Read El laberinto de las aceitunas Online
Authors: Eduardo Mendoza
—¿Un observatorio —dijo la Emilia— o un centro meteorológico?
—Si una cosa tan inocente fuera, ¿a qué vendría tanto misterio? —le dije yo—. Déjame pensar, déjame pensar.
Empecé a rascarme el cogote, la nariz, el antebrazo, las axilas, el costillar y estaba ya por rascarme el ano cuando las piezas de aquel caótico rompecabezas empezaron a encajar una tras otra en mis entendederas.
—Analicemos —dije en este punto— los datos con que contamos. En primer lugar, no veo lógica alguna en instalar un observatorio en el pico de un monte que se caracteriza por sus nieblas perpetuas. Si bien, en segundo lugar, me viene a la memoria a este respecto la conversación que no hace mucho he sostenido con un venerable monje que, según me ha contado él mismo, ha descubierto una estrella que no figura en la nómina celeste. Ya en su momento me pareció improbable que precisamente él, provisto de un catalejo prehistórico y no más largo que una… que una… en fin, no muy largo —acabé diciendo porque sólo acudían a mi mente metáforas inapropiadas—, hubiera hecho semejante descubrimiento, sospecha que se acrecentó al decirme él que la estrella en cuestión se desplazaba a velocidad de liebre. Con menos ciencia pero más actualizada información, infiero yo que lo que el pobre monje ha estado viendo no es una estrella, sino un satélite artificial. No sería, pues, aventurada hipótesis presumir que nos encontramos en una estación de rastreo y seguimiento, si así se llaman, sin duda de mixta administración, lo que justificaría de pasada la presencia de individuos de habla inglesa, que deben de desempeñar altas funciones técnicas, relegando, me temo, a su contraparte española a más bajos menesteres. ¿Qué hora es?
—Las dos y cuarto —dijo la Emilia—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque a las dos en punto empezaba la retransmisión del partido de fútbol vía satélite. O sea que, si las cosas funcionan como me imagino, a estas horas un satélite artificial ha de estar sobrevolando nuestro suelo.
Consciente de que la ocasión lo merecía, preterí respetos humanos y levantándome para mayor holgura el faldón de la gabardina me rasqué con vesania el punto que había reservado para más discretos lugar y momento.
—Siempre hemos sabido —dije simultáneamente— que el meollo de este caso era la comisión de un acto de terrorismo. Y me digo yo ¿qué peor villanía que interferir en la retransmisión y privar a este país, tan necesario de consuelo, de un partido de la máxima…?
—Para el carro —atajó la Emilia con la inquietud pintada en su hermoso semblante—. Si lo que dices es cierto, y estoy segura de que no lo es, pero en los sentimientos no se manda y algo más poderoso que la razón me induce a creerte, es posible que nos enfrentemos a una cosa mucho peor que la simple interferencia de un programa televisivo, a lo que, por cierto, bien acostumbrados estamos.
—Explícate —dije.
Ahora era ella la que se rascaba no diré yo dónde.
—Si hablamos de terrorismo, hablemos en serio —dijo—. ¿Qué sucedería si esta estación, en lugar de estar en manos de honorables tecnócratas, fieles a su deber, leales a sus gobiernos y devotos del progreso, hubiera caído en manos de manipuladores sin escrúpulos, aventureros, logreros, mercenarios y genocidas?
—Que me gusta —dije enardecido—. Sigue.
—¿No entraría en el terreno de lo factible —prosiguió la Emilia, contagiada de mi ardor y, dicho sea de paso, de mi incurable verborrea— que el enemigo, valiéndose de los aparatos de que aquí hay plétora, hiciese descarrilar al satélite de su ruta y caer sobre estas tierras?
—¡Menudo batacazo!
—No seas ingenuo. He leído, aunque para semejante esfuerzo intelectual me creas incapacitada, que los satélites artificiales utilizan la energía atómica como combustible. ¡Date cuenta! Los países catalanes, ¿qué digo?, toda la península ibérica podría quedar fumigada de radiactividad.
—¡Cielos! Esto entorpecería enormemente nuestro ingreso en el Mercado Común —exclamé—. Hay que impedirlo.
—¿Cómo? —preguntó la Emilia.
—Como sea —dije yo.
Junto a la ventana había una escotilla provista de un gigantesco pasador y en todo similar a las que en las carnicerías se usan para conservar en frío los filetes hasta que aparezca alguien que pueda costear su precio exorbitante. Levanté el pasador sin mayor problema, abrí la escotilla y nos introdujimos en la sala de máquinas. Una vez allí caí en la cuenta de que no sabía qué hacer, porque a duras penas sé contar hasta diez con los dedos de las manos o hasta veinte si el monto de la operación justifica el descalzarme y no conozco otras fórmulas que las de la más elemental urbanidad, conque me puse a mirarlo todo como un pasmarote mientras transcurrían los segundos y el holocausto se hacía cada vez más inminente. Por hacer algo práctico, me puse a examinar las pantallas de televisión, que se me antojaron, dentro de todo, los aparatos más domésticos y, por ende, los de más fácil manejo. Las más iban dando listas de números, letras y signos de puntuación que no me entretuve en descifrar. Un monitor retransmitía con loable nitidez el partido de fútbol. Un pase de banda malamente desaprovechado frustró una bien coordinada acometida de nuestros colores que habría podido constituir una situación de peligro para el marco contrario.
