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Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

El gran robo del tren (7 page)

A las ocho los establecimientos de las calles principales retiraban las persianas; los aprendices y los ayudantes arreglaban los escaparates, preparándose para el día de trabajo, y exhibiendo lo que un observador sarcástico denominó «los innumerables caprichitos y frivolidades de la moda».

De las ocho a las nueve el tránsito era particularmente intenso, y los hombres ocupaban las calles. Todo el mundo, desde empleados del gobierno a cajeros de los bancos, desde corredores de bolsa a confiteros y obreros de las fábricas de jabón, se dirigía al trabajo a pie, en ómnibus, tándems, coches de dos ruedas —en suma, un conjunto traqueteante, ruidoso y espeso de vehículos y conductores que maldecían, juraban y flagelaban a sus caballos.

En medio de esta barahúnda, los barrenderos callejeros iniciaban su trabajo cotidiano. En el aire saturado de amoníaco, recogían los primeros montículos de estiércol equino, metiéndose entre los carros y los ómnibus. Y tenían mucha tarea; de acuerdo con la opinión de Henry Mayhew, un caballo londinense común depositaba anualmente en las calles seis toneladas de estiércol, y la ciudad tenía lo menos un millón de animales.

Alejándose en medio de la confusión, unas pocas berlinas elegantes, con carrocería de reluciente madera oscura lustrada v ruedas de rayos delgados y fuertes, transportaban cómodamente a algunos prósperos ciudadanos a sus ocupaciones dianas.

Pierce y Agar, agazapados en un tejado que daba a la imponente fachada del Banco Huddleston & Bradford, vieron que por la calle se acercaba una de estas berlinas.

—Ahí viene —dijo Agar.

Fierce asintió.

—Bien, pronto sabremos a qué atenernos —echó una ojeada al reloj—. Las ocho y veintinueve. Puntual, como de costumbre.

Pierce y Agar estaban en el tejado desde el alba. Habían visto llegar a los contadores y los empleados; y también habían percibido que el movimiento en la calle y las aceras se hacía más intenso y premioso a cada minuto que pasaba.

La berlina se detuvo frente a la puerta del banco, y el cochero saltó al suelo para abrir la portezuela. El presidente de Huddleston & Bradford descendió. El señor Edgar Trent tenía casi sesenta años, su barba era gris y exhibía un vientre apreciable; Pierce no pudo determinar si era calvo, porque el sombrero de copa le cubría la cabeza.

—Un sujeto gordo, ¿eh? —dijo Agar.

—Atención, ahora —dijo Pierce.

En el instante mismo en que el señor Trent puso pie a tierra, un joven bien vestido choco bruscamente con él. Murmuro una breve disculpa por encima del hombro, y continuó presuroso su camino. El señor Trent ignoró el incidente. Recorrió la corta distancia que le separaba de las impresionantes puertas de roble del banco.

De pronto, en mitad de un movimiento, se detuvo.

—Ahora ha caído —dijo Pierce.

En la calle, Trent miró en la dirección del joven bien vestido, e inmediatamente se palpó el bolsillo lateral de la levita, en busca de cierto objeto. Al parecer, lo que buscaba seguía en el mismo sitio, porque esbozó un gesto de alivio y siguió andando hacia el banco.

La berlina reanudó la marcha; las puertas del banco se cerraron.

Pierce hizo una mueca y se volvió hacia Agar.

—Bien —dijo—. Eso es todo.

—¿El qué? —preguntó Agar.

—Lo que necesitamos saber.

—¿Y qué necesitamos saber? —insistió Agar.

—Necesitamos saber —dijo lentamente Pierce— que el señor Trent trae hoy consigo la llave, porque es el día de… —se interrumpió bruscamente. Aún no había explicado el plan a Agar, y no veía razón alguna para hacerlo hasta último momento. Un hombre inclinado a la bebida, como Agar, podía soltar la lengua en un momento inoportuno. Pero un borracho no podía decir lo que ignoraba.

—¿Qué día? —insistió Agar.

—El día del ajuste de cuentas —replicó Pierce.

—Es usted muy reservado —dijo Agar. Y luego agregó—: ¿No era ése Teddy Burke intentando dar un golpe?

—¿Quién es Teddy Burke? —dijo Pierce—. Un carterista, trabaja en el Strand.

—No le conozco —dice Pierce, y los dos hombres bajaron del tejado del edificio.

—Vaya, es usted muy reservado —dijo de nuevo Agar—. Ese
era
Teddy Burke. Pierce se limitó a sonreír.

Durante la semana siguiente Pierce reunió muchos datos acerca del señor Edgar Trent y su rutina cotidiana. El señor Trent era un caballero bastante severo y devoto; rara vez bebía, y nunca fumaba ni jugaba a las cartas. Era padre de cinco hijos; la primera esposa había fallecido de parto algunos años antes, y la segunda, Emily, era treinta años más joven que él y muy bella, pero de actitudes tan severas como el marido.

