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Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

El gran robo del tren (11 page)

El patíbulo ya estaba instalado; la cuerda colgaba en el aire, sobre la trampa. Pierce miró su reloj. Eran las 7.45, y faltaba poco para la ejecución.

Abajo, en la plaza, la muchedumbre empezó a cantar: «¡Oh. Dios mío, piensa que voy a morir! ¡Oh Dios mío, piensa que voy a morir!». Hubo risas, gritos y golpes de pies. Se suscitaron algunas peleas, pero no era posible cambiar puñetazos en una multitud tan apretada.

Todos se acercaron a la ventana para mirar. Agar dijo:

—¿Cuándo cree que lo hará?

—Supongo que a las ocho en punto.

—Yo me adelantaría un poco.

Pierce dijo:

—Tendrá que proceder de acuerdo con su propio criterio.

Los minutos pasaron lentamente. Ninguno de los presentes habló. Finalmente, Barlow dijo:

—Conocí a Emma Barnes… nunca creí que terminaría así.

Pierce no contestó.

A las ocho, el carillón del Santo Sepulcro señaló la hora, y la multitud rugió expectante. Se oyó el suave tintineo de una campana de la cárcel, se abrió una puerta de Newgate y apareció la prisionera, con las muñecas atadas a la espalda. Al frente, marchaba un capellán, leyendo pasajes de la Biblia. Detrás el verdugo de la ciudad, vestido de negro.

La multitud vio a la prisionera y se elevó el grito:

—¡Descúbranse! —Todos los hombres se descubrieron mientras la prisionera subía lentamente al cadalso. Entonces se oyeron gritos de «¡Arrodíllense, delante! ¡Arrodíllense, delante!». Pero en general no fueron acatados.

Pierce tenía la vista fija en la condenada. Emma Barnes estaba en la veintena, y parecía bastante vigorosa. El vestido de cuello abierto permitía distinguir las arrugas y los músculos del cuello. Pero tenía los ojos perdidos y vidriosos; en realidad, parecía que no veía nada. Ocupó su lugar, y el verdugo de la ciudad se volvió hacia ella, para arreglar pequeños detalles, como si hubiera sido una costurera que acomoda un vestido sobre un maniquí. Emma Barnes miró por encima de la multitud. Le ajustaron la cuerda a una cadena que llevaba alrededor del cuello.

El clérigo leyó en alta voz, los ojos fijos en la Biblia. El verdugo unió las piernas de la mujer con una cinta de cuero; para conseguirlo, tuvo que meter las manos bajo las faldas, y la multitud profirió groseros comentarios.

Luego, el verdugo se enderezó, y deslizó una capucha negra sobre la cabeza de la mujer. A una señal, la trampa se abrió con un crujido de madera que Pierce oyó con sorprendente claridad; y el cuerpo cayó y se detuvo, e instantáneamente quedo inmóvil.

—Está mejorando la técnica —dijo Agar. Era sabido que el verdugo de la ciudad había realizado ejecuciones chapuceras, en las que el ahorcado continuaba retorciéndose y agitándose varios minutos antes de morir—. A la gente no le gustará —agregó Agar.

En realidad, la multitud no pareció preocupada. Hubo un momento de absoluto silencio, y luego el excitado rumor de las discusiones. Pierce sabía que la mayor parte del gentío continuaría en la plaza durante la hora siguiente, hasta que bajaran a la mujer muerta y la depositaran en un ataúd.

—¿Quieren beber algo? —preguntó la mujer de Agar.

—No —dijo Pierce. Y luego—: ¿Dónde está Willy?

Perfecto Willy Williams, el culebra más famoso del siglo, estaba en la cárcel de Newgate iniciando su fuga. Era un hombre menudo, y en su niñez había sido famoso por su agilidad como aprendiz de deshollinador; durante los últimos años había sido empleado por los ladrones más eminentes, y sus hazañas ya eran legendarias. Afirmábase que Perfecto Willy podía trepar por una superficie de vidrio, y nadie estaba absolutamente seguro de que fuera incapaz de hacerlo.

