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Authors: Michael Crichton

Tags: #Acción

El gran robo del tren (2 page)

Y continúan siéndolo todavía hoy. Más de un siglo después del Gran Robo del Tren, y más de una década después de otro espectacular robo en un tren inglés, el hombre común de las ciudades todavía se aferra a la creencia de que el delito es el resultado de la pobreza, la injusticia y la mala educación. Nuestra imagen del delincuente presenta a un individuo limitado, maltratado, quizá mentalmente perturbado que infringe la ley movido por una necesidad desesperada; el drogadicto aparece como una suerte de arquetipo moderno de este ser humano. Y ciertamente, cuando hace poco se informó que la mayoría de los delitos violentos cometidos en las calles de la ciudad de Nueva York no eran imputables a adictos, la observación fue recibida con escepticismo y desaliento, como un eco de la perplejidad experimentada por nuestros antepasados Victorianos hace un siglo.

El delito se convirtió en tema legítimo de la investigación científica durante la década de 1870, y en los años siguientes los criminólogos atacaron todos los antiguos estereotipos, creando un nuevo enfoque del delito que nunca gozó de las simpatías del público general. Ahora, los expertos coinciden en los siguientes puntos:

Primero, el delito no es consecuencia de la pobreza. De acuerdo con la expresión de Barnes y Teeters (1949), «la mayoría de los delitos, se cometen por codicia, no por necesidad».

Segundo, los delincuentes no son individuos de inteligencia limitada, y es probable que la formulación inversa sea válida. Los estudios de las poblaciones carcelarias muestran que los reclusos alcanzan el mismo nivel que el público general en los tests de inteligencia —y además, los detenidos representan la fracción de los delincuentes a quienes se atrapa.

Tercero, la gran mayoría de las actividades criminales no sufre ningún castigo. Se trata intrínsecamente de un tema especulativo, pero algunas autoridades en la materia sostienen que se informa sólo del 3 al 5 por ciento de todos los delitos; y que de los delitos informados, sólo se «resuelve» —en el sentido usual de la palabra— del 15 al 20 por ciento. Esta afirmación es aplicable incluso a los delitos más graves, por ejemplo el asesinato. La mayoría de los patólogos policiales sonríen ante la idea de que el «asesinato desaparecerá». Asimismo los criminólogos rechazan el concepto tradicional de que «el delito no compensa». Ya en 1877, Richard Dugdale, un investigador del sistema carcelario norteamericano, llegó a la conclusión de que «debemos desechar la idea de que el delito no compensa. En realidad, lo hace». Diez años después, el criminólogo italiano Colajanni fue un paso más lejos, arguyendo que en general el delito compensa más que el trabajo honesto. Hacia 1949, Barnes y Teeters afirmaron lisa y llanamente: «Es sobre todo el moralista quien todavía cree que el delito no compensa a su autor».

Nuestras actitudes morales hacia el delito expresan una peculiar ambivalencia hacia la propia conducta criminal. Por una parte, se la teme, desprecia y condena de un modo estridente. Pero en secreto también se la admira, y siempre estamos dispuestos a escuchar los detalles de una hazaña delictiva destacada. Esta actitud prevalecía visiblemente en 1855, pues el Gran Robo del Tren no sólo fue asombroso y desconcertante, sino también «atrevido», «audaz», y «magistral».

Compartimos con los Victorianos otra actitud, la creencia en una «clase criminal», es decir una subcultura de delincuentes profesionales que se ganan la vida infringiendo las leyes de la sociedad en la cual viven. Hoy denominamos a esta clase «La Mafia», «el sindicato», o «la turba», y nos interesa conocer su código ético, su sistema de valores invertidos, su lenguaje peculiar y sus pautas de conducta.

Es indudable que hace un siglo existía una subcultura definible de delincuentes profesionales en la Inglaterra de mediados del período Victoriano. Muchos de sus rasgos se revelaron en el proceso de Burgess, Agar y Pierce, los principales participantes del Gran Robo del Tren. Todos fueron detenidos en 1856, casi dos años después del episodio. Se conserva el voluminoso testimonio que prestaron ante el tribunal, así como las crónicas periodísticas de la época. La siguiente narración se basa en esas fuentes.

M.C.

Noviembre de 1974

Primera parte
PREPARATIVOS

Mayo - octubre de 1854

Capítulo
1
LA PROVOCACIÓN

A cuarenta minutos de Londres, mientras atravesaba los ondulados campos verdes y los huertos de cerezos de Kent, el tren matutino del Ferrocarril Sureste alcanzó su velocidad máxima de ochenta y cinco kilómetros por hora. Al mando de la reluciente máquina pintada de azul, podía verse al maquinista con su uniforme rojo de pie y expuesto a las ráfagas del viento, sin la protección de una cabina o un parabrisas, mientras que a sus pies, el fogonero agazapado echaba carbón al resplandor rojizo de la caldera. Detrás de la máquina jadeante y el ténder había tres coches amarillos de primera clase, seguidos de siete vagones verdes de segunda clase; y cerrando el convoy, un furgón gris, sin ventanillas, destinado a los equipajes.