—Mecachis —mascullé.
Un chillido de la Emilia me sacó de mi abstracción. Miré en torno y vi que de una cabina acristalada que por su elevación había pasado desapercibida a mis ojos salía un ser vestido con el guardapolvo blanco y la escafandra que ya habíamos visto en el vestuario que aparece reseñado en los capítulos precedentes. Corrí hacia la escalerilla metálica por la que el individuo efectuaba lentamente su descenso, entorpecido por las botas de pocero que calzaba, llegué antes de que lo concluyese, lo agarré por los tobillos y tiré con fuerza. Se dio un morrón tan grande que se rompió la escafandra como si hubiera sido un botijo, dejando al descubierto no la faz hirsuta, malévola y cejijunta de un bandolero, sino el manso rostro de un señor provecto y calvo en cuyos tiernos mofletes las gafas bifocales, al astillarse, habían dejado rasguños. Avergonzado por el abuso de que le había hecho objeto, le dije:
—
Excuse me, mister.
A lo que, por estar muerto o simplemente conmocionado, el interfecto no respondió. Lo dejé tendido en el suelo y corrí de nuevo junto a la Emilia, que pedía socorro a voces. Había estado tocando botones y moviendo palancas y de un revoltillo de cables eléctricos saltaban chispas y brotaba una humareda azulada. Me quité la gabardina y la arrojé sobre los cables. Conjurado el peligro, me dirigí al telescopio y pegué el ojo a la lente para cerciorarme de lo que pasaba por arriba. Siendo niño, una vecina que trabajaba en el Gran Teatro del Liceo, no como cantante, como ella a veces dejaba entender para darse ínfulas, sino recogiendo después de cada representación los residuos corporales que algunos melómanos, en su embebecimiento, olvidaban retener, encontró en uno de los palcos unos gemelos de montura de nácar, los trajo a casa, antes de malvendérselos, una noche clara de verano para que pudiésemos observar el cosmos de más cerca. Recuerdo que al llegar mi turno enfoqué al infinito con aliento contenido, esperando ver pulpos, dragones y enanillos y quién sabe qué vagas ensoñaciones de propina, porque existía entonces la creencia, que posteriores descubrimientos se han encargado de refutar, de que las hembras de otros mundos no se recataban de mostrar muslo y pechuga, como si las galaxias fueran un perpetuo calendario de bodega, y que sólo alcancé a distinguir una suerte de nalga sucia que era la Luna, como me explicó didáctico mi padre dándome un bofetón para que no me hiciera el vivillo y le pasara los gemelos a mi hermana, quien, soñadora, juró, pese a tener ya entonces más dioptrías que pelos en la cabeza, que había visto en el cielo la cara risueña de Carlos Gardel y que hasta creía haber oído los primeros compases de sola, fané y descangayada. No sé por qué cuento ahora todo esto, salvo que lo haga para marcar el contraste entre esta vieja memoria de un desencanto y lo que por el telescopio de la estación espacial me fue dado contemplar, esto es, una esfera dorada de la que salían dos o tres antenas que la velocidad o un ventarrón de proa proyectaban hacia atrás, tan brillante y majestuosa que no me habría extrañado si por un ángulo del campo visual hubieran aparecido los tres reyes magos portando en las alforjas de sus camellos oro, incienso y mirra, cosa esta última, dicho sea de paso, que nunca he sabido ni qué es ni para qué sirve.
Pero si esta visión me dejó turulato y extasiado, la percepción de que la bola se iba haciendo cada vez más grande, signo inequívoco de que se nos echaba encima con pasmosa celeridad, me retrotrajo a otras realidades más acuciantes y menos halagüeñas. Aparté el ojo de la lente y arrimando la boca al caño por donde había estado mirando grité a pleno pulmón:
—¡Oiga! ¿Hay alguien ahí?
Apliqué el oído al extremo del telescopio para ver si recibía respuesta y sólo capté un sobrecogedor silencio sideral. Volví a mirar y advertí que el satélite llenaba ya todo el círculo con su mortífero fulgor.
—Estamos perdidos —dije.
Abatido y desesperado, pero resuelto a no claudicar sin lucha, regresé al cuadro de mandos, me senté en un taburete giratorio y me puse a mover ruedecitas, a tocar clavijas y a meter alambres en todos los agujeros que no estaban ocupados. La Emilia me miraba hacer como esperando que yo dijese algo.
