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Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

El gran robo del tren (6 page)

Un individuo alto de barba roja estaba mirando los artículos exhibidos. No miró a Teddy Burke.

—Buen golpe —dijo.

Teddy Burke pestañeó.

El hombre que había hablado estaba demasiado bien vestido, parecía demasiado pulcro para ser un policía de civil, y ciertamente no era un confidente. Teddy Burke dijo con cautela:

—¿Se dirige a mí, señor?

—Sí —dijo el hombre—. Digo que ha sido un golpe muy bueno. ¿Lo enganchó?

Teddy Burke se sintió profundamente insultado. Se llamaba gancho a un alambre que los carteristas inferiores usaban para pescar un bolso, si los dedos les temblaban demasiado para ejecutar la tarea.

—Discúlpeme señor. No sé de qué me habla.

—Creo que lo sabe perfectamente —insistió el hombre—. ¿Andamos un poco?

Teddy Burke se encogió de hombros y marchó al paso del desconocido. Después de todo, estaba limpio y nada tenía que temer.

—Hermoso día —dijo.

El desconocido no respondió. Caminaron unos minutos en silencio.

—¿Cree que podría ser menos eficaz? —preguntó el hombre después de un rato.

—¿Qué quiere decir, señor?

—Se trata —dijo el hombre—, de apretar a un cliente sin robarle nada.

—¿Intencionadamente? —Teddy Burke se echó a reír—. Ocurre a menudo sin intención, se lo aseguro.

—Hay cinco libras para usted, si sabe hacerlo.

Teddy Burke entornó los ojos. Había muchos estafadores, hombres sagaces que a menudo usaban a un cómplice involuntario, y dejaban que llevase la peor parte de un plan complicado. Teddy Burke no se dejaría burlar por nadie.

—Cinco libras no es mucho.

—Diez —dijo el hombre con voz fatigada.

—Tengo que pensar en mis muchachos.

—No —dijo el hombre—; usted solo.

—¿De qué se trata? —preguntó Teddy Burke.

—Un buen golpe, las manos sobre el otro, lo suficiente para preocuparle y que se revise los bolsillos.

—¿Y usted quiere que no le quite nada?

—Absolutamente nada —repuso el hombre.

—¿Quién es el tipo? —preguntó Teddy Burke.

—Un hombre llamado Trent. Tiene que abordarlo frente a su oficina… fuerte y bruscamente, como le he dicho.

—¿Y dónde está la oficina?

—El Banco Huddleston & Bradford.

Teddy Burke silbó por lo bajo.

—Westminster. Es peligroso. Allí la maldita policía pulula.

—Pero usted saldrá limpio. Lo único que quiero es que él se preocupe.

Teddy Burke caminó unos metros más, meditando el asunto, tomando aire y reflexionando.

—¿Cuándo?

—Mañana por la mañana. A las ocho en punto.

—Muy bien.

El caballero de barba roja le entregó un billete de cinco libras, y le informó que recibiría el resto una vez ejecutado el trabajo.

—¿Y por qué hace esto? —preguntó Teddy Burke.

—Asunto personal —replicó el hombre, y se perdió en la multitud.

Capítulo
8
TIERRA SANTA

Entre 1801 y 1851 las proporciones de Londres se triplicaron. Con una población de dos millones y medio de habitantes, era con mucho la ciudad más grande del mundo, y sus dimensiones asombraban a todos los observadores extranjeros. Nathaniel Hawthorne se sintió atónito; su «tremenda densidad» fascinó y abrumó a Henry James; Dostoievski halló que era «dilatada como un océano… una visión bíblica, una profecía del Apocalipsis realizada ante nuestros propios ojos».

Pero Londres continuaba creciendo. A mediados de siglo había siempre en construcción cuatro mil viviendas, y la periferia de la ciudad literalmente reventaba. Esta pauta hoy muy conocida de expansión se denominaba ya «la fuga hacia los suburbios». Ciertas áreas periféricas que a principios del siglo habían sido aldeas y villorrios —Marylebone, Islington. Camden, Saint John’s Wood y Bethnal Green— se desarrollaron integralmente, y las nuevas clases medias, ahora prósperas, abandonaban el centro de la ciudad para trasladarse a estas zonas, donde el aire era más puro, el ruido menos irritante y la atmósfera en general más grata y «rural».

Naturalmente, algunos barrios más antiguos de Londres conservaron un nivel elevado de elegancia y riqueza, pero a menudo estaban al lado mismo de los barrios bajos más sórdidos y sorprendentes. La vecindad de la riqueza y la sordidez impresionó también a los observadores extranjeros, sobre todo porque los barrios bajos o «palomares» eran refugios e incubadoras de «la clase criminal». Había sectores de Londres en los que un ladrón podía desvalijar una mansión, y prácticamente con sólo cruzar la calle podía desaparecer en un enmarañado laberinto de callejuelas y construcciones ruinosas atestadas de seres humanos, y tan peligroso que ni siquiera un policía armado se atrevía a perseguir al delincuente.