Mientras el tren repiqueteaba sobre las vías, avanzando hacia la costa, la puerta corredera del furgón de equipajes se abrió bruscamente, revelando una lucha desesperada en su interior. La pelea era desigual: un joven delgado de raído atuendo, golpeaba a un corpulento guarda ferroviario de uniforme azul. Aunque más débil, el joven hizo buen papel, y logró aplicar uno o dos golpes vigorosos a su robusto antagonista. Ciertamente, sólo por casualidad el guarda, que había caído de rodillas, reaccionó de tal modo que sorprendió descuidado al joven y lo arrojó del tren por la puerta abierta; el joven aterrizó, entre tumbos y rebotes, como una muñeca de trapo.

El guarda, jadeando para recuperar el aliento, volvió los ojos hacia la figura cada vez más pequeña del joven caído. Luego, cerró la puerta corrediza. El tren aceleró, emitiendo un silbido agudo. Pronto tomó una suave curva, y lo único que se oyó fue el débil sonido de la máquina jadeante, y se vio un resto de humo gris que se posaba lentamente sobre las vías y el cuerpo del joven caído.

Pasó un momento, y el joven se movió Acometido por intensos dolores, se apoyó en un codo, y pareció dispuesto a incorporarse Pero sus esfuerzos fueron inútiles, casi al momento volvió a desplomarse, sufrió un último y convulsivo estremecimiento, y permaneció totalmente inmóvil.

Media hora después una elegante berlina negra de lujosas ruedas carmesí se acercó por el camino de tierra que corría paralelo a las vías del ferrocarril El carruaje se acercó a una elevación, y el cochero contuvo el caballo Del vehículo descendió un caballero de aspecto muy peculiar, elegantemente ataviado con una levita de terciopelo verde oscuro y alto sombrero de copa. El caballero subió a la colina, aplicó los ojos a un par de gemelos, y recorrió la línea de las vías. Inmediatamente identifico el cuerpo del joven postrado. Pero no hizo ninguna tentativa de aproximarse o prestarle ayuda. Al contrario, permaneció de pie en la colina hasta que tuvo la certeza de que el muchacho estaba muerto Entonces se volvió, subió al coche que lo esperaba, y regresó en la misma dirección que había venido, hacia el norte y la ciudad de Londres.

Capítulo
2
EL ORGANIZADOR

Este singular caballero era Edward Pierce, y por tratarse de un hombre destinado a alcanzar tanta notoriedad que la propia Reina Victoria expreso el deseo de conocerlo —o, si tal cosa no era posible, de asistir a su ahorcamiento— continúa siendo una figura extrañamente misteriosa. Desde el punto de vista de su apariencia, Pierce era un hombre alto y apuesto, de poco más de treinta años, con una barba roja que le cubría toda la cara, era una moda impuesta poco antes, sobre todo en el ambiente de los empleados del gobierno. El lenguaje, los modales y el atuendo eran los de un caballero, acomodado por añadidura; parecía dotado de mucho encanto, y exhibía «un trato cautivador». Afirmaba ser huérfano de una familia de nobles rurales de Midlands, y decía que había ido a Winchester y luego a Cambridge. Era una figura conocida en muchos círculos sociales de Londres, y entre sus relaciones había ministros, miembros del Parlamento, embajadores extranjeros, banqueros y otros individuos de sólida posición. Aunque era soltero, tenía puesta una casa en el número 12 de la calle Harrow, en un barrio elegante de Londres. Pero pasaba gran parte del año viajando, y se afirmaba que había visitado no solo el Continente sino también Nueva York.

Es evidente que los observadores contemporáneos creyeron en sus orígenes aristocráticos, las crónicas periodísticas lo calificaban con el término «rogue» (bellaco, pícaro), utilizando el termino en el sentido del animal macho que se hace montaraz La idea misma de que un caballero de alta cuna se diese a una vida delictiva era tan sorprendente y sugestiva que en realidad nadie deseaba desaprobarla.

Pero no existen pruebas indubitables en el sentido de que Pierce proviniera de las clases superiores, y en realidad, no se conoce con certidumbre nada de lo que hizo antes de 1850 Los lectores modernos, acostumbrados al concepto de la «identificación positiva» como hecho corriente de la vida, quizás se asombren ante las ambigüedades del pasado de Pierce. Pero en una época en que las partidas de nacimientos constituían una innovación, la fotografía era un arte en pañales y se desconocían por completo las huellas dactilares, se tropezaba con serias dificultades para identificar precisamente a un hombre; y por lo demás, Pierce procuró mostrarse especialmente esquivo. Incluso su nombre es dudoso; en el proceso, varios testigos afirmaron haberlo conocido como Johm Simms, o Andrew Miller o Robert Jeffers.

