte. Rictus colgó el teléfono y corrió hacia él.

—¡Espera! —gritó—. ¡Espera! Aún no he terminado.

—No tienes nada de lo que yo quiero —dijo Harvey, abriendo la puerta—. Todo son filfas.

—¿Y qué, si lo son? —Rictus se alteró súbitamente—. También lo es el Sol de ahí fuera y puedes gozar de él. Y deja que te diga esto: se necesita una gran cantidad de magia para conjurar todas estas simulaciones y paparruchas. El señor Hood está sudando mucho para encontrar algo que te guste.

Sin hacerle caso, Harvey salió al porche. La señora Griffin estaba de pie, en el césped, con el gato
Stew
en sus brazos y mirando indirectamente la casa. Cuando vio salir a Harvey, sonrió y dijo:

—He oído muchos ruidos. ¿Qué ha pasado allí arriba?

—Se lo contaré luego —contestó Harvey—. ¿Dónde está Wendell?

—No lo sé. Hace rato que no lo veo.

Harvey ahuecó las manos junto a su boca y le llamó.

—¡Wendell! ¡Wendell!

La voz le era devuelta por el eco de la casa. Pero no había respuesta de Wendell.

—Es una tarde tan calurosa —dijo Rictus— que posiblemente ha ido... a nadar.

—¡Oh, no! —murmuró Harvey—. ¡No, Wendell, no! ¡Por favor! ¡Wendell no!

Rictus se encogió de hombros. Luego dijo:

—De todas maneras era un niño muy gordinflón. Probablemente tendrá mejor aspecto en forma de pez.

—¡No! —gritó Harvey a la casa—. ¡Esto es injusto! ¡No puedes hacerme esto! ¡No puedes!

Las lágrimas anegaron sus ojos. Se las quitó con sus puños y pensó que tan inútiles eran los puños como las lágrimas. No podía ablandar el corazón de Hood con lágrimas ni podía derribar la casa a puñetazos. Contra el enemigo, no tenía más arma que su ingenio, y su ingenio estaba a punto de agotarse.

XXII

«Oh, si fuera nuevamente un vampiro —pensó Harvey—. Tener garras, colmillos y hambre de sangre, como lo fui en aquel Halloween, ya tan distante.» Al final, aquel hambre se había convertido en aversión. Ahora no se echaría atrás. Oh no. Ahora dejaría crecer en él la bestia para que pudiera volar hasta la misma cara de Hood con todo su odio bien afilado.

Pero él no era una bestia. Era un muchacho. Era el rey vampiro quien tenía el poder; no él.

Entonces, cuando alzó la mirada a la casa, recordó algo que Rictus le había dicho en la puerta:

«Se necesita mucha cantidad de magia para conjurar todas estas simulaciones y paparruchas. El señor Hood está sudando mucho para encontrar algo que te guste.»

Tal vez no necesite colmillos para dejarle seco, pensó. Puede que lo único que necesite sea simplemente desearlo.

—Quiero hablar con Hood —dijo a Rictus.

—¿Para qué?

—Bueno... Puede que haya algunas cosas que me gustaría tener. Pero quiero hablarle de ello personalmente.

—Está escuchando —respondió Rictus, señalando la casa con la mirada.

La vista de Harvey recorrió las ventanas, los aleros, el porche y todo lo demás; pero no había ningún signo de su presencia.

—No lo veo —dijo.

—Sí, lo ves —respondió Rictus.

—¿Está en la casa?—dijo Harvey, mirando hacia la puerta.

—¿Aún no lo has adivinado? —respondió Rictus—. Él es la casa.

Mientras hablaba, una nube ocultó el Sol. El tejado y las paredes se hicieron más oscuras; la casa entera parecía crecer como un hongo monstruoso. ¡Estaba viva! Del tejado a los cimientos. ¡Viva!

—¡Adelante! —dijo Rictus—. Háblale. Él te escucha.

Harvey avanzó un paso en dirección a la casa.

—¿Puedes escucharme?

La puerta principal se abrió un poco más, y el aire de un suspiro que llegaba de lo alto de las escaleras levantó una nube del polvo de Jive que salió hacia el porche.

—Puede oírte —dijo Rictus.

—Si yo me quedo... —empezó Harvey.

—¿Sí...? —dijo la casa, formando la palabra con crujidos y chirridos.

—... ¿me darás todo lo que quiera?

—Para un chico brillante como tú... cualquier cosa —fue la respuesta.

—¿Lo prometes? ¿Con tu magia?

—Lo prometo. Lo prometo. Pronuncia solamente la palabra.

—Bien, pues para empezar...

—¿Sí...?

—Perdí mi arca.

—Luego has de tener otra, mi Estrella Polar —dijo la casa—. Más grande, más hermosa.

Y un tablero del porche se dobló, formando un arca tres veces más grande que la primera.

—No quiero animales de madera —dijo Harvey mientras avanzaba en dirección a los escalones de la casa.

—¿De qué, pues? —preguntó Hood—. ¿Plomo? ¿Plata? ¿Oro?

—De carne y hueso —respondió Harvey—. Pequeños animales perfectos.