La familia Trent vivía en el número 17 de la calle Highwater, Mayfair, en una espaciosa casa de estilo georgiano, con veintitrés habitaciones, sin incluir los cuartos de los criados. La servidumbre estaba formada por doce personas, un cochero, dos mozos de cuadra, un jardinero, un portero, un mayordomo, una cocinera y dos ayudantas de cocina, además de tres criadas. También había una institutriz destinada a los tres niños menores.

Los hijos tenían distintas edades, desde los cuatro años del menor a los veintinueve de la hija mayor. Todos vivían en casa. El más pequeño era propenso al sonambulismo, de modo que a menudo se suscitaban escenas nocturnas que conmovían a toda la casa.

El señor Trent tenía dos bulldogs que eran paseados dos veces al día, a las siete de la mañana y a las ocho y cuarto de la noche, por dos de los criados. Los perros estaban alojados en un espacio cercado, al fondo de la casa, no lejos de la entrada de los proveedores.

El señor Trent se ajustaba a una rígida rutina. Todos los días se levantaba a las 7 de la mañana, desayunaba a las 7.30 y salía para su despacho a las 8.10, para llegar a las 8.29. Almorzaba invariablemente en Simpson’s a la una, durante una hora. Abandonaba el banco a las siete de la tarde, y a lo sumo a las 7.20 estaba en su casa. Aunque era miembro de varios clubs de la ciudad, rara vez los visitaba. El señor Trent y su esposa salían de noche dos veces por semana; generalmente ofrecían una cena una vez por semana, y a veces organizaban una reunión más importante. En dichas veladas se agregaban al personal una doncella y un criado, pero estas personas venían de las casas vecinas; eran gente digna de confianza y no se les podía sobornar.

Los proveedores que llegaban diariamente a la entrada lateral de la casa vendían a todas las familias de la calle, y procuraban no relacionarse nunca con un posible delincuente. Por amable que se mostrase, un desconocido no podía entablar fácilmente relaciones con un vendedor de frutas o verduras, y estos sabían mantener la boca bien cerrada.

Un deshollinador llamado Marks trabajaba en el barrio. Era sabido que comunicaba a la policía cualquier petición de información de un desconocido. El ayudante del limpiador de chimeneas era un jovencito estúpido; de él nada podía obtenerse.

El policía que vigilaba la calle, un tal Lewis, hacía sus rondas una vez cada diecisiete minutos. A medianoche cambiaba el turno; Howell, encargado de la vigilancia nocturna, hacía sus rondas una vez cada dieciséis minutos. Los dos hombres eran individuos muy responsables, nunca estaban enfermos ni borrachos, y no aceptaban sobornos.

Los criados estaban satisfechos. Ninguno había sido empleado y tampoco despedido recientemente; a todos se les trataba bien, y eran leales a la casa, y sobre todo a la señora Trent. El cochero estaba casado con la cocinera; uno de los mozos de cuadra dormía con una de las doncellas; las otras dos eran chicas bonitas, y al parecer no carecían de compañía masculina: habían encontrado amantes en la servidumbre de las casas vecinas.

La familia Trent solía tomar sus vacaciones anuales en el mes de agosto, pero no pensaban hacerlo este año, pues en vista de sus obligaciones comerciales el señor Trent debía quedarse en la ciudad todo el verano. A veces, la familia pasaba el fin de semana en el campo, en casa de los padres de la señora Trent, pero durante estas salidas la mayoría de los criados permanecía en la mansión. Aparentemente, nunca había menos de ocho personas en la casa.

Pierce reunió toda esta información lenta y cuidadosamente, y a menudo con cierto riesgo. Parece que utilizó varios disfraces para hablar con los criados en las tabernas y en la calle; es posible que también se paseara por el vecindario, observando las costumbres de la casa, pero ésta era una práctica peligrosa. Por supuesto, podía usar una serie de «espías» que recorriesen la zona, pero cuanto mayor era el número de personas que intervinieran, más probable era que se difundiesen rumores acerca de un robo inminente en la mansión de los Trent. En ese caso, se agravarían los problemas que dificultaban la entrada en la casa, que ya eran formidables. De modo que decidió realizar personalmente la labor de reconocimiento, con cierta ayuda de Agar.

De acuerdo con su propio testimonio, hacia fines de agosto Pierce no estaba mejor que un mes antes. «Ese hombre no tenía fisuras», dijo Pierce, refiriéndose a Trent —«Ni vicios, ni debilidades, ni excentricidades, y una esposa salida directamente de las páginas de un manual acerca de la mujer perfecta al frente de un hogar feliz».

Era evidente que no tenía sentido introducirse en una mansión de veintitrés habitaciones con la esperanza de que la casualidad permitiese encontrar la llave oculta. Pierce necesitaba más información, y a medida que pasaba el tiempo era más evidente que esta información podía obtenerla sólo del propio señor Trent, el único que sabía dónde estaba la llave.

