Considérese el siguiente ejemplo, que ilustra el modo en que usamos la matemática sin que ésta nos limite. Dos hombres apuestan sobre una serie de tiradas de una moneda. Acuerdan que el primero que acierte seis resultados ganará 100 dólares. Sin embargo, después de ocho tiradas han de interrumpir el juego, cuando el primero de los hombres va ganando 5 a 3. La pregunta es: ¿cómo habrían de repartir el premio? Una respuesta posible es que el primer hombre debería llevarse los 100 dólares, pues la apuesta era a todo o nada y él iba ganando en el momento de interrumpir la partida. Pero se podría razonar también que el primer hombre habría de llevarse 5/8 del premio y el segundo los 3/8 restantes, pues el marcador estaba 5 a 3. Por otra parte, se podría razonar que como la probabilidad de que ganara el primer hombre es 7/8 (el único modo en que el segundo hombre puede acabar ganando es acertando tres veces seguidas, y la probabilidad de tal proeza es 1/8 = 1/2 × 1/2 × 1/2), el primer hombre habría de cobrar 7/8 del premio y el segundo, 1/8. (Esta fue, a propósito, la solución de Pascal a este problema, uno de los primeros en la teoría de la probabilidad.) Hay también otros modos de repartir el dinero con una base lógica similar.
El hecho importante es que los criterios para decidirse por una u otra de esas alternativas son no-matemáticos. Las matemáticas nos pueden ayudar a determinar las consecuencias de nuestras suposiciones y principios, pero el origen de éstos somos nosotros, y no una divinidad matemática desconocida.
No obstante, a menudo se considera la matemática como un asunto carente de imaginación, de ánimo. Muchos creen que determinar la verdad o falsedad de un enunciado matemático es sólo cuestión de poner mecánicamente en marcha determinado algoritmo o cierta receta, que eventualmente ha de dar un sí o un no como respuesta, y que si se parte de una colección razonable de axiomas fundamentales, se puede demostrar la verdad o la falsedad de cualquier teorema matemático. Según esta concepción, la matemática es algo preparado de antemano y no requiere otra destreza que la de dominar el manejo de los algoritmos necesarios y una paciencia sin límite.
El lógico austronorteamericano Kurt Gödel refutó brillantemente esta concepción tan superficial demostrando que cualquier sistema matemático, independientemente de su grado de elaboración, contendrá necesariamente enunciados que no puedan ser demostrados ni refutados dentro del mismo sistema. Este resultado y otros relacionados con él, obtenidos por los lógicos Alonzo Church, Alan Turing y otros, han hecho que nuestra comprensión de la matemática y sus limitaciones fuera más profunda. Pero, para lo que nos ocupa aquí, bastará con remarcar que, ni tan siquiera en un aspecto teórico, la matemática es algo mecánico o completo.
Aunque en el fondo esté relacionada con estas consideraciones abstractas, la creencia errónea en el carácter mecánico de la matemática se presenta generalmente bajo formas más prosaicas. A menudo se considera que la matemática es un tema reservado para los técnicos, y se confunde el talento matemático con la pericia para ejecutar operaciones rutinarias, la habilidad en programación elemental o la velocidad de cálculo. Es curioso, pero mucha gente ensalza y denuesta al mismo tiempo a los matemáticos y a los científicos por su actividad constante pero poco práctica. En consecuencia, se da frecuentemente el caso de que la industria corteja con fervor a matemáticos, ingenieros y científicos con experiencia para luego ponerlos a las órdenes de MBA de nuevo cuño y de contables.
Otro prejuicio de la gente hacia la matemática es que su estudio entorpece la capacidad para apreciar la naturaleza y los «grandes» temas. Esta postura es expresada con bastante frecuencia (por ejemplo, en la cita de Whitman del principio del capítulo), pero raramente se dan argumentos en su favor, por lo que resulta difícil de refutar. Tiene tanto sentido como creer que, por tener conocimientos técnicos sobre biología molecular, una persona será menos capaz de apreciar los misterios y complejidades de la vida. Demasiado a menudo, este interés por la concepción global sólo es oscurantismo, y sus proponentes son personas que prefieren la vaguedad y el misterio a las respuestas (parciales). La vaguedad es a veces necesaria, y misterios tampoco nos faltan, pero no creo tampoco que haya que venerarlos. La ciencia auténtica y la precisión matemática son más fascinantes que los «hechos verídicos» que publican los folletines de quiosco o que el anumerismo romántico que fomenta la credulidad, atrofia el escepticismo y enmascara los verdaderos imponderables.
