Read El laberinto de las aceitunas Online
Authors: Eduardo Mendoza
—¿Verdad usted, Dumbo? —dijo el cabo al finalizar la explicación asestando un codazo en la tripa del jefe de la fuerza extranjera.
—
Whatever you say, old geezer
—concedió éste con torcida sonrisa.
Tuve la impresión de que la cooperación entre los aliados no discurría sobre aceitadas vías. Y estaba ya considerando cómo aprovechar esta leve disidencia para darme a la fuga, cuando el cabo se dirigió de nuevo a mí y me anunció:
—No hará falta que te diga que quedas detenido como que dos y dos son cuatro. De acuerdo con la legislación vigente, tengo que leerte no sé qué derechos, pero como me he dejado en casa el código y los apuntes, te tendrás que conformar con la buena intención y unas perlas del saber popular.
Y se puso a recitar que quien a buen árbol se arrima buena sombra le cobija y que a quien Dios se la diera san Pedro se la bendijese, hasta que fue interrumpido por el padre prior, a quien el ingeniero políglota había traducido al latín lo que el comandante foráneo le había dicho en inglés, para comunicarle que este último reivindicaba para sí la jurisdicción sobre mi persona.
—De eso ni hablar —replicó el cabo poniéndose en jarras—. Aquí el andoba es súbdito de la corona.
—Dice este señor que dice el mayor Webberius que la estación espacial no se asienta en territorio español.
—¡Lo que hay que oír! —le espetó el cabo encendiendo una tagarnina y echando una ojeada al monitor—. Y encima ya nos han metido uno.
Los extranjeros se pusieron a conferenciar entre sí y los nacionales a seguir las incidencias del juego, lo que le permitió a la Emilia acercarse a mí y susurrarme:
—Tengo la impresión de que nos hemos metido en un buen lío.
—En esto estamos completamente de acuerdo —dije yo—, pero con un poco de suerte, a ti no te harán nada. Si te preguntan, diles que has estado todo el tiempo con los monjes. No se lo van a creer, pero dudo de que les interese dar mucha publicidad a este vergonzoso asunto y no hay como una cara bonita y… otros atributos para que la prensa se lance como una jauría de sabuesos.
—¿Y tú?
—Ya ves: o la silla eléctrica o el garrote vil.
—Es posible que no volvamos a vernos.
—No sólo posible, sino harto probable. No me guardes rencor y hazme un último servicio.
Los ojos de la Emilia se habían empañado.
—Lo que tú digas.
—No le cuentes a nadie lo que me has oído decir cuando pensé que se acababa el mundo. No lo tenía preparado y ahora me siento un poco ridículo.
—Y no te falta razón —dijo ella pasando de la ternura al menosprecio.
Todavía pendía mi suerte del hilo del toma y daca internacional cuando se abrió una vez más la puerta e hizo su entrada en la sala ni más ni menos que el comisario Flores.
—¿Cómo vamos? —preguntó antes incluso de identificarse.
—Numancia, macho —dijo el cabo.
Pusieron de vuelta y media al seleccionador nacional e hicieron comentarios derrotistas sobre el futuro del fútbol español. Como sea que yo, sin poderme contener, interviniera en la conversación para expresar mi desacuerdo, repararon en mi existencia y el comisario Flores, tras presentar sus credenciales a los mandos competentes que allí se encontraban, les comunicó que había acudido al lugar de autos para hacerse cargo de mí y que si tal cosa no les parecía bien no tenían más que telefonear a sus respectivos superiores y recabar de ellos las instrucciones oportunas, lo cual fue hecho sin tardanza, quedando la cuestión al punto esclarecida.
—De buena gana —dijo el comisario Flores una vez despachadas las formalidades del caso— me quedaría a ver cómo termina esta masacre —se refería, claro está, al partido—, pero me malicio que hay prisa por resolver este asuntillo y no está el horno para bollos en las alturas, así que, con su permiso, me retiro y me llevo a esta joya. Ustedes sigan bien.
Me hizo un gesto y echó a andar hacia la salida. Para evitar despedidas, le seguí sin levantar los ojos del suelo. El cabo, muy gentil, se brindó a acompañarnos. Salimos los tres de la estación, que vista desde el exterior parecía un orinal boca abajo y anduvimos por un sendero que conducía a una explanada donde reposaba un helicóptero con las aspas mustias, al que me hizo subir a capirotazos el comisario, haciendo él lo propio en cuanto se hubo despedido del cabo con grandes muestras de camaradería. El piloto del helicóptero nos dio la bienvenida a bordo, nos indicó que nos abrocháramos los cinturones de seguridad y que extinguiésemos los cigarrillos o lo que estuviésemos fumando en aquel momento y, sin fijarse en si le habíamos hecho caso o no, puso en marcha el motor y encendió un potente reflector, cuya luz cegadora aprovechó el cabo para hincarse de rodillas y recoger unos cuantos
rovellons.
