El laberinto de las aceitunas (20 page)

Capítulo 18:
Del poder

Tan súbito y completo fue el silencio que allí se hizo que quedé sobrecogido. Busqué con la mirada la procedencia del pito, que había dejado de sonar, sin dar con ella, hasta que advertí que todos los consejeros tenían vuelta la cabeza hacia un aparato que figuraba a la cabecera de la mesa, frente a una silla vacía, en todo parecido a una tostadora y en uno de cuyos vértices una lucecita verde titilaba. Antes de que pudiera dirigirme a nuestro guía para inquirir qué cosa estaba sucediendo, susurró éste a mi oído:

—El señor consejero delegado va a dirigirnos la palabra: pongamos mucha atención.

Los consejeros, en efecto, se aprestaban a tomar notas y a pulsar sus calculadoras de bolsillo, menos uno o dos que accionaban a la desesperada sendos magnetofones.

—El ahorro privado —empezó diciendo el interfono en un tono tan profundo y tenue que se confundía con los borbotones provenientes del surtidor— es como la simiente que, fecundada por el labrador, se convierte en… —nos quedamos sin saber en qué se convertía, porque se produjo una interferencia con una emisora de radio local y oímos el anuncio de una faja térmica de aplicaciones higiénicas, dietéticas y sustentantes, después de lo cual siguió diciendo la voz—: y los jodidos cambalaches de los árabes.

Todos los presentes prorrumpieron en murmullos de aprobación y un pelota batió palmas. Habló nuevamente la voz de la tostadora:

—Habiendo concluido así la agenda del día de hoy y no habiendo más asuntos que tratar, voy a levantar la sesión. A los que deseen quedarse se les servirán pastas secas y tisana.

Nadie hizo ademán de levantarse y algunos dieron olés y pronunciaron frases de gratitud, aunque casi todos arrugaban la nariz, fruncían los labios y sacaban un palmo de lengua en clara demostración de repugnancia. Indiferente a lo cual, agregó la voz:

—Pebrotines, ¿está usted ahí?

Nuestro acompañante hizo la zalema y dijo dirigiéndose a la tostadora:

—Siempre a sus órdenes.

Y volviéndose a nosotros, en un cuchicheo:

—El señor consejero delegado me distingue con su confianza.

—Pebrotines, Pebrotines —volvió a decir la voz—: haga pasar a mi despacho a los dos señores que han tenido la amabilidad de visitarnos.

Esto iba por nosotros. El viejo historiador y yo intercambiamos miradas en las que se leía, supongo, la vacilación. Pero el melifluo Pebrotines, sin darnos tiempo a que aquélla influyera en nuestros actos, nos dio unos discretos codazos y dijo:

—Deprisa, deprisa; no hagamos esperar al señor consejero delegado.

Siguiendo su ejemplo, trotamos en derredor de la mesa de juntas, procurando eludir los zarpazos que la soliviantada caterva de consejeros lanzaba al maletín, acompañándolos de propuestas de inversión, ofertas de valores y ruegos desgarradores, y salvamos el trecho que nos separaba del confín opuesto a aquél por donde habíamos entrado en la sala. Llegados al cual sacó Pebrotines una tarjeta perforada del bolsillo interior de la americana, la metió en una ranura y se corrió un paño de pared dejando franco el paso a un corredor en tinieblas por el que nos adentramos hasta desembocar en un recinto o celda de paredes acolchadas e iluminado por potentes focos.

—Aquí nos detendremos unos instantes —dijo Pebrotines— a recobrar el aliento, a poner en orden nuestras ideas y a cachearles a ustedes para ver si llevan armas. Entiendan, por favor, que se trata de un engorroso formalismo que la mala voluntad de la gente en estos tiempos ha hecho imprescindible. Sírvase desabrocharse la gabardina.

Hice lo que el secretario me decía y éste, viendo que debajo de la prenda no llevaba nada, comentó:

—No hace falta que me dé ninguna explicación. Yo también, a veces…

Una vez cacheados, arrimó Pebrotines la cara al muro y declaró:

—Todo en orden, señor consejero delegado.