La fuente de sus ingresos, por cierto considerables, también es dudosa. Algunos sostienen que era socio capitalista de Jukes en la próspera firma que producía equipos de croquet. El croquet se había convertido de pronto en la moda que suscitaba el fervor de las jóvenes damas de inclinaciones atléticas, y era perfectamente concebible que un joven y agudo hombre de negocios obtuviese excelentes dividendos de la inversión de una modesta herencia en dicha actividad.

Otros afirmaron que Pierce era dueño de varias tabernas, y de una pequeña flota de coches de punto, dirigidos por un cochero de apariencia sobremanera siniestra, un tal Barlow, que se distinguía por una cicatriz blanca que le cruzaba la frente. La verdad de esta versión era más probable, pues la propiedad de tabernas y coches de punto era una actividad en la cual servían los vínculos con los bajos fondos. Por supuesto, no puede descartarse que Pierce fuese un hombre de buena cuna, dotado de una educación aristocrática. Cabe recordar que durante esa época Winchester y Cambridge solían caracterizarse más por la conducta desordenada y la embriaguez que por el saber serio y la templanza. Charles Darwin, el espíritu científico más profundo de la era victoriana, consagró la mayor parte de su juventud al juego y los caballos; y la mayoría de los jóvenes de buena cuna tenía más interés en adquirir «un porte universitario» que un diploma universitario.

También es cierto que los bajos fondos Victorianos albergaban a muchos individuos educados cuya suerte les había sido adversa. Generalmente era
screevers
—es decir, redactores de falsas cartas de recomendación—, o falsificadores que organizaban sus «pequeños engaños». A veces se convertían en
magsmen
, es decir estafadores. Pero en general estos individuos educados eran delincuentes de poca monta, y expresaban un destino patético que merecía la compasión más que la condena pública.

En cambio, Edward Pierce abordó el delito con un auténtico desbordamiento de energías. Poco importa cuáles fueran sus fuentes de ingresos, o la verdad de sus antecedentes; una cosa es cierta: fue un ladrón magistral, que en el curso de los años había acumulado el capital suficiente para financiar operaciones delictivas en gran escala, convirtiéndose en lo que se denominaba «un organizador». Y hacia mediados de 1854 ya había desarrollado bastante el complicado plan que le permitiría ejecutar el robo más importante de su carrera. El Gran Robo del Tren.

Capítulo
3
EL CERRAJERO

Robert Agar —conocido cerrajero, es decir especialista en llaves y violación de cajas de caudales— atestiguó ante el tribunal que cuando se encontró con Edward Pierce, a fines de mayo de 1854, hacía dos años que no lo veía. Agar tenía veintiséis años, y era un hombre de regular estado de salud, salvo una tos persistente, recuerdo de los años de infancia, cuando trabajaba para un fabricante de fósforos de la calle Wharf, en Behtnal Green. El local de la empresa estaba mal ventilado, y el vapor blanco del fósforo saturaba constantemente el aire. Se sabía que el fósforo era venenoso, pero había mucha gente deseosa de trabajar en cualquier cosa, aunque le atacase los pulmones o le pudriera el maxilar… a veces en cuestión de meses.

Agar se encargaba de empapar los palillos de madera en el fósforo. Tenía dedos ágiles, y más tarde se dedicó a la «cerrajería», y muy pronto, tuvo éxito. Fue cerrajero durante seis años, y nunca lo detuvieron.

Agar nunca había mantenido trato directo con Pierce, pero sabía que era un eximio ladrón que trabajaba en otras ciudades, lo cual explicaba sus prolongadas ausencias de Londres. Agar también había oído decir que Pierce disponía de dinero para organizar golpes, de cuando en cuando.

Agar atestiguó que el primer encuentro ocurrió en la taberna del Toro y el Oso, de la calle Hounslow. Situada en la periferia del famoso barrio de delincuentes de las Siete Esferas, este conocido tugurio era, de acuerdo con las palabras de un observador, «un lugar de reunión de todo tipo de mujeres vestidas para parecer damas, y de miembros de la clase criminal, distribuidos por todos los rincones».

Visto el carácter del lugar, era casi seguro que en la trastienda había un agente de civil de la Policía Metropolitana. Pero el Toro y el Oso era frecuentado por caballeros de sociedad deseosos de conocer la vida de los bajos fondos, y la conversación de dos hombres jóvenes y bien vestidos, de píe frente al mostrador mientras examinaban a las mujeres del salón, no llamó especialmente la atención.

Agar dijo que la reunión fue casual, pero que la llegada de Pierce no le sorprendió. Agar había oído hablar de Pierce, y parecía que estaba organizando algo. Agar recordó que la conversación se inició sin saludos ni preliminares.

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