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Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

El gran robo del tren (9 page)

El interés común de todos —las peleas de animales— había sido una diversión muy apreciada en Europa occidental desde los tiempos medievales Pero en la Inglaterra victoriana los deportes animales estaban decayendo velozmente, víctimas de la legislación, y de la transformación de los gustos del público. La lidia de toros y osos, común a comienzos del siglo, era ahora bastante rara; y sólo en los centros rurales se organizaban peleas de gallos. En el Londres de 1854 sólo tres deportes con animales conservaban popularidad, y todos tenían que ver con los perros.

Desde los tiempos isabelinos casi todos los observadores extranjeros han comentado el afecto que los ingleses dispensan a sus perros, y por eso mismo es extraño que precisamente la criatura más cara a los corazones ingleses fuese el centro de un «deporte» tan visiblemente sádico.

De los tres deportes con perros, las luchas entre perros eran consideradas como el «arte» supremo en el mundo de los deportes animales. Su difusión justificaba que muchos delincuentes londinenses se ganaran bien la vida dedicándose exclusivamente a robar perros (se los denominaba «peleteros»). Pero las peleas de perros eran relativamente poco comunes, pues solían ser combates a muerte, y un buen perro de pelea era un artículo caro.

La pelea entre el perro y el tejón era todavía menos corriente Se encadenaba a un tejón, y un perro o dos se dedicaban a hostigarlo La piel resistente y fuerte dentellada del tejón proporcionaban un espectáculo sobremanera tenso y muy popular, pero la escasez de tejones limitaba las posibilidades de este deporte.

La lucha del perro con las ratas era el deporte más corriente, sobre todo a mediados del siglo Aunque técnicamente era ilegal, durante varias décadas se practicó en flagrante violación de la ley En muchos lugares podían verse carteles que decían «Se necesitan ratas» y «Se compran y venden ratas», de hecho, la caza de ratas era una industria menor, ajustada a sus propias normas especiales Eran muy valoradas las ratas de campo, por su capacidad combativa y la ausencia de infecciones Las ratas de albañal, más comunes y fácilmente identificables por el olor, eran tímidas y sus mordeduras teman mayores probabilidades de infectar a un valioso perro de pelea.

Si se considera que el dueño de una taberna «deportiva», con una buena clientela, podía llegar a comprar dos mil ratas en una semana —y una buena rata de campo costaba hasta un chelín—, no sorprende que muchos individuos se ganaran la vida capturando ratas. El más famoso fue «Black Jack» Hanson, que se desplazaba en un vehículo parecido a un coche fúnebre, ofreciendo limpiar de plagas las mansiones elegantes por una retribución absurdamente baja, a condición de que se le permitiera «atrapar vivas a las sinvergüenzas».

No se sabe con seguridad por qué los Victorianos de todos los niveles sociales fingían no saber nada del asunto, pero a decir verdad padecían una ceguera muy conveniente La mayoría de los alegatos humanitarios de la época deploran y condenan las peleas de gallos —las cuales de todos modos eran bastante raras— y no aluden en absoluto a los entretenimientos con perros Tampoco hay indicios en el sentido de que los caballeros honorables se sintiesen incómodos participando en estos deportes con perros y ratas, pues en definitiva dichos caballeros se creían «firmes sostenedores de la campaña de destrucción de alimañas», y nada más.

Uno de estos firmes sostenedores, el señor T., se había retirado a la planta baja de La Cabeza de la Reina, ahora prácticamente desierta Hizo una señal al barman solitario, y pidió un vaso de ginebra para sí y un poco de menta para su perro.

El señor T. estaba lavando con menta la boca de su perro —para impedir la formación de úlceras— cuando el caballero de la barba rojiza descendió la escalera y dijo:

—¿Puedo acompañarle con una copa?

—Con mucho gusto —dijo el señor T., sin dejar de atender a su perro.

Arriba, el ruido de los pies golpeando el suelo y los gritos indicaron el comienzo de otro episodio de destrucción de alimañas. El desconocido de la barba rojiza tuvo que gritar para hacerse oír por encima del estrépito.

—Veo que es usted un caballero de aficiones deportivas —observó.

—Y desafortunado —contestó el señor T., también a gritos. Palmeó al perro—. Lover no ha estado en su mejor forma. Cuando está bien, no tiene igual, pero a veces le falta impulso —el señor T. emitió un suspiro dolido—. Esta noche ha sido una de esas ocasiones —pasó la mano sobre el cuerpo del perro, en busca de heridas profundas, y se limpió con el pañuelo la sangre de varios cortes que le había manchado los dedos—. Pero se ha portado bastante bien. Mi Lover volverá a luchar.

—Sin duda —convino el caballero de la barba roja—, y ese día volveré a apostar por él.

El señor T. mostró cierta preocupación.

—¿Ha perdido?

