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Authors: Gemma Solsona y Tebu Guerra

Tags: #Relatos fantásticos

Valguamar, Cuentos de lugares, amores y difuntos

 

Valparnaso, Guacamalindo, Maronía. Tres lugares que alguien olvidó trazar en los mapas. Con una sugerente imaginación, Gemma Solsona y Tebu Guerra nos invitan a entrar en mundos formados por historias que se entretejen, representados a través de las evocadoras ilustraciones de Iratxe Fernández, Judit García y Xavier Casals. Historias donde lo inesperado cobra vida y cualquier cosa puede ocurrir. Cajas que encierran el crimen en su interior. Bosques en los que vale más no entrar. Apuestas que duran más de cien años o brujas de las que la muerte parece haberse olvidado. Los doce cuentos de este libro están poblados por una original galería de personajes que se mueven en atmósferas oscuras, mágicas o delicadas, en las que los verdaderos protagonistas son los propios lugares. Un triángulo de paisajes, amores y difuntos donde descubrir el drama y la sombra de Valparnaso, el insólito Guacamalindo o el misterio de una melancólica isla, Maronía.

Gemma Solsona y Tebu Guerra

Valguamar

Cuentos de lugares, amores y difuntos

ePUB v1.1

CogFeli / Jugaor
17.12.11

Índice de cuentos

Cuentos de Valparnaso

• La otra muerte de Matías Pinto,
Gemma Solsona

• En el fondo del río,
Gemma Solsona

• Al bosque nunca más,
Tebu Guerra

• Miranda y la caja mágica,
Gemma Solsona

Cuentos de Guacamalindo

• La gran apuesta de don Zacarías,
Gemma Solsona

• Hay cosas que vale más no saber,
Gemma Solsona

• Un milagro para un santo,
Gemma Solsona

• Por las barbas de Gerardo Dijoux,
Gemma Solsona y Tebu Guerra

Cuentos de Maronía

• La maldición de las mujeres sirena,
Gemma Solsona

• La bruja del acantilado,
Gemma Solsona

• Islabel,
Tebu Guerra

• La playa más bella del mundo,
Gemma Solsona

Prólogo

Alerta. Este libro parece cosa de brujas.

Siempre me dijeron que no me acercara a ellas, pero también siempre me extrañó el característico perfil ganchudo de mi nariz cuando consigo mirarme de canto en un espejo. Y ahora olfateo que brujas y hechizos no rondan lejos de estas páginas de las que ignoro por qué razón llegaron a mis manos.

Las leí. Leer también tiene algo de misterio. ¿Por qué unas manchitas negras, no más grandes que hormigas, nos meten de lleno en escenarios que nunca pisamos ni pisaremos? ¿En embrollos que no son de nuestra incumbencia? ¿O acaso sí? No es de extrañar que hasta hace bien pocas centurias a las mujeres lectoras les colgaran el mote de brujas. A veces, las quemaban. Si van a hacerlo conmigo, prefiero que lo hagan a las finas hierbas…

La receta de este volumen no la guisé yo. Me temo que otros desconocidos hechiceros, Tebu y Gemma, cocieron este perfumado amasijo de paisajes, amores y difuntos. Burla, burlando los bautizaron como cuentos. No hay palabra más inofensiva y entrañable. Yo lo sé bien. Pero, cuidado, a veces, un cuento golpea como un puño. Te sacude dónde no quisieras. Y te arrastra hacia pozos salados como lágrimas. Cuando eres chiquilla, te acunan con ellos. Cuando eres mayor, te envenenan la memoria. Aunque te los envuelvan con ilustraciones como las de Iratxe, Judit o Xavier. Fondo blanco, tinta negra. El blanco y el negro les sientan bien a estos cuentos.

Blanco, negro. Vida, muerte. Bien, mal. Hombre, mujer. Niñez, vejez… Como en el juego de las parejas.

Hagan juego, señores y señoras. Entren en el baile. Déjense mecer. Olerán tierras antiguas —Guacamalindo, Valparnaso, Maronía— acabadas de alumbrar. Si se adentran en sus parajes presenciarán tiernos inicios, finales feroces. Escucharán nombres nuevos en romances viejos. Les saciarán adjetivos viejos en odres nuevos, hilvanados con el eco de la espuma del misterio. Porque todo es nuevo —o novel— aquí: libro y autores, parajes y personajes, esperando a aquel lector o lectora que posibilite formar este tan anhelado “ménage à trois” que es el “triángulo de las lecturas” en el que tanto me complace, de vez en cuando, dejarme abducir.