Ciertamente, los guardias de Newgate, que conocían la fama de su prisionero, lo habían vigilado de cerca durante muchos meses, por las dudas. Pero también sabían que era imposible fugarse de Newgate. Un hombre habilidoso podía intentarlo en Ponsdarle, donde apenas había disciplina, los muros eran bajos, y los guardias no rechazaban el ofrecimiento de unas monedas de oro, que los incitaba a desviar la vista. Ponsdarle, o Highgate, o cualquier otra cárcel, pero nunca Newgate.

Newgate era la cárcel más segura de toda Inglaterra. Había sido proyectada por Charles Dance, «uno de los intelectos más meticulosos de la Era del Gusto», y todos los detalles de la construcción tendían a destacar la dureza del confinamiento. Así, las proporciones de los arcos de las ventanas habían sido «engrosados sutilmente con el fin de acentuar la dolorosa estrechez de las aberturas», y los observadores contemporáneos aplaudían la excelencia de tan crueles efectos.

La reputación de Newgate no era simplemente cuestión de estética. En más de setenta años transcurridos desde 1782, fecha de terminación del edificio, ningún convicto había escapado. Y el hecho no era sorprendente: Newgate estaba totalmente rodeada por muros de granito de quince metros de altura. Las piedras tenían un corte tan limpio que según se afirmaba era imposible escalarlas. Pero aunque alguien hubiera realizado lo imposible, de nada le hubiese servido, pues rodeando el borde superior de los muros había una barra de hierro, equipada con cilindros giratorios erizados de puntas afiladas como navajas. También la barra estaba erizada de puntas. Nadie podía salvar el obstáculo. La fuga de Newgate era inconcebible. Con el correr de los meses, a medida que los guardias se familiarizaron con la presencia del pequeño Willy, dejaron de vigilarlo estrechamente. No era un detenido difícil. Nunca infringía la regla del silencio, jamás hablaba a los restantes prisioneros; soportaba la «noria» —un molino de escalones de tablas— durante los intervalos prescritos de quince minutos sin quejas ni incidentes; trabajaba picando estopa sin escatimar el esfuerzo. En realidad, sentían cierto respeto renuente ante la aparente reforma del hombrecillo, y el espíritu animoso con que cumplía la rutina. Era buen candidato para la libertad condicional, con acortamiento de la sentencia, en un año o pocos más.

Pero a las ocho de la mañana de ese lunes 28 de agosto de 1854. Perfecto Willy Williams se había deslizado hacia una esquina de la cárcel, donde se unían dos muros, y de espaldas al ángulo, trepaba por la superficie de la roca, apoyándose en las manos y los pies. Oyó el canto lejano de la multitud: «¡Oh, Dios mío, piensa que voy a morir!» cuando llegó al borde superior del muro, y sin vacilar se agarró a la barra de puntas de hierro. Las manos se le laceraron inmediatamente.

Desde la niñez Perfecto Willy no sentía nada en las palmas, cubiertas por gruesos callos y cicatrices. Los propietarios de esa época solían mantener encendido el hogar hasta el momento mismo en que el deshollinador y su ayudante infantil venían a limpiar el conducto, y si el niño se quemaba las manos trepando por la chimenea todavía caliente, la cosa no les inquietaba mucho. Si al niño no le gustaba el trabajo, había muchos otros dispuestos a ocupar su lugar.

Avanzó lentamente a lo largo de los cilindros giratorios puntiagudos, recorriendo toda la extensión del muro, luego pasó al segundo muro y después al tercero. Era un trabajo agotador. Perdió el sentido del tiempo, y no alcanzó a oír el clamor de la multitud que siguió a la ejecución. Continuó abriéndose paso, siguiendo el perímetro del patio de la prisión hasta que llegó a la muralla sur. Allí se detuvo, y esperó mientras abajo pasaba un guardia que hacía la ronda. El guardia no levantó la vista, aunque más tarde Willy recordó que algunas gotas de su propia sangre habían caído sobre el gorro y los hombros del carcelero.

