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Authors: Eduardo Mendoza
El protagonista abandona el sanatorio mental en el que ha estado seis años recluido para cumplir una sencilla misión: llevar hasta Madrid un maletín que contiene una estimable cantidad de dinero. La empresa topa, sin embargo, con serias dificultades. Desde Barcelona, con la ayuda de Emilia Corrales, alias «Suzanna Trash», y del estrambótico don Plutarquete Pajarell, nuestro singular detective se enfrenta a una enrevesada trama en la que intervienen actores frustrados, magnates de las aceitunas, algún que otro monje y seis ingenieros espaciales.
Eduardo Mendoza
E
L
L
ABERINTO
DE LAS
A
CEITUNAS
ePUB v1.2
geromar03.12.11
© 1982 Eduardo Mendoza
© 2001 BIBLIOTEX S.L. para esta edición
Diseño cubiertas e interiores:
ZAC diseño gráfico
Impresión: Prínter, Industria Gráfica, S.A.
ISBN: 84-8130-405-0
Depósito legal: B. 38. 791-2001
Fernando Marías
Para Pustulina Mierdalojo, personaje amado de
El laberinto de las aceitunas:
a lo largo de los años, Pus, la simple evocación de tu nombre ha disuelto mis momentos más amargos.
¡Qué idea tan buena! ¿Cómo a nadie se le habrá ocurrido antes?
Ésta es la reflexión —o su variante desvergonzada:
¡Qué idea tan buena! ¿Cómo no se me habrá ocurrido a mí?—
que provoca la lectura de
El laberinto de las aceitunas,
y eso aunque no perdamos de vista en ningún momento que la verdadera ocurrencia del libro, su hallazgo providencial, se halla en la novela precedente, y primera de la serie,
El misterio de la cripta embrujada;
ambos títulos, como un tercero de reciente aparición que todavía no conozco, pertenecen a uno de esos escasos proyectos narrativos en los que el autor se aventura en la exploración de una fórmula novedosa y audaz (¿cuentan, a estas alturas, las otras?).
Como en química y gastronomía, es muy fácil reducir a simple definición el hallazgo brillante una vez se ha demostrado su validez.
El laberinto de las aceitunas —
como su predecesora— no es una excepción a esa regla, aunque su componente diferenciador lo agregara Mendoza sobre una base preexistente que podríamos enunciar así: Novela negra norteamericana + Transición-Democracia española.
En los últimos años setenta y primeros ochenta, narradores natos como Manuel Vázquez Montalbán, Juan Madrid o Andreu Martín dieron brío, personalidad propia y razón de ser a esta fórmula con la creación de personajes y títulos memorables. Pero su propuesta quería voluntariamente surgir de la venerada fuente norteamericana, y asumía por ello, sin plantearse perturbarlos, todos los fundamentos originales de lucidez triste, desencanto y oscuridad: Toni Romano o los desesperados de Andreu Martín son personajes negros hiperclásicos, marginales y trágicos que vagan por un mundo podrido donde no hay lugar ni tiempo para la sonrisa.
Eduardo Mendoza conocía bien las leyes de ese juego narrativo, como demuestra a su manera el libro con el que en 1975 irrumpió (el término no puede ser más expresivo; tampoco más exacto) en el panorama literario español.
La verdad sobre el caso Savolta
es —con permiso de Ramón J. Sender e
Imán—
la mejor primera novela que se ha escrito —también una de las mejores novelas a secas—, pero no permitía esperar de su autor una segunda obra tan, por distinta, sorprendente como la que vino después.
Sin duda, el éxito de
Savolta
le haría meditar y desechar docenas de ideas para el siguiente libro. Tal vez sopesó la incursión en el género más arriba formulado, pero ese camino recorrido ya por otros le resultaría —servidumbres de lanzarse a debutar con una obra maestra novedosa— poco pan para la boca de tanto lector deslumbrado, y por eso no cuesta imaginarlo devanándose los sesos en busca de la vuelta de tuerca eminente.
(Nnn+T-De) + Picaresca española.
¿Podría esta fórmula —sencilla y genial, insultantemente obvia cuando la ha enunciado otro— aproximarse a la que él inventó? Puede que sí.