—Me gusta el reto —dijo Hood, y mientras hablaba, una pequeña barahúnda de bramidos y mugidos salió del arca. Las pequeñas ventanas se abrieron, así como las puertas, apareciendo inmediatamente medio centenar de animales perfectos en miniatura: elefantes, jirafas, hienas, marmotas, palomas...

—¿Satisfecho? —dijo Hood.

—Está bien, supongo.

—¿Cómo que está bien? —protestó Hood—. Es un pequeño milagro.

—Pues hazme otro.

—¿Otra arca?

—Otro milagro.

—¿Qué te gustaría?

Harvey dio la espalda a la casa y se dirigió al césped. La presencia de la señora Griffin, que observaba con asombro, le inspiró el deseo siguiente.

—Quiero flores —dijo—. ¡En todas partes! Y no quiero dos iguales.

—¿Para qué? —dijo la casa Hood.

—Has dicho que podía pedir lo que quisiera —respondió Harvey—. No has dicho que tuviera que darte razones. Si tengo que dártelas, entonces ya deja de ser divertido.

—Oh, no, no lo quisiera nunca —dijo la casa Hood—. Debes pasártelo bien a cualquier coste.

—Entonces, dame las flores —insistió Harvey.

El césped empezó a temblar como si se tratara de un pequeño movimiento sísmico, y segundos después, incontables tallos hacían presión por salir entre las hierbas. La señora Griffin empezó a reírse con ganas.

—¡Mira! —dijo—. ¡Mira!

Era todo un espectáculo. Decenas de miles de capullos floreciendo al mismo tiempo. Harvey hubiera podido identificar unas pocas si hubiera ido examinándolas: tulipanes, narcisos, rosas... Pero la mayor parte de ellas eran nuevas para él: especies que solamente florecían por la noche, en las alturas del Himalaya o en las erosionadas mesetas de Tierra de Fuego; flores tan grandes como su propia cabeza, o tan pequeñas como la uña del pulgar; flores que olían como carne podrida, y otras como la brisa del mismo cielo.

Pese a que sabía que todo aquello era una ilusión, estaba realmente impresionado, y así lo dijo.

—Es maravilloso —dijo, dirigiéndose a la casa Hood.

—¿Satisfecho?

La voz era un poco más débil que antes. Harvey tuvo una sospecha. Sospechaba la causa. Pero no dejó que se le notara. Simplemente dijo:

—Vamos para allá...

—¿Adonde? —dijo la casa Hood.

—Bueno —respondió Harvey—. Supongo que lo sabremos cuando lleguemos.

Un pequeño gruñido de irritación salió de la casa, sacudiendo las ventanas. Una o dos pizarras cayeron del tejado y se estrellaron contra el suelo.

«Tendré que andarme con cuidado», pensó Harvey. Hood se enfadaba. Rictus era de la misma opinión.

—Espero que no estés jugando con el señor Hood —advirtió—, porque no le gustan esa clase de juegos.

—Él quiere verme feliz, ¿no es así? —dijo Harvey.

—Desde luego.

—Entonces, ¿qué te parece algo para comer?

—La cocina está llena —respondió Rictus.

—Pero no quiero pastelitos ni perritos calientes. Quiero... —Hizo una pausa, hurgando en su memoria para recordar exquisiteces de las que había oído hablar—. Cisne asado, ostras... y aquellos huevecitos negros.

—¿Caviar? —dijo Rictus.

—¡Eso es! ¡Quiero caviar!

—¿Estás seguro? No tiene muy buen sabor.

—¡De todas formas lo quiero! ¡Y ancas de rana... y rábano silvestre... y granadas...!

Los platos iban apareciendo en el vestíbulo, plato sobre plato, algunos calientes. Los olores ponían los dientes largos al principio, pero cuantos más platos añadía Harvey a la lista, más molesta se hacía la mezcla. Rápidamente empezó a agotar el menú de platos reales, pero en lugar de facilitar el trabajo a la casa con albóndigas o pizzas, empezó a inventar platos.

—¡Quiero langostas hervidas con limonada y filetes de caballo con salsa
jelly-baby
, y queso de granja, y sopa de
pepperoni.

—¡Alto! ¡Alto! —gritó Rictus—. ¡Vas demasiado rápido!

Pero Harvey no paraba.

—¡... y coles de Bruselas con estofado de buey... y caracoles con pie de cerdo... y...!

—¡Espera! —aulló la casa.

Esta vez, Harvey esperó.

Mientras inventaba platos, ni siquiera había comprobado si Hood le servía aquellos comestibles, pero ahora vio todos los platos que había pedido, formando una pila tan alta que amenazaba con derrumbarse y poner a flote el arca en un pestilente mar de carnes, dulces y estofados.

—Sé lo que estás haciendo —dijo la casa Hood.

«Uh —pensó Harvey—. Se me echa encima.»

Desde su festín, junto a la puerta, miró hacia arriba para examinar la fachada y vio que su plan de sangrar la casa de su magia estaba funcionando. Muchas de las ventanas estaban ahora rotas; las puertas resquebrajadas y colgando de sus bisagras; los tablones del porche, doblados e inservibles.

—Me estás probando, ¿no? —dijo Hood. Su voz no había sido nunca melodiosa, pero ahora era más desagradable que nunca; era como el rugir de la barriga del diablo—. Admítelo, ladrón.

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