Digresión: un índice de seguridad logarítmico
Hace varios años, los supermercados empezaron a unificar el modo de poner los precios (pesetas por kilogramo, por litro de líquido, etc.) para que los consumidores pudieran disponer de una referencia uniforme con la que medir el valor. Si la comida para perros y las tartas precocinadas pueden ser racionalizadas por este método, ¿por qué no habría de poder inventarse una especie de «índice de seguridad» aproximado que nos permitiera hacernos una idea de los peligros que entrañan determinadas actividades, procedimientos y enfermedades? Lo que pretendo sugerir es una especie de escala Richter que podría servir a los medios informativos para referirse abreviadamente a distintos grados de riesgo.
Al igual que la escala Richter, el índice que propongo sería de tipo logarítmico, y por ello, en atención a los lectores anuméricos, nos entretendremos un poco en repasar esos horribles monstruos del álgebra del instituto: los logaritmos. El logaritmo de un número es simplemente la potencia a la que hay que elevar el número 10 para obtener el número en cuestión. El logaritmo de 100 es 2 porque 10
2
= 100; el logaritmo de 1.000 es 3 porque 10
3
= 1.000; y el de 10.000 es 4, pues 10
4
= 10.000. El logaritmo de un número comprendido entre dos potencias de 10 tiene un valor comprendido entre la potencia inmediatamente anterior y la inmediatamente posterior. Así por ejemplo, el logaritmo de 700 está comprendido entre 2, que es el logaritmo de 100, y 3, que es el de 1.000; y resulta ser aproximadamente 2,8.
El índice de seguridad funcionaría del modo siguiente. Consideremos una actividad determinada en la que se produce un cierto número de muertos al año, conducir un automóvil, por ejemplo. Cada año muere un norteamericano de cada 5.300 en accidente de automóvil. El índice de seguridad correspondiente a viajar en automóvil sería pues un relativamente bajo 3,7, esto es, el logaritmo de 5.300. Y en general, si como resultado de cierta actividad muere al año una persona de cada X, el índice de seguridad de esa actividad será simplemente el logaritmo de X. Así pues, a mayor índice de seguridad, más segura será la actividad en cuestión.
(Como la gente y los medios informativos están más preocupados por el peligro que por la seguridad, una posibilidad alternativa podría consistir en definir un índice de peligrosidad igual a 10 menos el índice de seguridad. Un índice de peligrosidad 10 equivaldría a un índice de seguridad 0, la muerte segura, y un índice de peligrosidad bajo, por ejemplo 3, equivaldría a un índice de seguridad alto, 7 en este caso, es decir, una posibilidad entre 10
7
de morir.) Según estimaciones de los Centros de Control de Enfermedad, en los Estados Unidos se producen unas 300.000 muertes prematuras por fumar, lo que equivale a que un norteamericano de cada 800 muere del corazón, los pulmones u otras enfermedades producidas por el tabaco. El logaritmo de 800 es 2,9, con lo que el índice de seguridad de fumar es menor aún que el de conducir. Un modo más gráfico de ilustrar el número de tales muertes evitables es subrayar que el número de muertes causadas por el tabaco cada año es siete veces mayor que el número de muertos en toda la guerra de Vietnam.
Los índices de seguridad de conducir un automóvil y de fumar son 3,7 y 2,9, respectivamente. Compárense estos valores bajos con el índice de seguridad de ser secuestrado. Se estima que, cada año, menos de 50 niños norteamericanos son secuestrados por desconocidos, con lo que la incidencia de los secuestros es aproximadamente de uno entre 5 millones, de donde resulta un índice de seguridad de 6,7. Recuérdese que a mayor índice menor riesgo, y que por cada unidad que aumenta el índice de seguridad el riesgo disminuye en un factor 10.
La virtud de tal índice de seguridad aproximado está en que nos proporciona, y sobre todo a los medios informativos, un cálculo del orden de magnitud de los riesgos que comportan distintas actividades, enfermedades y procedimientos. Tiene, sin embargo, un posible inconveniente debido a que el índice no distingue claramente entre la incidencia y la probabilidad. Si una actividad es muy peligrosa pero rara, producirá pocas muertes y tendrá, por tanto, un índice de seguridad alto. Por ejemplo, el número de muertes por practicar el funambulismo entre rascacielos es pequeño, y en cambio se trata de una actividad nada segura.
Hay que introducir, por tanto, un pequeño refinamiento en la definición del índice, considerando sólo aquellas personas que probablemente emprenderán la actividad en cuestión. Si muere una de cada X de esas personas por realizar la actividad, el índice de seguridad de la misma será el logaritmo de X.
Según esto, el índice de seguridad del funambulismo entre rascacielos podría ser sólo 2 (estimando que sólo uno de cada 100 de los osados acróbatas que lo intentan se queda en el camino). Análogamente, el índice de seguridad de la ruleta rusa (con un revólver que tenga cargada sólo una de las seis recámaras) es menos de 1, aproximadamente 0,8.