En su arranque y primera parte,
El laberinto de las aceitunas
(lo mismo podríamos decir de
La cripta:
hablar de la segunda entrega de cualquier serie implica hablar también de la anterior) es, sencillamente, una novela negra modélica. Tan modélica que los lectores pacientes con vocación de guionista pueden jugar a «adaptarla» al género convencional. Transformando en «serios» todos sus elementos humorísticos, el resultado es significativamente nítido: protagonista solitario llevado contra su voluntad ante alguien misterioso que le encarga una misión, ejecución de esa misión, primeros conflictos y peligros, primer asesinato y primeros temores del protagonista de que ha sido utilizado, aparición de la mujer fatal sospechosa pero tentadora… La precisión con que todas las piezas están ensambladas —y la facilidad con que, observadas bajo el criterio de este juego, arrojan una solidísima trama clásica en la que podemos reconocer a Raymond Chandler o Ross McDonald— nos permiten deducir que la pasión y conocimientos de Eduardo Mendoza sobre este género son más amplios de los que con alegre humildad confiesa. Lógico: satirizar algo implica conocerlo bien, y el interés de las novelas de este investigador «sin nombre ni pasado» (como, por cierto, el de esa
Cosecha roja
de Dashiell Hammett considerada por unanimidad la primera novela negra) reside en su talento para dar la vuelta a unos planteamientos teóricamente inamovibles. En su talento para hacernos reír.
Por razones que ignoro, reír —reír a carcajadas— con un libro es muy difícil, al menos para mí. Aparte de estos dos de Mendoza sólo lo he logrado con
Seis problemas para don Isidro Parodi
y
Crónicas de Bustos Domecq,
del tándem Borges-Bioy Casares (la fórmula de
Seis problemas
es familia lejana, podríamos decir
fórmula porteño-victoriana,
de la que estamos comentando), alguna ocurrencia de Kafka en
La metamorfosis
y muy poco más. También —y merecen mención aparte— con
El Quijote, El Buscón
y el
Lazarillo de Tormes.
Novelas, entre otras muchas cosas, picarescas. Igual que
El laberinto de las aceitunas.
Porque nuestro «hammettiano» investigador sin nombre ni pasado es, también o sobre todo, un don Pablos aterrizado de forma abrupta en la democracia española, por la que casi todo el tiempo corretea desnudo y/o impregnado de sustancias ora orgánicas, ora indefinibles pero siempre pertinazmente pringosas. Como buen personaje de esa literatura, su voz —en primera persona— se muestra crítica, desvalida y perpleja; como buen buscavidas, no posee nada excepto un instinto de supervivencia que lo lleva a ser tan florido y adulador en el habla como hilarante en la abyección, tierna de puro ingenua, de comportamiento.
Hasta aquí, todo claro. Lo más difícil, sin embargo, no es definir los elementos de una fórmula literaria, sino lograr que se produzca el chispazo mágico, impredecible, que la haga funcionar en la página escrita.
El misterio de la cripta embrujada
funcionó, y tal vez por ello Mendoza —al que ya había inquietado antes la posibilidad de repetirse— optó por añadir algo más a su continuación: si la primera parte de
El laberinto
quiere lucirse como académico esquema de novela negra, hacia la mitad del libro todo se empeña en volverse… ¿Cómo diríamos? ¿Inclasificable?
Cada fórmula irrepetible contiene un elemento secreto. Llamemos DD al de ésta: (Nnn+T-De) + (Pe) + Elemento DD.
¿Delirio Desprejuiciado? ¿Disparate Demencial? ¿Destino intrascenDental? Sólo Mendoza lo sabe. En cuanto a nosotros, roguemos para que nunca se le olvide.
Nos gusta su invento. Somos adictos. Queremos más.
¿Tendrá la fórmula estimulantes prohibidos, como se aseguró en su día de ciertas ambrosías de cola?
—Señores pasajeros, en nombre del comandante Flippo, que, por cierto, se reincorpora hoy al servicio tras su reciente operación de cataratas, les damos la bienvenida a bordo del vuelo 404 con destino Madrid y les deseamos un feliz viaje. La duración aproximada del vuelo será de cincuenta minutos y volaremos a una altitud etcétera, etcétera.
Más avezados que yo, los escasos pasajeros que a esa hora hacían uso del Puente Aéreo se abrocharon los cinturones de seguridad y se guardaron detrás de la oreja las colillas de los pitillos que acababan de extinguir. Retumbaron los motores y el avión empezó a caminar con un inquietante bamboleo que me hizo pensar que si así se movía en tierra, qué no haría por los aires de España. Miré a través de la ventanilla para ver si por un milagro del cielo ya estábamos en Madrid, pero sólo distinguí la figura borrosa de la terminal de El Prat que reculaba en la oscuridad y no pude por menos de preguntarme lo que tal vez algún ávido lector se esté preguntando ya, esto es, qué hacía un perdulario como yo en el Puente Aéreo, qué razones me llevaban a la capital del reino y por qué describo tan circunstanciadamente este gólgota al que a diario se someten miles de españoles. Y a ello responderé diciendo que precisamente en Madrid dio comienzo una de las aventuras más peligrosas, enrevesadas y, para quien de este relato sepa extraer provecho, edificantes de mi azarosa vida. Aunque decir que todo empezó en un avión sería faltar a la verdad, pues los acontecimientos habían empezado a discurrir la noche anterior, fecha a la que, por mor del rigor cronológico, debo remontar el inicio de mis desasosiegos.