Todos los intentos de Pierce por establecer una relación personal con el señor Trent fracasaron. Henry Fowler, que a veces veía a Pierce en algunas veladas de hombres solos, había sido abordado en relación con el tema de Trent, pero Fowler sostenía que era un individuo religioso, correcto, y de conversación bastante aburrida; y agregaba que la esposa, si bien bonita, era igualmente aburrida. (Estos comentarios, revelados en el curso del proceso, causaron considerable embarazo al señor Fowler; pero por lo demás, el señor Fowler tendría que afrontar después situaciones mucho más molestas).

Era evidente que Pierce no podía insistir en que le presentaran a personas dotadas de tan escaso atractivo. Tampoco podía abordar directamente a Trent, pretextando negocios con el banco. A Henry Fowler le hubiese extrañado que Pierce no le sometiese cualquier posible asunto comercial. Por lo demás, Fowler era la única persona conocida de Pierce que estaba relacionada con Trent.

En resumen, se estaban agotando los recursos de Pierce, y hacia principios de agosto contemplaba varios planes desesperados —por ejemplo, fingir un accidente en el curso del cual un coche debía atropellarlo frente a la casa de la familia Trent, o un episodio similar frente al banco. Pero se trataba de estratagemas baratas, y para que fuesen eficaces era necesario que Pierce sufriese heridas más o menos reales. Como puede suponerse, la perspectiva no le agradaba, de modo que aplazaba constantemente el asunto.

De pronto, en la noche del 3 de agosto, el señor Trent modificó bruscamente su rutina habitual. Volvió a casa a la hora de siempre, la 7.20, pero no entró en la residencia. En cambio, se encaminó directamente hacia la perrera instalada en el fondo de la casa, y sujetó a una correa uno de los bulldogs. Después de acariciar un rato al animal, volvió a subir con él al carruaje que lo esperaba, y la berlina se alejó.

Cuando Pierce vio esto, comprendió que tenía a su nombre.

Capítulo
10
UN PERRO ENTRENADO

No lejos de Southwark Mint se hallaba el establo de Jeremy Johnson & Hijo. Era un establecimiento pequeño, que alojaba a un par de docenas de caballos en tres establos de madera, con los fardos de heno, las monturas, los arreos y otros elementos colgados de bastidores. El visitante accidental del establo tal vez se sorprendiera de oír, en lugar del relincho de los caballos, el sonido predominante de los perros que ladraban, gruñían y rezongaban. Pero el significado de estos sonidos era bastante claro para quienes frecuentaban el lugar, y no suscitaba comentarios especiales. En Londres había muchos establecimientos prestigiosos que completaban sus actividades con el entrenamiento de perros de pelea.

El señor Jeremy Johnson (padre) acompañó a su cliente de barba rojiza a hacer un recorrido por los establos. Era un anciano jovial a quien le faltaba la mayoría de los dientes.

—Yo también soy un viejo desdentado —decía riendo—. Pero eso no me impide beber, se lo aseguro —palmeó los cuartos traseros de un caballo para apartarlo del caminó—. Vamos, vamos —dijo y luego volvió los ojos hacia Pierce—. Y bien, ¿qué busca?

—El mejor animal que usted tenga —dijo Pierce.

—Eso es lo que piden todos los caballeros —dijo el señor Jhonson con un suspiro—. Todos quieren lo mejor.

—Soy muy exigente.

—Oh, ya lo veo —dijo Johnson—. Comprendo perfectamente. ¿Usted quiere un cachorro, para prepararlo personalmente?

—No, —dijo Pierce—. Quiero un perro perfectamente entrenado.

—Usted sabe que eso cuesta.

—Lo sé.

—Cuesta mucho, mucho —murmuró Johnson, mientras recorrían el establo. Empujó una puerta chirriante, y pasaron un pequeño patio del fondo. Aquí había tres pistas circulares con reborde de madera, cada una de unos dos metros de diámetro, y por todas partes perros enjaulados. Los perros aullaron y ladraron cuando vieron a los hombres.

—Un perro entrenado cuesta mucho —dijo Johnson—. Se necesita mucho tiempo para amaestrar bien al animal. ¿Sabe qué hacemos? Primero, entregamos el perro a un ayudante, y él lo provoca durante diez días… para endurecerlo, ¿comprende?

—Entiendo —dijo Pierce con impaciencia— pero yo…

—Luego —continuó Johnson— dejamos al perro con un animal viejo sin dientes… o con un perro joven, también sin dientes, según el caso. Hace un par de semanas perdimos el que teníamos, de modo que ahora usamos éste —señaló a un perro enjaulado— y le arrancamos todos los dientes; ahora es el desdentado. Y muy bueno. Sabe entrenar al aprendiz… este desdentado es muy ágil.

Pierce miró al animal sin dientes. Era un perro joven y sano que ladraba vigorosamente. Le habían quitado todos los dientes; pero continuaba rezongando y entreabriendo los labios amenazadoramente. El espectáculo provocó la risa de Pierce.

—Sí, sí; es un tanto cómico —dijo Johnson, acercándose a otra jaula—, pero no dirá lo mismo de éste. Le aseguro que está mirando el mejor perro de prueba de todo Londres.

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