—Una fruslería. Diez guineas, realmente nada.

El señor T. era un hombre de carácter conservador, y estaba en situación acomodada, pero rehusaba creer que diez guineas fuesen «una fruslería». Miró de nuevo a su compañero de copas, y advirtió el excelente corte de su levita y la calidad de la seda blanca de su corbatín.

—Me alegro de que no le conceda mucha importancia —dijo—. Permítame invitarle a una copa, para compensar en parte su mala suerte.

—De ningún modo —replicó el hombre de la barba rojiza—; yo no creo haber tenido mala suerte. En realidad, admiro a un hombre que puede tener y presentar animales. Yo también lo haría si los negocios no me obligaran a viajar a menudo el extranjero.

—¿Ah, sí? —dijo el señor T., mientras pedía otra ronda al barman.

—En efecto —dijo el desconocido—. Sin ir más lejos, el otro día me ofrecieron un excelente perro entrenado, de notable ferocidad, con las inclinaciones de un auténtico luchador. No pude cerrar trato, porque no dispongo de tiempo para cuidar del animal.

—Lamentable —dijo el señor T—. ¿Cuánto le pidieron?

—Cincuenta guineas.

—Excelente precio.

—En efecto.

El mozo trajo más bebidas.

—Yo también estoy buscando un perro entrenado —dijo el señor T.

—¿De veras?

—Sí —dijo el señor T—. Desearía el tercero, para agregarlo a Lover, y Shantung es el otro perro. Pero no creo…

El caballero de la barba roja hizo una discreta pausa antes de contestar. Después de todo, el entrenamiento, la compra y la venta de perros de pelea eran actividades ilegales.

—Si así lo desea —dijo al fin Pierce—, puedo preguntar si el animal aún está disponible.

—¿De veras? Sería muy amable de su parte. Realmente muy amable —al señor T. se le ocurrió súbitamente un pensamiento—. Pero si yo fuera usted, no vacilaría en comprarlo. Después de todo, mientras está en el extranjero su esposa podría vigilar a los criados que cuidan de la bestia.

—Me temo —replicó su interlocutor— que durante estos años he consagrado la mayor parte de mis energías a las actividades comerciales. No me he casado —y luego agregó—: Aunque, por supuesto, desearía hacerlo.

—Por supuesto —dijo el señor T., con una expresión muy peculiar en el rostro.

Capítulo
12
EL PROBLEMA DE LA SEÑORITA ELIZABETH TRENT

La Inglaterra victoriana fue la primera sociedad que recogió sistemáticamente estadísticas acerca de sí misma, y en general las cifras obtenidas determinaron siempre un sentimiento de irreprimible orgullo. Pero a partir de 1840 cierta tendencia inquietó a los principales pensadores contemporáneos: el número de las mujeres solteras crecía constantemente con relación a de los hombres en la misma situación. Hacia 1851 el número de mujeres solteras en edad de merecer era, según cifras dignas de crédito, de 2.765.000 —y una considerable proporción de este grupo correspondía a las hijas de las clases media y alta.

Era un problema importante y grave. Las mujeres de condición social más baja podían ocuparse como costureras, floristas, o trabajadoras rurales, o dedicarse a cualquiera de una docena de ocupaciones inferiores. Estas mujeres no implicaban un problema apremiante; eran criaturas poco atractivas, que carecían de educación y no sabían apreciar las cosas buenas del mundo. A. H. White explica asombrado que entrevistó a una jovencita empleada en una fábrica de fósforos, y que la persona en cuestión «nunca asistía a la iglesia o a la capilla. Jamás había oído hablar de “Inglaterra”, ni de “Londres” ni del “mar” y los “barcos”. No sabía nada de Dios. Ignora lo que Él hace. Desconoce si es mejor ser bueno o malo».

Evidentemente, en presencia de tan sólida ignorancia, sólo cabía agradecer que la pobre niña hubiese descubierto un modo de sobrevivir en la sociedad. Pero el problema de las hijas de hogares de clase media o alta era distinto. Estas jóvenes tenían educación y les agradaban los refinamientos de la civilización. Y desde la cuna se las había educado con el único y exclusivo propósito de que fueran «esposas perfectas».

Era esencial que estas mujeres contrajeran matrimonio. La soltería —es decir, la condición de solterona— representaba una suerte de terrible impedimento, pues todos convenían en que «la tarea verdadera de una mujer consistía en ser la administradora, el resorte y la estrella polar del hogar»; y si no lograba cumplir esta función, se convertía en una suerte de lamentable inadaptada social, una auténtica rareza.

Venía a agudizar el problema el hecho de que las mujeres de buena cuna tenían pocas alternativas fuera del matrimonio. Después de todo, como dijo un observador contemporáneo, «¿qué profesiones podían ejercer sin perder el lugar que les correspondía en la sociedad? para merecer la condición de tal, una dama debe ser una dama y nada más. No debe trabajar en actividades lucrativas, ni comprometerse en ocupaciones subordinadas al dinero, no sea que afecte a los derechos de las clases trabajadoras, que viven de su labor…».