Lo hice a gusto. Podría presumir de ser, casi, la primera lectora de estos doce relatos blanquinegros. Únanse a mí. Pero ándense con tiento. Estén alerta. Este libro parece cosa de brujas…

Teresa Duran

Escritora e ilustradora

Creu de Sant Jordi 2007

Cuentos de Valparnaso

Ilustrados por Iratxe Fernández

La otra muerte de Matías Pinto

Sentía el sabor de la tierra en los labios. En la oscuridad que lo devoraba, el tiempo le parecía infinito y ya no era capaz de calcular cuántas horas llevaba encerrado. Poco a poco, la sospecha de no escapar jamás, de morir de la manera más cruel que la mente humana puede imaginar, ensombrecía la confianza que había depositado en Alonso. Las lágrimas luchaban por salir, aunque un último destello de esperanza y el orgullo que siempre había caracterizado a los Pinto, le impedían abandonarse al llanto. La humedad se filtraba por cada una de las rendijas de aquel flamante ataúd blanco, en madera de pino, y el frío le corroía los huesos, las entrañas, la memoria. Casi había olvidado la causa por la que había llegado hasta allí, pero se forzó a seguir creyendo que volvería a ver la luz del día.

Aquella misma tarde se había celebrado su funeral. Hacía apenas seis horas que las campanas de la iglesia habían tocado a muertos por Matías Pinto, el joven y apuesto licenciado, prometido con la heredera de los Mejías, Isabel. En Valparnaso de los Puercos, decir Mejías era sinónimo de poder, porque este apellido representaba la plebeya monarquía que gobernaba aquella villa de casas blancas, aquel laberinto de caminos áridos y empedrados. Contaba la historia que el nombre del pueblo, pese a que pareciera una mofa para sus habitantes, había sido un capricho de su fundador, el visionario Natalino Mejías Primero. Pero tenía su explicación. Habían pasado más de cien años desde que aquel emprendedor harapiento, venido de provincias, llegó al páramo desierto, con una vara, un sombrero de paja y dos cerdos, botín perdido y reencontrado tras el asalto de unos bandidos a la caravana que debía llevarlo hasta no se sabía dónde. Había escapado de milagro, gracias a la suerte que jamás abandonaba a la saga de los Mejías. Y allí, plantándose en un margen del camino, decidió quedarse. Decían que, gracias a los puercos, sobrevivió un mes, con todos sus días y sus noches. Y nadie se explicaba cómo, de aquella pareja, pudo salir la próspera fábrica Mejías, que durante más de un siglo, abasteció de carne a toda la provincia, aportando una inmensa fortuna a Natalino y a su familia.

Isabel era la nieta del viejo Natalino. Los habitantes de Valparnaso no entendían la repentina muerte de su gallardo prometido. Y aunque se regocijaban, en secreto, de la desgracia que por primera vez parecía azotar a un Mejías, se habían volcado en la sencilla e improvisada ceremonia en honor de Matías Pinto. Isabel estaba desconsolada. Eso decían quienes la habían podido distinguir a través de las cortinas del carruaje que la había llevado hasta la iglesia; o los escasos afortunados que, una vez dentro, adivinaron su expresión entre las sombras protectoras de sus hermanos y el velo oscuro que le tapaba parcialmente el rostro. Uno de los rostros más hermosos de Valparnaso, que por algo era una Mejías, y quien osara decir lo contrario tenía los días contados. Semblante de nácar, ojos profundos y negros, de mirada inteligente, y el porte altivo de quien se sabe dueño de sí mismo y del destino de todo el que le rodea. Tal vez por esto, cuando vio por primera vez a Matías, el día que éste llegó al pueblo haciendo una parada en su viaje, decidió en un instante que aquel hombre iba a ser su marido.

Este deseo, nacido de improviso, fue el origen de la desgracia para Matías. Graduado recientemente, viajaba junto a Alonso Pardina, compañero de jaranas y estudios universitarios, amigo, casi hermano, desde allí donde la memoria les permitía recordar. Habían decidido descansar unos días en Valparnaso, y pensaban continuar posteriormente hasta la capital, para establecerse allí como abogados. Pero la mañana que él y Alonso, tras tomarse unas jornadas de descanso en la posada del pueblo, quisieron reanudar su camino, se encontraron con que no podían marcharse aquel día. Ni al siguiente, ni en dos semanas o un mes. De nada les sirvieron sus conocimientos sobre leyes y demás vericuetos administrativos del código penal, porque si alguna mano había querido ensombrecer sus proyectos lo había hecho con guante blanco, y no había dejado un solo cabo suelto al que agarrarse. Sus ahorros habían sido confiscados bajo nebulosos pretextos; los telegramas a los agentes inmobiliarios que les arrendaban el despacho, devueltos; y las licencias para ejercer su profesión anuladas hasta nueva orden. Sus esperanzas habían sido frustradas y nadie, en su sano juicio, se atrevió a explicarles las causas, ni el causante, de esta negra suerte. No obstante, sólo encontraron amabilidades por parte de la familia Mejías. Argumentando que Valparnaso necesitaba hombres con estudios y emprendedores como ellos, se ofrecieron a prestarles dinero, sin condiciones, y les regalaron la posibilidad de fundar el ansiado despacho de abogados, en el mejor lugar del pueblo. Ningún otro obstáculo encontraron en su camino, y si no habían existido jamás pleitos en la villa, se inventaron a partir de entonces, porque en Valparnaso, y en kilómetros a la redonda, no existía más justicia que la dictada por la familia Mejías.

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