Una vez que el guardia se alejó, Willy pasó sobre las puntas afiladas —cortándose el pecho, las rodillas y las piernas, de modo que ahora la sangre manaba en abundancia— y saltó cinco metros hasta el techo del edificio más próximo a la cárcel. Nadie oyó el ruido de la caída, porque la zona estaba desierta; todos asistían a la ejecución.

De ese techo saltó a otro, y luego a otro, salvando sin vacilar distancias de dos y tres metros. Una o dos veces no llegó a agarrarse a las tejas de los techos, pero siempre consiguió reaccionar. Después de todo, había pasado gran parte de su vida sobre los tejados de las casas.

Finalmente, media hora después del momento en que comenzara a trepar por el muro de la prisión, se deslizó por una ventana triangular que estaba al fondo de la casa de inquilinato de la señora Molloy, atravesó en silencio el vestíbulo, y entró en la habitación alquilada a buen precio por el señor Pierce y su grupo.

Agar recordó que Willy «parecía un fantasma, ofrecía un aspecto terrible», y agregó que «sangraba como un santo acuchillado», pero esta referencia blasfema fue expurgada de las actas del tribunal.

Pierce dirigió el pronto tratamiento del hombre, que apenas se mantenía consciente. Lo reanimaron con vapores de cloruro de amonio extraído de un inhalador de cristal. Las mujeres le despojaron de las ropas, sin falsos recatos y con rapidez; aplicaron polvo astringente y esparadrapo a las muchas heridas, y después las vendaron con vendas quirúrgicas. Agar le dio de beber un sorbo de vino de coca para infundirle energía, y vino Burroughs & Wellcome con jugo de carne y hierro, para alimentarlo. Le obligaron a tomar dos pildoritas de Cárter para los Nervios, y un poco de tintura de opio, para calmar el dolor. Este tratamiento múltiple facilitó la reacción del hombre, y permitió que las mujeres le limpiasen el rostro, rociasen el cuerpo con agua de rosas, y lo vistiesen con las ropas femeninas.

Una vez vestido, le dieron un sorbo de Bromo Cafeína para reforzar su energía, y le dijeron que se fingiese desmayado. Le colocaron un sombrero de mujer sobre la cabeza, y lo calzaron con botas femeninas; el uniforme carcelario ensangrentado fue a parar a la cesta de la merienda.

De la multitud de más de veinte mil personas, nadie prestó la menor atención cuando el elegante grupo de espectadores salió de la casa de la señora Molloy —al frente una mujer tan desmayada que los hombres debían llevarla sostenida por los brazos, para introducirla en un carruaje que esperaba— y que se alejó en la mañana soleada. Una mujer desmayada era un espectáculo bastante corriente, y en todo caso nada que pudiera compararse con una mujer que giraba lentamente al extremo de la cuerda, adelante y atrás, adelante y atrás.

Capítulo
14
UNA DESHONRA GEORGIANA

Se calcula generalmente que siete octavos de las estructuras del Londres Victoriano en realidad eran edificios georgianos. El rostro de la ciudad y su carácter arquitectónico general eran legados de ese período anterior; los Victorianos no acometieron seriamente la tarea de reconstruir su capital hasta la década de 1880. Esta renuencia trasuntaba la economía de la construcción urbana. Durante la mayor parte del siglo, sencillamente, no fue rentable demoler las viejas estructuras, incluso cuando se adaptaban mal a sus funciones modernas. No se trataba de una resistencia fundada en motivos estéticos —los Victorianos detestaban el estilo georgiano, considerado por el propio Ruskin «el
ne plus ultra
de la fealdad».