Las actividades o enfermedades con índices de seguridad mayores que 6 habrían de ser consideradas bastante seguras, correspondiendo la citada cifra a menos de una posibilidad de muerte entre un millón al año. Algo con un índice de seguridad inferior a 4 habría de tomarse con precaución, pues tal índice significa más de una posibilidad de muerte entre 10.000 al año. La publicidad, naturalmente, tiende a esconder estos números, pero, igual que el aviso de la Dirección General de Sanidad en las cajetillas de cigarrillos, esas cifras acabarían por filtrarse en la conciencia del público. Los reportajes sobre desgracias ocurridas a personas tendrían un impacto menos engañoso si se recordara claramente al público el índice de seguridad. Las situaciones dramáticas pero aisladas, en las que hay poca gente implicada, no deberían ocultarnos la existencia de multitud de actividades prosaicas que implican un grado de riesgo muy superior.
Veamos unos cuantos ejemplos más. Los 12.000 norteamericanos que semanalmente mueren por enfermedades cardíacas o circulatorias se traducen en una tasa anual de un muerto de cada 380, lo que da un índice de seguridad de 2,6. (Si uno no es fumador, el índice de seguridad correspondiente a las enfermedades cardíacas y circulatorias es considerablemente mayor, pero aquí sólo nos ocuparemos de aproximaciones grosso modo.) El índice de seguridad correspondiente al cáncer es ligeramente mejor, 2,7. Una actividad de tipo marginal es montar en bicicleta. Cada año muere un norteamericano de cada 96.000 en accidente de bicicleta, lo que se traduce en un índice de seguridad de 5 aproximadamente (en realidad, es algo inferior, pues la gente que monta en bicicleta es relativamente poca). En la categoría de lo raro tenernos que, cada año, un norteamericano de cada 2.000.000 muere porque lo alcanza un rayo, lo que da un índice de seguridad de 6,3; mientras que uno de cada 6.000.000 muere de picadura de abeja, con lo que el índice de seguridad es de 6,8.
El índice de seguridad varía con el tiempo. En el período que va de 1900 a 1980, la muerte por gripe o pulmonía ha pasado de un índice de seguridad de aproximadamente 2,7 a 3,7. Durante el mismo período, el índice para la muerte por tuberculosis pasó de ser 2,7 a aproximadamente 5,8. Es de esperar también que varíe de un país a otro, Por ejemplo, el índice de seguridad para los homicidios es aproximadamente 4 en los Estados Unidos, mientras que en Gran Bretaña es entre 6 y 7. O también, el índice para la malaria en la mayor parte del mundo es varios órdenes de magnitud menor que en los Estados Unidos. Se tiene un ahorro de expresión semejante si se comparan el alto índice de seguridad correspondiente a la energía nuclear con el relativamente bajo índice de seguridad de quemar carbón.
Además de la perspectiva rápida que nos da sobre el riesgo relativo, el índice de seguridad subraya la realidad evidente de que cualquier actividad comporta cierto riesgo. Y además nos da una respuesta aproximada a la pregunta crucial: ¿cuánto?
Aparte de los méritos de este índice de seguridad, pienso que un paso importante y efectivo para combatir el anumerismo en los medios informativos sería que cada cadena de televisión, cada revista y cada uno de los principales diarios tuviera un defensor del lector estadístico. La tarea de éste consistiría en revisar los reportajes y las noticias, estudiar cualquier dato estadístico que se citara, comprobar que por lo menos fueran internamente coherentes e investigar a fondo y con detenimiento las afirmaciones que a priori parecieran inverosímiles. Quizá se podría dedicar una crónica regular, como la columna de William Shafire en el
New York Times
sobre el lenguaje, a comentar los anumerismos más destacados de la semana o del mes. Además, habría de estar escrita en un tono bastante ameno, pues, aunque felizmente hay un pequeño ejército de lectores interesados en la precisión verbal, son relativamente pocos los que se interesan por matices numéricos similares, que a veces son más importantes.
Estos temas no son meramente académicos, y esta predilección de los medios de comunicación de masas por los reportajes espectacularmente dramáticos favorece, de un modo directo, a los extremismos políticos e incluso a la pseudociencia. Como los políticos y científicos marginales son generalmente más fascinantes que los de la línea principal, atraen una porción desproporcionada de la publicidad, con lo que parecen más importantes y representativos de lo que son en realidad. Además, como las percepciones tienden a convertirse en realidades, la tendencia natural de los medios de comunicación a resaltar lo que es anómalo, unida al gusto por esos extremos de una sociedad anumérica, podría tener consecuencias calamitosas.
Hubo una vez un legislador del estado de Wisconsin que se oponía a que se estableciera el adelanto de la hora para ahorrar luz, a pesar de las buenas razones que dicha medida tenía en su favor. Sostenía sabiamente que la adopción de cualquier política implica siempre un compromiso, y que si se instituía el adelanto de la hora, las cortinas y otras telas se desteñirían más aprisa.