Giraron las aspas con velocidad creciente y el aparato empezó a despegarse del suelo con gran espanto por mi parte y, a juzgar por la cara que ponía, del comisario Flores también. Miré hacia abajo y vi al cabo convertido en un soldadito de plomo, salvo por el capote, que se arremolinaba movido por el vendaval que levantaba el helicóptero. Pronto la niebla que nos envolvía lo sepultó y ya no vimos nada hasta que nos hubimos alejado y pudimos contemplar un cielo límpido y estrellado.
Era aún noche cerrada cuando llegamos al despacho del comisario Flores, en la vía Layetana, tras haber aterrizado sin novedad en el aeropuerto y haber sido conducidos a jefatura en un coche patrulla que nos estaba esperando. En todo el trayecto el comisario no me había dirigido la palabra, siquiera para cubrirme de improperios, lo que me hacía suponer que estaba de veras enfadado conmigo. Una vez en su despacho, dio orden de que le subieran un carajillo de ron blanco, y al señalarle el policía de turno que los bares estaban cerrados, golpeó la mesa con el puño y dijo que de qué servía llegar a comisario o incluso a Sumo Pontífice si no podía tomarse uno un carajillo cuando le salía de los huevos, que ya iba siendo hora de que alguien con agallas pusiera fin a tanta anarquía y tanto desgobierno y que se meaba y se cagaba en todos los bares de Barcelona y muy particularmente en los que estaban cerrados a las cuatro menos cuarto de la madrugada. El policía de turno, que se había marchado al principio de esta jeremiada, volvió a entrar y anunció que un señor deseaba hablar urgentemente con el comisario. Quizá pensando que no le vendría mal tener a alguien sobre quien descargar sus iras, el comisario dijo que hicieran pasar al hijo de puta que se atrevía a importunarle y así fue como consiguió audiencia a tan intempestiva hora mi buen amigo don Plutarquete, el anciano historiador.
—Créame, señor comisario —empezó diciendo aquél apenas hubo entrado en el despacho—, que por nada del mundo habría osado yo hacerle perder su tiempo y, por lo que intuyo, su proverbial compostura, si no considerase que lo que me trae a esta augusta casa es un asunto de la máxima trascendencia. En cuanto tuve conocimiento de lo sucedido, vine a la carrera. Por fortuna, apenas me puse a hacer autostop en la carretera, me recogió un motorista que no sólo tuvo la delicadeza de traerme hasta la mismísima puerta, sino que me prestó su zamarra para que no pasara frío durante el viaje. Un mozalbete, en suma, de lo más gentil, que está siendo interrogado en este preciso instante en los sótanos por conducir sin carnet una moto robada en estado de intoxicación. Pero no es el relato de mi modesta odisea el que me trae aquí, sino la aclaración de algunos puntos de esta historia que temo hayan quedado algo confusos a sus ojos. Ante todo, y si mi palabra de algo vale, quisiera asegurarle a usted, estimado comisario, que aquí el amigo ha obrado en todo momento guiado por los más altruistas motivos, que no por la lógica más elemental. Romántico por naturaleza, proclive a la literatura e inculto por causas que no hacen al caso, creyó el pobre enfrentarse a una maquinación diabólica, a un apocalíptico complot. Nada más falso. Del estudio somero de los archivos de la orden religiosa he podido colegir que ésta es propietaria legítima de las tierras en que sus conventos se asientan a lo largo del Camino de Santiago. Si la orden se extinguiese, como parece que va a suceder, las propiedades citadas revertirían en el Estado español, conforme a la ley de desamortización de Mendizábal, o, en su defecto, en los Estados Pontificios: un delicado caso de derecho internacional sobre el que sería prematuro pronunciarse. Lo que cuenta es que la empresa aceitunera cuyo local social, por cierto, ha sido pasto de las llamas esta misma tarde, codiciaba los inmuebles, bien porque planease reconvertirlos en paradores turísticos que al amparo de la recidiva religiosa que padecemos rindiesen copiosos frutos, bien para especular con ellos de otro modo. Sabedora el
holding
de que la orden estaba a punto de entrar en la última etapa de su historia y antes de que desapareciese su último miembro y el aspecto patrimonial anduviera en lenguas, empezó a maniobrar para echar el guante a los fundos y oponer a los potenciales causa-habientes la eficaz figura jurídica de los hechos consumados. Ya ven ustedes qué cosa más simple. Posiblemente el dinero que en el famoso maletín tantas vueltas ha dado y tantas vidas inocentes ha costado iba destinado a sobornar a algún funcionario venal del catastro que se aviniese a falsificar los registros. No lo sé. El hecho es, dilecto comisario, querido amigo, que ni el satélite ni la estación espacial tenía nada que ver con el caso que nos ocupa. La fantasía del pueblo sano sostiene la teoría estéticamente válida, pero históricamente falaz, de que la magnitud de un crimen ha de guardar cierta proporción con la grandeza del resultado que se persigue o con el relumbre del botín. Está, sin embargo, demostrado que los que a tales trapacerías se entregan no suelen estar dotados ni de mucha inteligencia ni de una imaginación desbordante. Triste, pero cierto. Si en lugar de perder la serenidad y dejarse encandilar por novelerías, y escuchen esto bien, porque aquí viene la moraleja del cuento, este buen hombre hubiera seguido el paciente y aburrido método que en puridad se denomina algoritmo y que consiste en examinar fríamente todas las posibilidades antes de extraer una conclusión definitiva, no estaría ahora aquí, expuesto sabe Dios a qué rigores.