—No se me pasa por alto —peroré, pues— que ha sonado la hora fatídica de mirar hacia atrás con la serena lucidez del que sabe que va a caer el telón y que, a poco que remolonee, no tendrá que hacer balance. No diré que dejo este mundo sin pena; entre los muchos sentimientos contradictorios e inoportunos que en mi ánimo luchan con resultados generalmente nefastos no están el estoicismo preclaro ni la elegante resignación. Es triste constatar, al levar anclas, que jamás he poseído las virtudes más excelsas de la hombría: soy egoísta, timorato, mudable y embustero. De mis errores y pecados no he salido ni sabio ni cínico, ni arrepentido ni escarmentado. Dejo mil cosas por hacer y otras mil por conocer, de entre las que citaré, a título de ejemplo, las siguientes: ¿por qué ponen huevos las gallinas?, ¿por qué el pelo de la cabeza y el de la barba, estando tan juntos, son tan distintos?, ¿por qué nunca he conocido a una mujer tartamuda?, ¿por qué los submarinos no tienen ventanas para ver el fondo del mar?, ¿por qué los programas de televisión no son un poco mejores? Ítem, creo que la vida podría ser más agradable de lo que es, pero es probable que esté equivocado, o que no sea tan mala, sino sólo una pizca banal. Tonto, indolente y desinformado he llegado a ser lo que soy; tal vez si hubiera sido más cerril habría llegado más lejos. Nadie elige su carácter y sólo Dios sabe quién y cómo juzga nuestros méritos. Si tuviera estudios lo entendería todo. Como soy un asno, todo es un enigma. No sé si me pierdo gran cosa.
—La imagen —dijo la Emilia, que, en lugar de compartir mi amargura y atender a mi mensaje, se había puesto a mirar el partido en el monitor— ha desaparecido.
—Es el fin —dije poniéndome en pie en un postrer conato de gallardía.
Cerré los párpados y hundí cuanto pude la cabeza entre los hombros en un vano intento de amortiguar el impacto que de los aires venía. Y entonces sucedieron varias cosas a la vez. En primer lugar, el técnico al que habíamos dado por muerto y que, a Dios gracias, no lo estaba, volvió en sí, se levantó del suelo sin que yo me percatara de ello, se me acercó sigilosamente, me dio un empellón y dijo:
—Pero, hombre, ¿qué ha hecho usted con los controles?
—Se nos va a caer el satélite encima —le notifiqué.
Lejos de dejarse impresionar por la profecía, se puso a corregir lo que yo había desarreglado, sin dejar de lanzarme miradas de soslayo por si me daba por recurrir otra vez a violencia o atropello. Lo que no habría sido posible aunque tal hubiera sido mi deseo, ya que por la escotilla a través de la cual habíamos entrado en la sala de máquinas la Emilia y yo hicieron su aparición los cinco individuos que habíamos dejado en el trastero batallando con los monjes y los propios monjes, unos y otros renqueantes y maltrechos por la paliza que mutuamente se habían propinado hasta que uno de los individuos, que chapurreaba latín, había logrado establecer una débil línea de comunicación con el prior y deshacer el malentendido por mí sembrado. Y, por si esto no fuera suficiente, un fanal rojo que había en la pared se puso a lanzar destellos intermitentes, sonó una penetrante bocina y al conjuro de estas dos molestias aparecieron en aquel recinto, que por suerte era amplio, no menos de diez números de la Guardia Civil y un destacamento de soldados que, a juzgar por su estatura, complexión, armamento y uniforme, no debían de ser de la cantera. Se produjo la natural confusión, al término de la cual me encontré esposado y apuntado por dos docenas de metralletas.
—Este señor —se chivó el técnico en cuanto se hubo restablecido el orden— me ha pegado y luego se ha puesto a meter mano en los controles. Ha hecho una de buena, pero gracias a mi heroísmo se ha podido restablecer la conexión. Miren qué bien se ve el partido.
Miramos todos al monitor y vimos a nuestro equipo practicando un cerrojazo de miedo.
—Permítanme que les aclare este enredo —empecé a decir.
—Habla cuando te pregunten —dijo el cabo de la Guardia Civil—. Y ponte algo, so degenerao, que hay una señorita presente y tú aquí enseñando el manubrio.
Uno de los números me prestó su capote con el que me arropé.
—Y ahora —prosiguió diciendo el cabo— explícanos a qué jugabas.
—Estaba tratando de impedir un terrible acto de sabotaje, mi comandante —dije yo.
—¿Y quién lo iba a cometer, guapo?
—Estos señores —dije señalando al técnico y a los cinco individuos de habla inglesa— o sus cómplices.
Después de soltar una carcajada en la que no se transparentaba ninguna alegría, el cabo de la Guardia Civil tuvo la amabilidad de aclararme que tanto los cinco individuos como el técnico eran ingenieros espaciales que trabajaban desde hacía años en la estación de seguimiento y que nadie, salvo yo, la Emilia, los monjes y los murciélagos que zigzagueaban por la cúpula había podido entrar en la instalación o salir de ella, por estar ésta rodeada por las tropas del mando conjunto.