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Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

El gran robo del tren

 

Esta novela de acción es una auténtica obra maestra del género. Ambientada en la época victoriana, el brumoso Londres finisecular sirve de telón de fondo para el robo más espectacular del silgo. Una vez al mes sale de Londres con destino a París un tren que transporta la paga del ejército británico que lucha en Crimea. Las dos cajas fuertes que la contienen son inviolables, y para abrirlas, se necesitan cuatro llaves distintas que están en poder de cuatro personas. Sin embargo, las cajas llegan vacías a París…

Michael Crichton

El gran robo del tren

ePUB v1.2

Perseo
08.07.12

Título original:
The Great Train Robbery

Michael Crichton, 1975

Traducción: Aníbal Leal Fernández y Francisco Torres Oliver

Diseño/retoque portada: Perseo

Editor original: Perseo (v1.0 a v1.2)

ePub base v2.0

A Bárbara Rosa

Satanás se regocija —cuando soy malo,

y espera que yo —con él me hunda.

En el fuego y las cadenas —y las horribles penas.

Poema infantil Victoriano, 1856

«Quería el dinero».

Edward Pierce, 1856

Introducción

Después de transcurrido más de un siglo, es difícil comprender hasta donde conmovió el robo del tren de 1855 la sensibilidad de la Inglaterra victoriana. A primera vista, este delito no parece tan notable. La suma de dinero robada —12.000 libras en oro— era elevada, pero no inaudita; durante el mismo período hubo una docena de robos más lucrativos. Y la organización y el planeamiento meticulosos del delito, que comprometió a muchas personas y se prolongó durante un año, tampoco constituían hechos desusados. Todos los delitos importantes de mediados de siglo exigieron un alto grado de preparación y coordinación.

Sin embargo, los Victorianos siempre aludieron a este delito con letras mayúsculas, y lo llamaron El Gran Robo del Tren. Los observadores contemporáneos hablaron del Delito del Siglo y la Más Sensacional Hazaña de la Era Moderna. Se utilizaron adjetivos resonantes: Era algo «inenarrable», «desconcertante» y «perverso». Incluso en una época propensa a la exageración moral, estos términos sugieren un profundo impacto sobre la conciencia cotidiana.

Para entender la razón por la cual los Victorianos se conmovieron tanto ante el robo, es necesario aclarar un poco el sentido de los ferrocarriles. La Inglaterra victoriana fue la primera sociedad urbanizada e industrializada de la tierra, y se desarrolló con sorprendente rapidez. En la época de la derrota de Napoleón en Waterloo, la Inglaterra georgiana era una nación esencialmente rural de trece millones de personas. Hacia mediados del siglo XIX la población casi se había duplicado; sumaba veinticuatro millones, y la mitad de los habitantes vivía en centros urbanos. La Inglaterra victoriana era una nación de ciudades; la transformación, a partir de la vida agraria, parecía haberse realizado casi de la noche a la mañana; en efecto, el proceso fue tan veloz que nadie lo comprendió realmente.

A excepción de Dickens y Gissing, los novelistas Victorianos no escribieron acerca de las ciudades; la mayoría de los pintores Victorianos no representó temas urbanos. También había problemas conceptuales —durante gran parte del siglo se concibió la producción industrial como una suerte de cosecha particularmente valiosa, y no como un hecho nuevo y sin precedentes. Incluso el lenguaje se rezagó. Durante la mayor parte del siglo XIX la palabra «slum» (barrio bajo) aludió a un local de mala reputación, y «urbanizar» significó adquirir características urbanas y corteses. No eran términos aceptados para describir el crecimiento de las ciudades, o la decadencia de alguna de sus partes.

Ello no implica afirmar que los Victorianos no advirtiesen los cambios que ocurrían en su sociedad, o que estos cambios no fuesen discutidos con amplitud, y a menudo con fiereza. Pero los procesos eran todavía demasiado nuevos, de modo que no se entendían fácilmente. Los Victorianos fueron precursores de la vida urbana e industrial que después se convirtió en hecho corriente en todo el mundo occidental. Y si sus actitudes nos parecen extrañas, de todos modos debemos reconocer la deuda que hemos contraído con ellos. Las nuevas ciudades victorianas que crecieron tan velozmente resplandecían con una riqueza superior a la de cualquier sociedad anterior —y desprendían el hedor de una pobreza tan abyecta como no la había visto ninguna sociedad. Las desigualdades y los contrastes estridentes de los centros urbanos originaron muchas peticiones de reformas. Sin embargo, también se manifestó una general complacencia pública, pues el supuesto fundamental de los Victorianos era que el progreso —progreso en el sentido de la creación de mejores condiciones para toda la humanidad— era inevitable. Hoy podemos creer que esa complacencia era en verdad risible, pero en la década de 1850 adoptarla constituía una actitud razonable.

Durante la primera mitad del siglo XIX el precio del pan, la carne, el café y el té había descendido; el precio del carbón había bajado casi a la mitad; el costo de la tela se había reducido en un 80 por ciento; y había aumentado el consumo per cápita de todo. Se había reformado el derecho penal; las libertades personales estaban mejor protegidas; el Parlamento era más representativo, por lo menos hasta cierto punto; y un hombre de cada siete tenía derecho de voto. Los impuestos per cápita se habían reducido a la mitad. Comenzaban a manifestarse las primeras bendiciones de la tecnología: las luces de gas resplandecían en todas las ciudades; los buques de vapor cruzaban el Atlántico en dirección a América en diez días, en lugar de ocho semanas; los nuevos servicios telegráficos y postales permitían comunicaciones sorprendentemente veloces.