En la práctica, una mujer soltera de la clase superior podía utilizar el único atributo de su posición —a saber, la educación— y tomar empleo de institutriz. Pero hacia 1851 veinticinco mil mujeres ya eran institutrices, y lo menos que podía decirse era que no se necesitaban más. Las restantes posibilidades eran mucho menos atractivas: vendedora, empleada de oficina, telegrafista o enfermera; pero todas estas profesiones eran más apropiadas para una mujer ambiciosa de la clase baja que para una dama de calidad.

Si una joven rechazaba esos puestos que la rebajaban, su soltería implicaba una considerable carga financiera para el hogar. La señorita Emily Downing observó que «las hijas de los profesionales… inevitablemente sienten que son una carga y una rémora para el nivel de vida duramente conquistado de sus padres; tienen que saber —si se atreven a pensar en el asunto— que constituyen una fuente permanente de ansiedad, y que si no contraen matrimonio es muy probable que, más tarde o más temprano, se vean obligadas a afrontar la lucha por la vida sin la preparación o la aptitud necesarias».

En resumen, la presión en favor del matrimonio —cualquier clase de matrimonio decente— era intensa, y se manifestaba tanto en los padres como en las hijas. Los Victorianos tendían a casarse a edad relativamente tardía, en la veintena o la treintena, pero el señor Edgar Trent tenía una hija, Elizabeth, que ya había cumplido los veintinueve años, y que era «perfectamente casadera» —lo cual significaba que ya había dejado atrás su mejor edad. No había escapado a la atención del señor Trent que el caballero de la barba roja podía necesitar una esposa. El propio caballero había manifestado que no se oponía al matrimonio, y que en realidad las exigencias de la actividad comercial le habían estorbado la búsqueda de la felicidad personal. Por lo tanto, nada impedía suponer que este joven bien vestido y sin duda acomodado, dotado de inclinaciones deportivas, podía sentirse atraído por Elizabeth. Con esta idea en mente, el señor Trent se las ingenió para invitar al señor Pierce a tomar el té en su casa de la calle Highwater, con el pretexto de discutir la compra de un perro de pelea al mismo señor Pierce. Con cierta renuencia, el señor Pierce aceptó la invitación para el domingo siguiente.

Por respeto a su más delicada sensibilidad, Elizabeth Trent no fue llamada a atestiguar en el proceso de Pierce. Pero las versiones populares de la época nos ofrecen una imagen bastante precisa de su figura. Era una mujer de mediana estatura, de cutis un poco más oscuro que el matiz reclamado por la moda, y de acuerdo con las palabras de un observador sus rasgos eran «bastante armoniosos, sin llegar a lo que podríamos llamar bonita». Entonces, como ahora, los periodistas tendían a exagerar la belleza de una mujer complicada en un episodio escandaloso, de manera que la ausencia de cumplidos acerca de la apariencia de la señorita Trent probablemente implica que tenía «un aspecto poco agraciado».

Parece que tenía pocos pretendientes, salvo los individuos francamente ambiciosos que deseaban desposar a la hija del presidente de un banco; pero a estos los rechazaba con firmeza, con la aprobación seguramente dubitativa del padre. Pero es indudable que se sintió impresionada por Pierce, ese «hombre apuesto, atrevido e intrépido, y dotado de sobrado encanto».

Según todas las versiones, Pierce se sintió igualmente impresionado por la joven. El testimonio de un criado describe el primer encuentro, que parece extraído de las páginas de una novela victoriana.

El señor Pierce estaba tomando el té en el jardín del fondo, con el señor Trent y su esposa, «una belleza admirada en la ciudad». Observaban el trabajo de los albañiles, que erigían pacientemente una construcción ruinosa en el jardín, mientras a poca distancia un jardinero plantaba pintorescas malezas. Era la última expresión de una fascinación inglesa por las ruinas que se había prolongado durante casi un siglo; y la moda tenía aún tanta vigencia que todo aquél que podía pagarse unas ruinas decentes las instalaba en su jardín.

Pierce observó un momento la labor de los albañiles.

—¿Qué será? —preguntó.

—Pensamos en un molino de agua —dijo la señora Trent—. Será encantador, sobre todo si le agregamos la rueda oxidada. ¿No le parece?

—Estamos construyendo la rueda oxidada, y bastante que nos cuesta —gruñó el señor Trent.

—La están haciendo de metal oxidado previamente, y eso nos ahorra mucho trabajo —agregó la señora Trent—. Aunque, como es natural, debemos esperar a que crezcan las malezas antes de que el lugar adquiera el aspecto deseado.

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