Por lo tanto, quizá no deba sorprender el hecho de que el
Times
, al informar que un convicto había escapado de la cárcel de Newgate, señalara que «es evidente que se han sobrestimado las cualidades de este edificio. No sólo es posible fugarse de su recinto, sino que es un simple juego de niños, pues el villano huido aún no había alcanzado la mayoría de edad. Es hora de que esa deshonra pública sea demolida».

El artículo continuaba señalando que «la Policía Metropolitana ha despachado grupos de agentes armados a los “palomares” de la ciudad, con el propósito de atrapar al hombre que se ha fugado, y todos esperan que será posible aprehenderlo».

No volvió a hablarse del caso. Conviene recordar que durante ese período las fugas eran, para decirlo con las palabras de un comentarista, «tan usuales como los nacimientos ilegítimos», y en realidad no valía la pena informar sobre hechos tan corrientes. En momentos en que se empapaban de cal las ventanas del Parlamento para proteger a sus miembros de la epidemia de cólera, mientras discutían sobre cómo se llevaba a cabo la campaña de Crimea, los diarios no podían ocuparse de un delincuente de poca monta, un miembro de las clases peligrosas que había tenido la fortuna de huir sin dejar rastro.

Un mes después se halló flotando en el Támesis el cadáver de un joven, y las autoridades policiales afirmaron que era el convicto fugado de Newgate. Mereció apenas un párrafo en el
Evening Standard
; los restantes diarios ni siquiera lo mencionaron.

Capítulo
15
EL HOGAR DE PIERCE

Después de su fuga, Perfecto Willy fue llevado a la casa de Pierce en Mayfair, donde pasó recluido varias semanas, mientras se le curaban las heridas. Gracias a su testimonio ulterior a la policía, tenemos la primera noticia de la misteriosa mujer que era la amante de Pierce, conocida por Willy como la «señorita Miriam».

Willy fue instalado en un cuarto del primer piso, y se explicó a los criados que era un pariente de la señorita Miriam, que había sido atropellado por un carruaje en la calle New Bond. De vez en cuando, la señorita Miriam acudía a atender a Willy. De acuerdo con la descripción del hombrecillo, era una mujer «apuesta, de buena figura, hablaba bien y tenía movimientos lentos, nunca se apresuraba». La misma impresión se manifiesta en todos los testigos, a quienes llamó la atención el aspecto etéreo de la joven; se afirmaba que tenía ojos particularmente cautivadores y se decía de la gracia de sus movimientos que parecían «los de un sueño», algo «fantasmagórico».

Parece que esta mujer vivía en la casa con Pierce, aunque a menudo desaparecía durante el día. Perfecto Willy nunca tuvo una idea muy clara de sus movimientos, y en todo caso a menudo estaba embotado por el opio, lo cual quizás explica las cualidades espectrales que vio en ella.

Willy recordaba una sola conversación con la joven. Él había preguntado:

—¿Así que usted es su canario? —En el lenguaje de los bajos fondos londinenses, el «canario» era el cómplice del ladrón.

—Oh, no —había replicado ella sonriendo—. No tengo oído para la música.

De lo cual Willy dedujo que ella nada tenía que ver con los planes de Pierce, aunque después se demostró que no era así. La joven era parte del plan, y probablemente fue la primera que conoció las intenciones de Pierce.

En el proceso se especuló mucho acerca de la señorita Miriam y sus orígenes. Diversos elementos apuntan a la conclusión de que era actriz. Así se explicaría su habilidad para imitar el acento y los modales de distintas clases sociales; su tendencia a usar maquillaje en una época en que ninguna mujer respetable quería saber nada de cosméticos; y el hecho de que no disimulara su condición de amante de Pierce. En esa época la línea divisoria entre la actriz y la prostituta era sumamente delgada. Y por su propia profesión los actores se desplazaban constantemente, de modo que podían establecer vínculos con delincuentes, o ser delincuentes ellos mismos. En todo caso, al margen de la naturaleza real de su pasado, parece que fue su amante durante varios años.

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