Sin que mediara respuesta verbal, se abrió una compuerta o espesa plancha de acero y vimos un gabinete decorado, por contraste con la disposición alegre y una miaja chillona de la sala de juntas que acabábamos de abandonar, con una sencillez que invitaba al recogimiento: un escritorio de caoba con incrustaciones de nácar en forma de balandros, una silla giratoria y dos butacones de piel. En un nicho tableteaba un télex y sobre una ménsula media docena de teléfonos lanzaban destellos intermitentes: era su callada forma de indicar que alguien llamaba en balde. La luz era indirecta y tamizada y a través de un altavoz invisible la Escolanía de Montserrat entonaba villancicos.

—Tengan —murmuró Pebrotines— la bondad de pasar.

Arrullados por la sedante atmósfera que el dinero y el buen gusto en estrecha connivencia habían creado, entramos en el gabinete sin sospechar que nos estábamos metiendo en una trampa, ya que, apenas lo hubimos hecho, la compuerta se cerró con pasmosa celeridad a nuestras espaldas, quedando dentro don Plutarquete y yo y afuera el avieso secretario, cuya risita sardónica alcanzamos a oír hasta que la plancha de acero nos dejó incomunicados y a merced de lo que con nosotros hacer quisieran, como comprendimos de inmediato, por más que instintivamente nos pusiéramos a golpear suelo y paredes y a proferir gritos, reniegos y amenazas, a las que sólo respondía una ominosa quietud.

—Hemos caído en una encerrona —exclamé por fin desplomándome en uno de los sillones— de la forma más idiota. Me parece que mi plan no era tan bueno como yo pensaba.

—No se culpe siempre de todo lo malo, amigo mío —dijo el viejo historiador dejándose caer en el otro sillón—. Se ha hecho lo que se ha podido. Resignación.

Como si para impedir que estas reconfortantes palabras sirvieran de bálsamo a mi conturbado espíritu, la voz que poco antes nos había hablado por mediación de la tostadora, volvió a resonar, ahora en el gabinete.

—Sean mis primeras palabras —dijo— para darles la bienvenida a esta su casa. Como a estas alturas ya habrán ustedes inferido, toda escapatoria es imposible y toda resistencia, inútil. Y, por favor, no fumen.

—¿Quién es usted —dije dirigiéndome al vacío— y qué quiere de nosotros?

—Lo que quiero —respondió la voz— lo tiene usted entre las piernas. Podría haber dicho simplemente «el maletín», pero he usado con toda deliberación esta frase de doble sentido para darle una nota desenfadada a la entrevista. En cuanto a mi identidad, a la naturaleza de mis actividades y a cuanto sirva para esclarecer este embrollado caso, voy a darle, por mor de la cortesía, las explicaciones que han estado esperando ustedes desde el principio de la novela. Tengan la amabilidad de mirar hacia allá. No, hacia el otro lado. Así.

Zumbó un motorcillo y del techo empezó a descender una pantalla plateada. Al mismo tiempo se abrió un ventanuco en la pared opuesta y un haz de luz traspasó la pieza hasta proyectar en la pantalla una figura difusa.

—En cuanto Pebrotines, que es de lo más patoso, consiga enfocar este cacharro —dijo la voz— les haré la glosa. Ah, ya está. Esto que ven y que sin duda habrán reconocido, es la fachada exterior del edificio en que nos encontramos. Fue diseñado por un equipo de arquitectos siguiendo mis instrucciones. ¿Paso?

Dijimos que sí.

—Esto es un organigrama de la empresa, que hizo un delincuente, hoy en día jefe de personal de una de nuestras filiales. Advertirán que las aceitunas rellenas son una de nuestras múltiples actividades. Ni la única, ni la principal. Hemos mantenido, sin embargo, la firma y el nombre a la cabeza del complejo, porque nos permite seguir obteniendo créditos a la exportación, y también por razones sentimentales en las que no voy a entrar. Como pueden ver, tenemos tres financieras, un
holding,
seis constructoras, una compañía de
leasing,
una de marketing y estudios de rentabilidad, una consultoría, un centro geriátrico, dos plantas embotelladoras, un ingenio azucarero en el Caribe que encubre una casa de préstamos, un estudio de grabación de discos, una productora cinematográfica a capital mixto, una oficina de librecambio en Andorra la Vella, un coto de caza, un taller de transformación de cosas. Y miscelánea.

»Esto que ven ahora es el balance consolidado al treinta y uno de diciembre próximo pasado. Lo quito porque no lo van a entender y porque las cifras están pasteleadas de cara al fisco. Esto es una gráfica de nuestros beneficios brutos a partir del cincuenta y seis. Vean cómo entramos en el picado, cómo nos remontamos, cómo nos mantenemos en precario equilibrio y qué desbarajuste se produce en los últimos años. Esto es un fotograma de
Charlot deshollinador,
que incluyo en todos los pases para imprimir cierta ligereza a las sesiones. Ríanse todo lo que gusten.

Sólo las carcajadas de Pebrotines rompieron el hosco silencio.

—Éste que está de espaldas —continuó describiendo la voz— soy yo, hace un montón de años, estrechando la mano de un ministro tras haber concertado un importante acuerdo sumamente beneficioso para el país. Observen cómo el ministro se cubre la cara con el pañuelo.

—Está usted igual —apostilló Pebrotines.

—Debo advertirles —dijo la voz— que en todas las diapositivas en las que salgo yo mi rostro aparece tapado por uno de esos rectángulos negros de que se valen ciertos cines para sustraer de sus anuncios senos, vulvas, prepucios, ojetes y, en resumidas cuentas, cuanto pudiera ofender a la moral. Aquí, por ejemplo, salgo yo otra vez llegando al aeropuerto de Riad, en Arabia Saudita. Un viaje de negocios. Me enteré cuando ya era tarde de que lo de los masajes es en Bangkok. Lo de Arabia Saudita, en cambio, es cosa seria. ¡Hay que ver lo que está haciendo esa gente! No hay duda de que el futuro está en sus manos, digan lo que digan. Miren, una fábrica en mitad del desierto. Las materias primas llegan diariamente en helicóptero y se pudren allí mismo. Yo no sé cómo los americanos no se dan cuenta.

—Si le hicieran caso a usted —dijo Pebrotines—, otro gallo nos cantara.

—Ahora viene una serie de fotos de familia —dijo la voz— que no hacen al caso, pero que pensé que les harían gracia. Huy, ésta es la casa donde yo nací. La segunda ventana empezando por la izquierda, la que tiene las persianas echadas, ¿la ven? Hace unos años gestioné para que declararan la casa monumento nacional, pero a medio tramitar el expediente se nos murió su excelencia y se quedó el proyecto empantanado.

»En el parvulario. En esa época todos los niños eran iguales. Nunca he sabido quién era yo. Pasemos.

»La familia en el bautizo de mi hermano el pequeño. Mamá no sale porque estaba todavía en cama con hemorragias. El padrino es el tío Basilio, al que mataron en el Jarama.

»En los baños San Sebastián con una vecinita. La María Asunción. La primera chica a la que metí mano, en una matinal en el cine del barrio. La volví a encontrar en el sesenta y pico, hecha un tonel. Estaba casada y tenía cuatro hijos. Le pregunté si se acordaba de cuando le metí mano. Se puso colorada y me confesó que sí y que hasta se acordaba de qué película echaban. Me dio su dirección y su teléfono. Le hice llegar un talón de cinco mil pelas y no la he vuelto a ver.

»El yayo.

»Servidor en la mili. Un período de mi vida que habría sido intrascendente de no ser porque una noche, durante una imaginaria, se me apareció la virgen santísima.

»Con mi novia, ahora mi señora, el día que nos entregaron el seiscientos. Uno de los pocos documentos gráficos de mi paso fugaz por la clase media.

»El día de la boda. Mamá ya se había muerto y a papá lo habíamos metido en un asilo. El que está a mi izquierda es mi primo Enrique, el hijo del tío Basilio. Luego fue a dar a la cárcel y luego fue subsecretario de comercio. Ahora vive en Puerto Rico.

»Mi mujer en la playa de Salou sin la pieza de arriba. Pebrotines, no mire. Ustedes no me importa, porque no saldrán vivos de aquí.

—Es usted de lo que no hay —se cachondeó Pebrotines.

La cosa, no hace falta que lo diga, estaba tomando mal cariz.

—Soy —prosiguió imperturbable la voz diciendo— estricto, pero no cruel. Y en prueba de ello, me saltaré las de la puesta de largo de la nena en el Liceo, las del viaje a Venecia y las de la corrida goyesca que tuve el honor de presidir. No querría, en cambio, que se perdieran ésta, que tiene para mí un inconmensurable valor sentimental. Está tomada en una audiencia que concedió su por entonces excelencia el jefe del Estado en el Palacio del Pardo a dieciséis hombres de negocios, lo más granado del país, hacia fines del setenta y dos. Yo soy el que está justo a la derecha de su excelencia. Difícil de reconocer, cierto es, porque para esas fechas la estrella de nuestro invicto Caudillo había comenzado a declinar por razones de salud y los dieciséis, de común acuerdo, decidimos colocarnos otras tantas caretas de Mickey Mouse. El Caudillo, como es lógico, se sorprendió un poco al vernos entrar así en el salón del trono. Le contamos que habíamos querido gastarle una broma inocente, sabedores de su legendario sentido del humor, darle un tonillo festivo a la audiencia, aligerar con la chanza el peso que se abatía sobre sus augustos hombros. Con la manita blanda de que aún se servía hizo un gesto como diciendo que bueno, que le parecía muy bien. Pero todos supimos que había entendido. Ni un músculo se alteró en su noble rostro impávido; sólo sus ojos se entristecieron; aquellos ojos que habían sabido recorrer las rutas de la historia buscando el porqué y el con qué del destino de la patria, aunque ahora los revisionistas insinúen que no fue él, que se lo insinuó Onésimo Redondo; aquellos ojos predestinados, digo, que habían sabido penetrar en la confusión, en la incertidumbre, en el desgobierno, el camino de España, se anegaron en lágrimas. Yo estaba a su lado, véase la foto, y me di cuenta. Sentí clavárseme un carámbano en el corazón, atorárseme una bola de plomo en la garganta. Le toqué con la mano el antebrazo, otrora férreo, ya piel y hueso, y quise decirle: «no llore usted, mi general, que no es traición; siempre estuvimos a su lado y lo seguiremos estando mientras el mundo ruede; pero los tiempos cambian, mi general, y hay cosas que no se pueden pedir; nuestra adhesión sigue incólume, pero hay cosas que ni siquiera usted puede controlar; grandes mudanzas se avecinan; para conservar las esencias, a veces, hay que alterar las formas; pero no dude de nosotros, mi general; pídanos cualquier sacrificio y nos encontrará alerta, alegres y dispuestos; pídanos la vida, mi general, con gusto se la ofrendamos; pídanos el honor, pídanos que renunciemos a nuestros títulos de grandeza, a nuestras medallas, a la familia, al hogar, que empuñemos las armas, que acudamos, con nuestros años a cuestas, a las trincheras, a las barricadas, al monte agreste, a la mar bravía, que padezcamos hambre, sed, frío, penurias, enfermedades y peligros, que nos apliquemos corrientes eléctricas en el escroto, que nos comamos nuestras heces fecales; pero no nos pida que cedamos el poder; eso no, mi general, usted nos lo enseñó, usted nos dio su ejemplo inmarcesible, no nos haga claudicar ahora; no es miedo, no es codicia; es el orden de las cosas lo que está en juego; pase la antorcha, mi general, no se lleve a la tumba la autoridad». Y él entendió. Él, siempre sabio, recio, gallardo, soldado siempre, entendió; sus labios se distendieron en una vaga sonrisa, llena de coraje y de melancolía. Sus ojos se secaron y nos miraron con la mirada tierna del padre que ve partir a su hijo hacia el frente, hacia la gloria o la muerte. Y sin que nadie nos lo dijera, como impulsados por un mismo resorte misterioso, nos pusimos a cantar
Yo tenía un camarada.
El Caudillo irguió su espalda de coloso y unió su voz a nuestro coro, Pebrotines, coño, ¿no ve que estoy llorando? ¡Suéneme, que me cuelga la mosca!, unió, digo, su voz a las nuestras, débil ya, cansada de mandar, y una sacudida nos recorrió el espinazo; y repetimos la tonada dos, tres y cuatro veces, porque el Caudillo se iba quedando rezagado y aún estaba en la primera estrofa cuando los demás andábamos ya por la tercera y en vez de decir «camarada» decía «mamarada» o algo por el estilo, pero eso no restó un ápice de emoción al momento, Pebrotines, marrano, no se guarde el kleenex sucio en el bolsillo, una emoción, digo, que frisaba en la pasión, en el erotismo…

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