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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

El frente (3 page)

—A todas luces, porque el asesinato se cometió ahí —responde él—. Igual porque Lamont te conoce, aunque haga como que no. O al menos te conocía, antes de que te volvieras baja y gorda.

—No soporta que la viera borracha, y que sepa tanto sobre ella debido a lo que ocurrió aquella noche. Olvídalo. No escogió Watertown por el caso, escogió el caso debido a Watertown.

—Escogió el caso porque no es un asesinato sin resolver cualquiera —replica Win—. Por desgracia, es un caso que va a encantar a los medios. Una ciega que viene de visita desde Inglaterra y es violada y asesinada…

—No cabe duda de que Lamont le sacará todo el partido posible. Pero le resulta atractivo por varias razones. Tiene más de un proyecto en mente.

—Eso, siempre.

—También tiene que ver con el Frente —dice él.

Se refiere al Frente de Recursos, Agentes y Amistades.

—Este último mes, se han sumado a nuestra coalición cinco departamentos más —continúa—. Ya hemos llegado a sesenta, tenemos acceso al cuerpo especial de intervención K-nueve, antiterrorismo, policía científica y recientemente incluso a un helicóptero. Aún seguimos arreglándonoslas con nuestros propios medios, pero vamos camino de necesitar cada vez menos a la policía del estado.

—Lo que, desde mi punto de vista, es estupendo.

—Y una mierda. La policía del estado detesta el Frente. Lamont detesta el Frente por encima de cualquier otra persona, y, vaya coincidencia, su sede central está en Watertown. Así que te envía a colaborar con nosotros, preparándolo todo para dejarnos a la altura de unos polis paletos. Hace falta que venga un investigador superhéroe de la policía del estado para enmendarnos la plana de manera que Lamont pueda recordarle al mundo entero lo importante que es la policía del estado y por qué se le debe destinar todo el apoyo y la financiación. De paso, tiene la maravillosa oportunidad de vengarse de mí, dejarme en mal lugar, porque nunca me perdonará lo que sé.

—¿Lo que sabes?

—Sobre ella. —Es evidente que Stump no tiene intención de decir nada más al respecto.

—No entiendo por qué el que resolvamos el caso te hace quedar en mal lugar.

—¿Que resolvamos el caso? Nada de eso. Te estoy diciendo una y otra vez que es cosa tuya.

—Y te preguntas por qué a la policía del estado no le hace gracia… Qué demonios, da igual.

Stump se inclina hacia delante, lo mira a los ojos y dice:

—Te lo advierto, y no me escuchas. Se asegurará de dejar al Frente en mal lugar tanto si el caso se resuelve como si no. Estás siendo utilizado de una manera que no alcanzas siquiera a imaginar. Pero puedes empezar por lo siguiente: si el Frente alcanza la magnitud suficiente un día de éstos, entonces, ¿qué? Igual ya no podéis seguir mangoneando a todo el mundo.

—Nos regimos por las leyes estatales, igual que vosotros —le recuerda Win—. No se trata de mangonear a nadie, y no me oirás nunca decir que el sistema es justo.

—¿Justo? ¿Y por qué no el peor conflicto de intereses en todo Estados Unidos? Ejercéis un control absoluto sobre todas las investigaciones de homicidios. Vuestros laboratorios procesan todas las pruebas. Hasta los malditos forenses en el depósito de cadáveres son de la policía del estado. Y luego la fiscal de distrito, cuya unidad de investigación de la policía del estado se encarga de todo el asunto, de cabo a rabo, es la que ejerce como acusación en el caso. Para ti y una servidora, estamos hablando de Lamont, que responde ante el fiscal general, quien responde ante el gobernador. Lo que significa que el gobernador tiene, de hecho, control sobre todas las investigaciones de homicidios en Massachusetts. No vas a meterme en esto. Va encaminado en una sola dirección: hacia el desastre.

—Tu inspector jefe no parece ser de la misma opinión.

—Da igual cuál sea su opinión. Tiene que hacer lo que ella dice. Y no será él quien afronte la responsabilidad, sino que se la colgará a sus subordinados. Hazme caso —le aconseja Stump—, lárgate mientras puedas.

Capítulo
2

Lamont se sirvió de su reelección el otoño anterior como excusa para despedir a todos y cada uno de los miembros de su equipo. Empezar de cero es una tendencia compulsiva en su caso, sobre todo en lo que se refiere a la gente. Una vez que cumplen el cometido para el que resultan útiles, es hora de cambiar, o, como ella dice, es hora de acometer «una resurrección» a partir de algo que ya no es vital.

Aunque no desperdicia energía en reflexiones de carácter personal, una remota parte de ella es consciente de que su incapacidad para mantener relaciones a largo plazo puede ser un inconveniente a medida que va envejeciendo.

Su padre, por ejemplo, fue un hombre de éxito extraordinario, guapo y encantador, pero murió solo por completo en París el año anterior, sin que nadie encontrara el cadáver hasta transcurridos varios días. Cuando Lamont revisó sus pertenencias, descubrió años enteros de regalos de cumpleaños y Navidad que nunca había llegado a abrir, incluidas varias obras de arte en vidrio carísimas que le envió ella, lo que explicaba que nunca se hubiera molestado en decirle a su secretaria que llamara o dictara una nota de agradecimiento.

El palacio de justicia del condado de Middlesex es una torre de pisos de ladrillo y hormigón en el corazón del centro gubernamental de Cambridge, un lugar inhóspito e infestado de crímenes, con el despacho de Lamont en la segunda planta. Al salir del ascensor y ver cerrada la puerta de la unidad de detectives, su clima interno se encapota. Win ya no estará dentro de su cubículo, Dios sabe durante cuánto tiempo. Su nuevo destino en Watertown hará que le resulte difícil reclamar su presencia cuando a ella le venga en gana.

—¿Qué ocurre? —pregunta cuando se encuentra a su secretario de prensa, