El laberinto de las aceitunas (18 page)

—Mi primer amor —acerté a decir tras un largo silencio— tuvo lugar hace tantos años que a veces dudo de si en efecto sucedió tal y como lo recuerdo, o si la memoria lo ha inventado para dar alma a un pasado que de otro modo parecería un tratado de sociología.

Deposité el cigarrillo en el cenicero, porque el reguero de baba que seguía fluyendo de mis labios había empapado y amenazaba con diluir el papel que le daba forma, utilidad y esencia, cerré los ojos y continué o creí continuar diciendo:

—Se llamaba Pustulina Mierdalojo y era hija de un primo de mi madre que vino del pueblo sin previo aviso a hospedarse en nuestra casa, no sé si atraído por los oropeles de la gran ciudad o si confiando en burlar a la justicia, que lo buscaba por algo que habría hecho, al socaire del hacinamiento propio de la barriada en que mis padres, provisionalmente primero y definitivamente luego, habían echado raíces y procreado a mi hermana y a mí. Era el primo de mi madre un hombrón fornido, con aspecto de leñador, de pelo rojizo, al igual que las cejas, siempre fruncidas, y una barba espesa y tan larga que se le enredaba con la hebilla del cinturón, quizá por ser oriundo del norte, hosco de trato, remiso en el hablar y tan bizarro a la hora de repartir castañas que aun en aquel vecindario de hombres fajados y pendencieros se hizo pronto acreedor a un respeto casi reverencial y se ganó el sobrenombre, por lo demás incomprensible, de don Froilán de los Mocos, aunque se apellidaba como ya he dicho y su nombre de pila era Tancredo, si la memoria me es fiel. No más de siete u ocho años debía de contar yo cuando hizo su aparición en nuestras vidas este formidable personaje, acompañado de su hija, heroína de este relato intercalado, y de una cerda voluminosa y ya no joven por la que profesaba él tal afecto que no había tenido valor para dejarla en el pueblo, a merced del matarife, y por la que, pese a su precaria situación económica, había pagado un billete de tercera, para que no tuviera que viajar en el furgón de cola, con los otros animales. Él mismo, con todo y ser tan parco en palabras y quizá movido por la indignación, nos refirió las peripecias del viaje, en el curso del cual había roto la mandíbula de un revisor poco condescendiente y había arrojado a la vía a varios pasajeros que se negaban a compartir el asiento con la cerda.

»Ya he dicho que vivíamos entonces en una barriada que no podía calificarse de postinera. Añadiré que nuestro hogar era una barraca de uralita y cartón que constaba de una sola pieza de dos por dos, por lo que el advenimiento inesperado de aquellos tres seres nos causó más incomodo que alegría. Pero no estaban los tiempos para remilgos y no dijimos nada. Poco a poco, sin embargo, su presencia dejó de ser novedad. Mi padre no estaba nunca en casa, así que no tenía motivos de queja. A mi madre la oíamos gritar y gemir varias veces al día, lo que nos entristeció al principio, hasta que descubrimos que el jaleo que armaba no lo provocaba la contrariedad, sino los revolcones que se daba con su primo. En cuanto a mi hermana Cándida, que siempre ha sido de muy generosa disposición, no bien hubo superado la timidez inicial, entabló gran amistad con la cerda, a la que hacía depositaría de todas sus confidencias, a la que se le ocurrió llevar a la parroquia para que la prepararan para la primera comunión, con la consiguiente indignación del cura, y para quien empezó a tejer unos peúcos que no llegó a terminar por causas que en su momento referiré. No postergaré, en cambio, la descripción de mis tiernos sentimientos.

»No diré que recuerdo, sino revivo como si aún estuviera inmerso en ellas, las noches frías de invierno, tibias de primavera, en que toda la familia se recogía bajo la luz cobriza de un candil en espera de que el canto del gallo nos trajera un nuevo día y mejor fortuna. Mi padre liaba cabizbajo sus pitillos de estiércol seco, incapaz de hablar después de haber pasado ocho horas cantando el
Cara al sol
a la puerta de la Delegación de Obras Públicas en un vano intento de conseguir empleo. Mamá, agotada por los interminables quehaceres del hogar y, sobre todo, por las asiduas y fogosas atenciones de que su primo le hacía objeto, pero siempre laboriosa, remendaba y limpiaba, para revenderlos luego, los condones usados que mi primita y yo habíamos repescado con un cazamariposas en el punto en que desembocan las cloacas en el Llobregat, cerca de casa. Cándida tejía; rezongaba la cerda empachada de basura y a través de las paredes se filtraban, cadenciosos, los eructos del vecino. Yo, libre al fin de obligaciones y poco aficionado a la lectura y a otras quietas formas de rellenar los ocios, me entretenía mirando a mi prima.

»Pus, como todos habíamos dado en llamarla cariñosamente, tenía, y ha de seguir teniendo, si todavía vive, dos años menos que yo. Era no tanto espigada cuanto raquítica, con un cuerpo de raspa rematado por una cabecita trasquilada por mor del tifus que parecía una pelota. No era limpia. Como nunca tuvo madre, habiendo nacido en muy extrañas circunstancias, se había identificado en el período formativo con la cerda, de la que modelaba expresiones, actitudes y sonidos. Despedía un olor peculiar que me embriagaba y que durante mucho tiempo llamé perfume, hasta que me di cuenta de que no lo era. ¿La quise?, ¿me quiso?, ¿fue lo nuestro amor genuino o sólo una miniatura, la sombra pasajera del ave que sobrevuela los trigales? Nunca lo sabré ni creo que ella, dondequiera que esté, lo sepa, si se acuerda. Sólo sé que un día, después de meses de juegos infantiles, nos dio el anochecer en un pinar al que acudían casi a diario los vecinos más pulcros de la barriada a hacer allí lo que en sus casas, carentes de todo dispositivo sanitario, habría resultado enfadoso. Cansados de corretear y de zurrarnos nos acostamos en la tierra, que estaba blanda, como es lógico. Sin saber por qué nos cogimos de la mano. El viento arremolinó las faldas de mi prima. Por un instante dudé entre chafarle la nariz con un pedrusco, que era la forma en que en aquella época los niños tratábamos a las niñas que nos gustaban, o dejarme arrastrar por otros impulsos, oscuros en su origen, aunque inequívocos en su manifestación. Creo que, de haber podido expresar sus preferencias, mi prima se habría inclinado por la primera alternativa. Pero, a diferencia de los tiempos que corren, a las chicas de entonces no les cabía sino acceder o defenderse. Mi prima hizo lo que pudo por defenderse…

Abrí los ojos y me encontré solo en la cama. Antes de que pudiera reaccionar y alarmarme, entró en el cuarto la Emilia envuelta en una toalla. Me sonrió y dijo:

—No sigas tratando de exculparte: lo he hecho porque me gustan tus pantorrillas.

—¿De dónde vienes?

—A medio decir incoherencias te has quedado frito, así que me he ido a duchar.

Miré asustado el reloj del camarero manco que aún llevaba puesto: eran las diez pasadas.

—Estamos cometiendo una temeridad —dije.

—Pierde cuidado —dijo la Emilia dejando caer la toalla al suelo y abriendo un armario en el que había ropa colgada—, que si con los rebuznos que dabas no has atraído a un batallón de enemigos, no creo que venga ya nadie por nosotros. De todos modos —añadió poniéndose unas bragas filiformes, transparentes y, a todos los efectos, imprácticas—, será mejor que volvamos porque don Plutarquete debe de estar angustiado por el retraso. Te sugiero, pues, que no te animes, como veo que estás haciendo, que te des una ducha rápida, si quieres, y que dejes para otra ocasión la hermosísima historia que me estabas endilgando.

Cuando salí de la ducha las rodillas no me sostenían, pero me sentía un hombre nuevo. La Emilia había terminado de vestirse y yo, ante la imposibilidad de hacer otro tanto y como fuera que la calle a esa hora ya estaba bastante concurrida, hube de envolverme en una sábana y anudarme una toalla a la cabeza, contando con pasar por un petimetre mogrebí. Recogimos de salida el maletín y, ya en la puerta, echó una última ojeada al piso entre cuyos tabiques tanta dicha me había sido dada, porque, aunque estaba convencido de que en el futuro, cuando las cosas se hubieran arreglado, iba yo a visitarlo con frecuencia, no podía desechar del todo la premonición, hija de mi vida y otras tristezas, de que quizá lo estaba viendo por última vez.

Capítulo 16:
De la violencia

Al pisar la acera experimenté en todo el cuerpo la caricia de un sol primaveral que parecía estrenar rayos amén de un hambre que no se podía aguantar.

—¿Qué te parece —dijo la Emilia con esa coincidencia de pensamiento que suele producirse entre dos personas que acaban de fundir sus corazones en amoroso vínculo o incluso entre las que acaban de echar un palo memorable— si me llego al colmado y compro algo para desayunar?

Le dije que me parecía una idea excelente y nos separamos. Subí saltando de uno en uno, que no me daban las fuerzas para más, los escalones que llevaban al piso de don Plutarquete. Llamé a la puerta y no contestó nadie. Insistí en balde. Presa de inquietud, arranqué uno de los apliques que iluminaban y embellecían el rellano y usando a modo de ganzúa los alambres que detrás del elegante artefacto asomaron, abrí.

La sala era un campo de Agramante. Del escritorio donde el pobre anciano trabajaba en sus cosas con tanto contentamiento no quedaban sino astillas, hilachas de las cortinas, añicos de las lámparas y pavesas de los libros, que los malvados que semejantes fechorías acababan de perpetrar se habían entretenido gratinando en el horno. De todo lo que unas horas antes había hecho si no confortables al menos llevaderos los pocos años de vida que al viejo historiador restaban, no quedaba absolutamente nada. Desde que tengo memoria he sabido de violencia. Diré incluso que era mi hogar, en este sentido, competente escuela. Mis primeros juguetes fueron manoplas y cachiporras, pedruscos y navajas. No recuerdo haber pasado mes sin repartir tortazos ni día sin recibirlos. Ni soy remiso ni me hago cruces: así es la vida. Pero confieso que en esta ocasión se me vinieron las lágrimas a los ojos. Don Plutarquete era un coñazo, pero no había hecho nada para merecer semejante suerte. Yo, por el contrario, le había metido en el fregado y a la hora de la verdad lo había dejado solo. Me senté en el suelo y me dejé llevar por la aflicción y los remordimientos. No sé cuánto rato habría dedicado a esta estéril expiación si unos quejidos provenientes del dormitorio no me hubieran sacado de mi sombrío ensimismamiento. Tropezando con la sábana en que aún iba envuelto corrí hacia esa pieza y encontré a don Plutarquete tendido en el suelo.

Estaba el pobre anciano más muerto que vivo, con el pijama descosido por varias junturas, un ojo amoratado, el labio inferior sanguinolento y el rostro cubierto de magulladuras. Y, para colmo de males, se me echó a llorar como una Magdalena en cuanto me vio.

—¡Ay, amigo mío —decía entre hipos y convulsiones—, qué calamidad inconmensurable, qué sino atroz!

Con la toalla que llevaba por turbante le restañé la sangre del labio y con jirones de la sábana hice vendas y cabestrillos convirtiendo al profesor en un primoroso paquetito y volviendo yo a mi prístina desnudez.

—Cuénteme usted —dije acto seguido— lo que ha pasado.

—En cuanto ustedes se hubieron ido —relató el viejo historiador con vez trémula—, me metí en el dormitorio para velar el sueño de mi querida hija, si así se me permite denominarla, y tal serenidad su rostro de querubín me infundía que no tardé en quedarme yo mismo como un leño. Al cabo de un rato me despertó un ruido procedente de la sala, al que no presté mayor atención por pensar que eran ustedes, que ya estaban de vuelta. Les llamé, pero no recibí respuesta. El ruido, en cambio, iba en aumento. Con la mosca detrás de la oreja me levanté y me asomé, a ver qué pasaba. No bien lo hube hecho unas manos hercúleas me agarraron y me tiraron al suelo. Me vi rodeado por tres hombres cuyos rostros no pude reconocer, porque llevaban calado el sombrero hasta las cejas, subidas las solapas hasta la nariz y cubiertos los ojos por gafas de sol. Sí recuerdo, por el contrario, que eran altos y fornidos. No lo digo para excusar mi ineficacia: soy viejo y canijo y mi salud es precaria: un enano podría avasallarme. En fin, vuelvo a los hechos: los muy malvados se pusieron en cuclillas para demostrarme lo insignificante que me consideraban y me preguntaron que dónde estaban ustedes. Les dije que se habían ido, que no me habían dicho a dónde y que no tenía idea de cuándo pensaban volver, pero que más bien creía que no regresarían hasta la noche. Añadí, para dar verosimilitud a mis aseveraciones, que les había oído decir que se iban al cine. Luego quisieron saber dónde estaba escondido el maletín. Fingí nuevamente ignorancia y eso les hizo montar en cólera. Me dieron de puñetazos y puntapiés y me llamaron colilla, paria, buñuelo, zarramplín, basura, ñiquiñaque y otros epítetos que he olvidado. Y mientras los proferían y los subrayaban con sardónicas carcajadas, iban sacando a manotazos los libros de las estanterías con la vil intención de desencuadernarlos. Los pobres libros…

Los sollozos interrumpieron su patético relato.

—Don Plutarquete —le dije—, no hace falta que me cuente más. Yo mismo me he visto alguna que otra vez en trances parecidos y sé de qué va la cosa. La diferencia estriba en que yo me ponía a cantar como un jilguero al primer sopapo y usted se ha portado como un héroe.

—Le agradezco el encomio —dijo el profesor—, pero ¿de qué me sirve sacar buenas notas si hemos perdido a María Pandora?

Sólo entonces caí en la cuenta de que se habían llevado no sólo a la periodista, sino el edredón de la Emilia de propina.

—No se aflija —le dije—. La encontraremos cueste lo que cueste. Y que me parta un rayo aquí mismo si no nos vengamos como es debido de todo lo que les han hecho a usted y a la chica.

Mientras esto decía iba inspeccionando el dormitorio en busca de alguna pista que, pasada por el cedazo implacable de mi lógica deductiva, pudiera ponernos sobre el rastro de nuestros contrincantes. Huelga decir que no encontré ninguna y sí el inmundo sedimento que la escasa pulcritud del profesor había acumulado debajo de la cama con el transcurso de los años. Esto haciendo nos encontró la Emilia que llegaba del colmado cargada de paquetes y tan excitada que no se extrañó de hallar abierta la puerta, como yo en mi turbación la había dejado, ni reparó en los estropicios.

—¿A que no sabéis —preguntó sin saludar ni nada— a quién acabo de ver?

Mi silencio, el semblante recriminatorio que lo enmarcaba y el aspecto de don Plutarquete le hicieron reaccionar. Le dimos sucinta cuenta de lo que había ocurrido y, al acabar la narración, unió sus ayes a los nuestros, renovados. Para evitar que el desconsuelo general nos hundiera en el marasmo de la inacción, le pregunté a la Emilia que a quién había visto, pensando que nos diría que a un agraciado locutor de televisión, a un político local de magnética personalidad o a cualquier otro personaje célebre que con paso indiferente y mirada absorta se hubiera cruzado en su camino, mas he aquí lo que nos vino a decir:

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