La génesis de los barrios bajos era mal comprendida entonces; más aún, la expresión misma «barrios bajos» no fue aceptada generalmente antes de 1890. Pero ya se tenía una imprecisa conciencia de la pauta que ahora es familiar: las nuevas vías de comunicación evitaban ciertos sectores de la ciudad y los aislaban; los negocios desertaban del lugar; venían a instalarse industrias poco agradables, de modo que aumentaban el ruido y la contaminación del aire, y disminuía aún más la atracción que podía ejercer la zona; en definitiva, nadie que dispusiera de los medios necesarios para vivir en otro lugar aceptaba residir en un lugar semejante, y la región adquiría un aspecto ruinoso, el mantenimiento era deficiente y las clases inferiores la sobrepoblaban.

Entonces, como ahora, estos barrios bajos existían en parte porque constituían un negocio lucrativo para los propietarios. Un inquilinato de ocho cuartos podía admitir a cien inquilinos, cada uno de los cuales pagaba un chelín o dos por semana para vivir en condiciones de «confusa promiscuidad», durmiendo hasta con veinte personas del mismo o distinto sexo en la misma habitación. (Tal vez el ejemplo más extraño de los alojamientos de la época está representado por los famosos «colgados de a penique» del puerto. Aquí un marinero borracho pasaba la noche por un penique, atándose a cuerdas tendidas a la altura del pecho, y colgando como las prendas tendidas de una soga).

Aunque algunos propietarios de alojamientos, o inquilinatos vivían en la zona —y a menudo aceptaban cosas robadas en pago del alquiler— muchos eran ciudadanos de pro, propietarios
in absentia
que empleaban a un hombre de acción para cobrar los alquileres y mantener cierta apariencia de orden.

Durante este período hubo varios «palomares» famosos, en las Siete Esferas, Rosemarie Lane, la Isla de Jacobo y el Camino de Ratcliffe, pero ninguno llegó a ser tan famoso como las tres hectáreas del centro de Londres que formaban el «palomar» de Saint Giles, y que se llamaba «la Tierra Santa». Situado cerca del distrito teatral de la plaza Leicester, el barrio de prostitutas del Haymarket, y las tiendas elegantes de Regent Street, el palomar de Saint Giles estaba situado estratégicamente, desde el punto de vista del delincuente que deseaba «sumergirse».

De acuerdo con las descripciones contemporáneas, la Tierra Santa era «una densa masa de casas tan viejas que fingían tenerse en pie, con pasadizos estrechos y tortuosos que se curvan y serpentean. Aquí la intimidad es imposible, y quien se aventura en la zona descubre que las calles —así llamadas por mera cortesía— están ocupadas por multitud de vagabundos, y si mira por las ventanas cerradas con trozos de vidrio, ve habitaciones donde los habitantes viven apiñados hasta la asfixia». Hay referencias a «los albañales nauseabundos… la roña que colma los pasajes oscuros… los muros cubiertos de hollín y las puertas de goznes arrancados… y enjambres de niños por doquier, satisfaciendo en cualquier parte sus necesidades».

Esta masa de inquilinatos sórdidos, malolientes y peligrosos no eran lugar apropiado para un caballero, sobre todo después de la caída del sol en una brumosa noche estival. Sin embargo, a fines de julio de 1854 un hombre de barba rojiza y elegante atuendo recorrió sin temor los pasadizos estrechos, humeantes y atestados. Los holgazanes y los vagos que lo miraban observaron seguramente que su bastón de empuñadura de plata parecía ominosamente pesado, y posiblemente ocultaba una hoja de acero. Además, sobre los pantalones se advertía un bulto que podía ser una pistola puesta en la cintura. Y la audacia misma de esta temeraria visita probablemente intimidaba a muchos de los que podían sentirse tentados de atacarlo.

El propio Pierce habría de decir después:

—Lo que esta gente respeta es la actitud. Conocen la expresión del temor, y por lo tanto la de su ausencia, y el hombre que no teme, les intimida.

Pierce pasó de una calle maloliente a otra, preguntando por cierta mujer. Finalmente, encontró a un vagabundo borracho que la conocía.

—¿Busca a Maggie? ¿La pequeña Maggie? —inquirió el hombre apoyándose contra el poste de una lámpara de gas, el rostro ensombrecido por la niebla.

—Es la chica de Perfecto Willy.

—La conozco. Roba ropa colgada, ¿no? Sí, seguro que trabaja en esa línea —el hombre se interrumpió significativamente, y bizqueó.

Pierce le entregó una moneda.

—¿Dónde vive?

—En el primer pasaje, primera puerta a la derecha —dijo el hombre.

Pierce reanudó la marcha.

—Pero no se moleste —le gritó el hombre—. Willy está en chirona… nada menos que en Newgate… y ahí no puede hacer nada.