Acabado el sermón, el comisario Flores dio las más efusivas gracias al docto historiador, le preguntó si tenía el honor de hallarse en presencia del célebre profesor don Plutarquete Pajarell que durante veinte años había estado robando libros de la Biblioteca Central y, una vez verificado que, en efecto, así era, dio orden de que lo metieran en la cárcel.
Cuando se lo hubieron llevado sonó el teléfono. El comisario contestó, escuchó lo que al otro lado de la línea le decían, hizo varias reverencias y aseguró que cumpliría de inmediato lo encomendado, que perdieran cuidado y que no volvería a suceder. Colgó y me dijo:
—Andando.
—¿Adónde?
—Ya lo verás.
Supuse que me aguardaba impaciente el pelotón y me consideré autorizado a formular un ruego.
—Señor comisario —dije—, sáqueme de una duda que me corroe: ¿cómo supo usted que era yo el que estaba mangoneando en el satélite?
Me miró como si estuviera a punto de arrojar y dijo:
—¿Cómo no iba a saberlo, mentecato? ¡Y en pelota picada!
No dijo más y me quedé en ayunas. Emprendimos un largo deambular por los alegres corredores del augusto edificio y en uno de ellos, por una de esas casualidades que tiene la vida, nos cruzamos con una pareja de policías uniformados que llevaban esposada a mi hermana Cándida.
—¡Cándida! —exclamé deteniéndome y arrimándome contra la pared para quedar fuera del alcance de sus puntapiés—. ¿Qué te trae por aquí?
El comisario Flores y la pareja tuvieron la amabilidad de dejarnos dialogar brevemente, lo que dio a Cándida ocasión de referirme los hechos que habían llevado al encuentro familiar que narro.
—A poco de haberos ido —empezó diciendo—, esa novia que me dijiste que te habías echado y que, si quieres saber mi opinión, no parece trigo limpio, se despertó y empezó a proferir una retahíla de malas palabras que yo, francamente, no habría consentido en mi casa de no haberse tratado de mi futura cuñada. Cuando hubo agotado el repertorio, que a fe es nutrido, me preguntó que si tenía dinero a mano. Le di lo poco que tenía escondido en el colchón y volvió a preguntarme que si sabía yo dónde podía adquirir un pasaporte que diera el pego. Yo le pregunté a mi vez que si lo necesitaba para el viaje de bodas y como me contestara que sí le di la dirección de un perito buenísimo. ¡Con decirte que ya ha expuesto dos veces en la Vandrés! La chica me dijo que no tardaría y se fue con el dinero. Al cabo de tres horas llamaron a la puerta. Pensé que sería ella, pero eran estos dos pimpollos que ahora me acompañan —señaló a los dos policías, que debían de estarle dando su versión al comisario Flores—, los cuales, con muy buenos modos, me dijeron que dónde estaba la chica que se hospedaba en mi casa, si tal nombre, añadieron con sorna, podía darse a semejante pocilga. A lo que respondí que yo era pobre, pero que a limpia no me ganaba nadie; que no sabía de qué chica me estaban hablando, y que me negaba a seguir contestando preguntas si no comparecía al punto mi abogado.
—Tú has visto demasiada televisión, Cándida —intercalé—. ¿Qué respondieron ellos?
—Que lo que a mí me hacía falta no era un abogado, sino un veterinario. ¡Figúrate! Me puse hecha una fiera… y aquí estoy.
—¿No te dijeron por qué buscaban a María Pandora?
—Sí —dijo mi hermana—, parece ser que está implicada en el asesinato de un tal Toribio Pisuerga. ¿Qué sabes tú de eso?
—Nada. ¿Por qué no les dijiste la verdad?
—¡Hombre —dijo mi hermana—, no iba a delatar a tu novia!
Me quedé meditando unos instantes, al cabo de los cuales dije:
—Has hecho muy bien, Cándida. Y no te preocupes por nada, que yo lo arreglaré todo.
—Seguro —dijo ella.
Y con esto dio fin nuestro coloquio, porque los dos policías se la llevaron en una dirección y a mí me arrastró en la opuesta el comisario Flores, a quien, no bien hubimos dado unos pasos, dije que intercediera por mi pobre hermana, que no tenía culpa alguna, cosa que no pareció enternecerle demasiado. Seguimos andando y salimos a la calle por una puerta lateral. No me esperaba allí una ejecución sumaria, sino el mismo coche-patrulla que nos había recogido en el aeropuerto y en el que ahora iban dos jóvenes y gallardos policías. Subimos el comisario Flores y yo y arrancó el coche.