Las condiciones de vida de todas las clases de ingleses habían mejorado. El menor costo de los alimentos significaba que todos comían mejor. Las horas de trabajo en las fábricas habían disminuido de setenta y cuatro a sesenta horas semanales para los adultos, y de setenta y dos a cuarenta para los niños; comenzaba a difundirse la costumbre de trabajar medio día el sábado. La vida media había aumentado en cinco años.

En resumen, había sobradas razones para creer que la sociedad estaba «en marcha», que las cosas mejoraban, y que continuarían haciéndolo durante un futuro indefinido. La idea misma del futuro, a los ojos de los Victorianos, parecía más sólida de lo que alcanzamos a imaginar. Podía arrendarse un palco en el Albert Hall por novecientos noventa y nueve años, y muchos ciudadanos lo hacían.

Pero de todas las pruebas del progreso, la más visible y sorprendente era el ferrocarril. En menos de un cuarto de siglo los ferrocarriles habían modificado todos los aspectos de la vida y el comercio ingleses. Apenas se falta a la verdad cuando se afirma que antes de 1830 no había ferrocarriles en Inglaterra. Todos los transportes entre ciudades se realizaban en diligencias tiradas por caballos, y los viajes eran lentos, desagradables, peligrosos y caros. De ahí que las ciudades estuviesen aisladas entre sí.

En septiembre de 1830 se inauguró el Ferrocarril de Liverpool & Manchester, y comenzó la revolución. Durante el primer año de funcionamiento, el número de pasajeros transportados entre estas dos ciudades duplicó el número de los que habían viajado el año anterior en diligencia. Hacia 1838, la línea transportaba anualmente más de seiscientas mil personas —una cifra superior a la población total de Liverpool o Manchester en esa época.

La influencia social fue extraordinaria. Lo mismo puede decirse del rugido de la oposición. Los nuevos ferrocarriles respondían todos a la organización privada, eran empresas de lucro, suscitaron muchas críticas.

También hubo oposición fundada en argumentos estéticos; el juicio condenatorio de Ruskin acerca de los puentes ferroviarios sobre el Támesis fue el eco de una opinión ampliamente compartida por sus contemporáneos menos refinados; todos deploraron la «desfiguración general» de la ciudad y el campo. Por doquier, los terratenientes combatieron a los ferrocarriles, que los consideraban nocivos para el valor de la propiedad. Y la tranquilidad de las localidades rurales se vio turbada por la irrupción de miles de
«navvies»
(peones de obras), individuos ásperos, trashumantes, que vivían en campamentos —pues en una época en que no se conocía la dinamita ni las topadoras, se construían puentes, se tendían caminos y se excavaban túneles apelando al esfuerzo humano puro y simple. Además, era cosa sabida que en épocas de desocupación estos peones se incorporaban fácilmente a las filas de los delincuentes urbanos más violentos.

Pese a todas estas reservas, el crecimiento de los ferrocarriles ingleses fue un proceso veloz y penetrante. Hacia 1850 ocho mil kilómetros de vías se entrecruzaban en el territorio de la nación, suministrando transporte barato y cada vez más veloz a todos los ciudadanos. Era inevitable que los ferrocarriles acabasen simbolizando el progreso. De acuerdo con el
Economist
, «En la locomoción terrestre… nuestro progreso ha sido estupendo —hemos superado todos los éxitos anteriores, desde la creación de la raza humana… En tiempos de Adán la velocidad media de viaje, supuesto el caso de que Adán viajara, era de seis kilómetros y medio a la hora; en 1828, es decir
cuatro mil años después, era sólo de dieciséis kilómetros por hora
, y los hombres razonables y conocedores de la ciencia estaban dispuestos a afirmar y ansiosos de demostrar que esta velocidad nunca podría superarse; en 1850 la velocidad corriente es de setenta y cuatro kilómetros por hora, y
ciento doce
para quienes lo desean».

El progreso era innegable, y para la mente victoriana se trataba de una superación moral y al mismo tiempo material. De acuerdo con Charles Kingsley, «el estado moral de una ciudad depende… de su estado físico; de los alimentos, el agua, el aire y la vivienda de sus habitantes. El progreso de las condiciones físicas conducía inevitablemente a la superación de los males sociales y la conducta criminal», los que serían eliminados tanto como se destruían a intervalos son los lugares sórdidos que albergaban a estos seres perversos y criminales. Parecía que el problema era sencillo: se trataba de anular la causa, y a su tiempo el efecto.

Teniendo en cuenta esta reconfortante perspectiva, era asombroso descubrir que «la clase criminal» había hallado el modo de aprovechar el progreso, e incluso de cometer delitos a bordo de la expresión misma del progreso, es decir el ferrocarril. Además el hecho de que los ladrones hubiesen podido violar las cajas más seguras de la época, a lo sumo acentuaba la consternación.

Lo que parecía tan chocante en El Gran Robo del Tren era que sugería al pensador ecuánime que la extinción del delito quizá no fuera una consecuencia inevitable del progreso ascendente. Ya no era posible identificar el Delito con la Plaga, la cual había desaparecido gracias a la modificación de las condiciones sociales, convirtiéndose en una amenaza apenas recordada. El delito era una cosa diferente, y la conducta criminal no estaba extinguiéndose por sí misma.

Unos pocos comentaristas audaces incluso tuvieron la temeridad de sugerir que el delito de ningún modo se relacionaba con las condiciones sociales, y más bien respondía a otro impulso. Lo menos que podía afirmarse era que tales opiniones parecían por demás desagradables.

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