Pierce no volvió la cabeza. Se internó por la calle, pasando frente a sombras imprecisas en la niebla, aquí y allá una mujer cuya ropa brillaba en la noche —obreras de las fábricas de cerillas con mancha de fósforo sobre el vestido. Los perros ladraban; los niños lloraban; a través de la niebla le llegaban murmullos, gemidos y risas. Finalmente llegó a la casa de inquilinato, con un rectángulo brillante de luz amarilla en la entrada, que iluminaba un cartel escrito toscamente a mano:

PIESAS PARA VIAGEROZ

Pierce contempló el cartel, y luego entró en la casa, abriéndose paso entre las pandillas de niños sucios y harapientos reunidas alrededor de la escalera; pellizcó bruscamente a uno, para mostrarles que no toleraría que le revisaran los bolsillos. Subió los escalones crujientes hasta el segundo piso, y preguntó por la mujer llamada Maggie. Le indicaron que estaba en la cocina, de modo que descendió otra vez, y se dirigió al sótano.

La cocina era el centro de todos los inquilinatos, y a esa hora era un lugar cálido y acogedor, un foco de calor y fragancias sabrosas, mientras afuera se enroscaban los jirones de niebla gris y húmeda. Al lado del fuego había media docena de hombres que conversaban y bebían; alrededor de una mesa, varios hombres y mujeres jugaban a las cartas, mientras otros sorbían cuencos de sopa caliente; en los rincones se amontonaban instrumentos musicales, muletas de mendigos, canastas de buhoneros y cajas de vendedores ambulantes. Encontró a Maggie, una sucia niña de doce años, y la apartó a un lado. Le entregó una guinea de oro, y la chica la mordió. Embozó una semisonrisa.

—¿Qué pasa, patrón? —Miró apreciativamente las finas prendas, con una expresión calculadora que por cierto no concordaba con su edad—. ¿Quiere que le divierta un poco?

Pierce ignoró la sugerencia.

—¿Vives con Perfecto Willy?

La chica se encogió de hombros.

—Vivía. Willy está en chirona.

—¿Newgate?

—Sí.

—¿Le ves?

—A veces. Digo que soy su hermana, ¿sabe?

Pierce señaló la moneda que ella aferraba.

—Tendrás otra igual si le pasas un mensaje.

Durante un instante los ojos de la chica centellaron interesados. Luego recuperaron la expresión mortecina.

—¿Qué es?

—Dile a Willy que debe salir durante la próxima ejecución. Será Emma Barnes, la asesina. Seguro que la ahorcan públicamente. Dile eso: tiene que salir cuando la ejecuten.

La chica se rió. Una risa extraña, dura y áspera.

—Willy esta en Newgate —dijo— y nadie sale de Newgate… tanto si ahorcan como si no.

—Dile que
él
puede —dijo Pierce—. Que vaya a la casa donde conoció a John Simms, y no habrá problemas.

—¿Es usted John Simms?

—Soy un amigo —dijo Pierce—. Dile que en el próximo ahorcamiento tiene que salir, o no es Perfecto Willy.

La chica meneó la cabeza.

—¿Cómo puede salir de Newgate?

—Dile eso —repitió Pierce, y se volvió hacia la salida.

En la puerta de la cocina se volvió hacia la chica, una niña desgarbada, cargada de hombros, que llevaba un vestido viejo y harapiento manchado de barro, los cabellos apelmazados y sucios.

—Se lo diré —dijo la niña, mientras deslizaba en el zapato la moneda de oro.

El hombre se alejó y volvió por donde había venido, y salió de la Tierra Santa. Emergió de una estrecha callejuela, se internó en la plaza Leicester y se unió a la multitud reunida frente al Teatro Mayberry, perdiéndose entre los grupos que ocupaban la calle.

Capítulo
9
LA RUTINA DEL SEÑOR EDGAR TRENT

El sector respetable de Londres era un lugar tranquilo durante la noche. En una época anterior al motor de combustión interna, los distritos comerciales y financieros del centro de la ciudad estaban desiertos y silenciosos, si se exceptúan los pasos discretos de los agentes de la Policía Metropolitana que hacían sus rondas de veinte minutos.

Al alba, el silencio se interrumpía con el cacareo de los gallos y el mugido de las vacas, sonidos rurales incongruentes en un medio urbano. Pero en esa época había muchos animales en el centro de la ciudad, y la cría era una de las principales industrias londinenses y además, durante el día, una de las causas principales de la congestión del tránsito. No era raro que un elegante caballero tuviese que esperar en su coche el paso de un pastor con su rebaño que recorrían las calles de la ciudad. Londres era entonces la mayor concentración urbana del mundo, pero en relación con las normas modernas, la división entre la vida urbana y la rural no era muy definida.

Es decir, poco definida hasta el instante en que el reloj de la Guardia Montada daba las siete, y aparecían los primeros representantes de ese fenómeno peculiarmente urbano —los habitantes de los barrios alejados— que se dirigían al trabajo, transportados por «la diligencia del Hueso» («the Marrow bone stage»); es decir, a pie. Eran los ejércitos de mujeres y niñas empleadas como costureras en las despiadadas fábricas de ropa del West End, donde trabajaban doce horas diarias por unos pocos chelines semanales.

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