El laberinto de las aceitunas (28 page)

No recuerdo si el trayecto fue largo o corto, porque lo hice absorto en mis pensamientos y no poco irritado por aquel postrer encuentro que, amén de doloroso, ponía en entredicho las hasta entonces irreprochables conclusiones con que don Plutarquete y yo habíamos rematado el interesante caso objeto de este libro. Y me juré que si algún día recobraba la libertad, lo primero que haría sería tratar de resolver tanto cabo suelto y tanto punto negro como siempre quedan en los misterios que resuelvo. Y no pude por menos de preguntarme, al hilo de lo que antecede, que cómo podía uno encarar el futuro con confianza y rectitud de miras si el pasado era una madeja entreverada de grietas y sombras, valga el símil, y el presente una incógnita tan poco esperanzadora como el ceñudo silencio del comisario Flores me daba a entender que era.

El cielo estaba ya gris cuando aparcamos junto a la tapia del manicomio y nos apeamos. El comisario dio unos paseos hasta que localizó el punto que estimó idóneo y, sin más trámite, hizo una señal a los dos policías que con nosotros venían. Sabiendo que era inútil ofrecer resistencia, dejé que me cogieran por los tobillos y las muñecas, que me columpiasen dos o tres veces y que me lanzasen por los aires.

Aterricé en la rosaleda y con tanto acierto había elegido el comisario Flores la colocación, la distancia y la parábola, que de poco aplasto a Pepito Purulencias, que seguía con su cubo y su martillo persiguiendo cucarachas.

—Perdona el susto, Pepito —le dije incorporándome y tratando de arrancarme de las carnes los espinos que al caer sobre los rosales se me habían clavado por todo el cuerpo.

Lejos de mostrar enfado, Pepito soltó los trastos de matar, me besó en ambas mejillas, me abrazó y me palmeó los omóplatos con una efusión que me pareció tan injustificada como fuera de tono.

—¡Chico, qué alegría! Permíteme que sea el primero en felicitarte —le oí decir sin acertar a entender a qué se refería—. ¡Y qué callado te lo tenías! Todos lo vimos, los médicos, las enfermeras, los compañeros, todos sin excepción. Estuviste requetebién, ¿eh? Muy natural y muy aplomado. Y la voz te salió muy clara y muy segura. No entendimos nada de lo que decías, claro, pero nos causaste una excelente impresión. ¿Quién lo iba a pensar? El doctor Sugrañes está que no cabe en sí de orgullo.

Más tarde hube de enterarme con gran consternación de que, en mi atolondramiento, al tocar botones y clavijas en la estación espacial había producido un raro efecto en las ondas y frecuencias y en vez del partido de fútbol mi descocada imagen y las ñoñas palabras que a la sazón profiriera habían llenado durante breves minutos las pantallas de todos los televisores del país.

Al día siguiente, para desayunar, en lugar de darme leche cuajada, como a los demás, me dieron pan duro y una Pepsi-Cola.

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