Había llegado en esos días la primavera al hemisferio septentrional, en el que yo me hallaba, y con el despuntar de los primeros brotes vegetales, el doctor Sugrañes, que unía a sus profundos conocimientos médicos, a sus reconocidas facultades administrativas y a sus acendradas dotes disciplinarias un amor por la naturaleza impropio de lo que antecede, me había encomendado una vez más la tarea de buscar con arte, perseguir con tesón y exterminar con saña unos escarabajillos peloteros que se cebaban en los rosales que al doctor Sugrañes enorgullecían y que nosotros teníamos que hacer crecer con ímprobos trabajos en aquella aridez espiritual y geológica. Los lepidópteros, si es que en semejante pedigrí puede encuadrárselos, efectuaban sus dañinas pitanzas durante la noche y esa a la que ya me he referido nos encontró a Pepito Purulencias, un cincuentón gerundense que había pretendido rejonear desde una bicicleta al Gobernador Civil de la ciudad inmortal, y a un servidor, provistos de sendos cubos y otros tantos martillos, gateando entre los zarzales y esforzándonos sin éxito por reproducir el grito de la hembra en celo. Recuerdo que Pepito, primerizo en estas lides, estaba por demás excitado y no paraba de hacer comentarios del siguiente tenor:
—Digo yo que por qué no nos mandarán a perseguir chavalas en vez de cucarachas, ¿eh, tú?
Y que yo le conminaba a guardar silencio para no espantar la caza. Pero no había quién lo hiciera callar, y menos aún cuando creyendo haber encontrado al tacto, pues estaba la noche como la boca de lobo, el caparazón de un escarabajo y habiéndole asestado un golpe demoledor, se pulverizó la uña del dedo gordo del pie. Yo procuraba no hacerle demasiado caso y concentrarme en el asunto, porque si no presentábamos los cubos razonablemente llenos de parásitos el doctor Sugrañes se iba a incomodar y no estaban mis relaciones con él en muy sólidos términos, cosa que me preocupaba sobremanera, porque estaba prevista para la semana entrante la retransmisión desde Buenos Aires, vía satélite, del crucial encuentro entre la selección nacional y la argentina, decisivo para la clasificación, y sólo a los que se hubieran portado muy bien se les permitiría ver el partido en el único televisor que en aquel colgajo de la seguridad social había. Y no es que mi conducta no fuera a la sazón en todo mesurada, que si bien en una época ya lejana de mi vida fui, lo reconozco, un tanto pendenciero y malhablado, algo irrespetuoso de la propiedad, la dignidad y la integridad física del prójimo y, en suma, poco observador de las normas básicas de la convivencia humana, los años que llevaba encerrado en aquella institución, las atenciones que al doctor Sugrañes y sus competentes subordinados me habían prodigado y, en especial, la buena voluntad que yo mismo había puesto, me habían convertido, a mi juicio, al menos, en un criminal reformado, un ser nuevo y, casi me atrevería a decir, un ejemplo de rectitud, comedimiento y buen juicio. Lo que ocurría es que, consciente de haberme rehabilitado, juzgando por ende innecesario prolongar el encierro prescrito por los tribunales y deseando gozar por fin de una libertad a la que me consideraba merecedor, no podía evitar que en ciertas ocasiones me traicionase la impaciencia y la emprendiese a palos con algún enfermero, destruyese artículos que no me pertenecían y tratase de violentar a las enfermeras o a las visitantes de otros internos que, quizá sin mala intención, no ocultaban como habría sido aconsejable su condición femenina. Lo cual, sumado a un exceso de celo por parte de las autoridades, una cierta reticencia por parte de los médicos que tenían que darme el alta y la consabida lentitud de los trámites burocráticos, habían impedido que surtieran el efecto apetecido las innumerables instancias que a todas las jerarquías judiciales y de otra índole yo con infatigable regularidad cursaba y hecho que mi estancia intramuros del manicomio contase ya seis largos años en los albores primaverales a que he aludido.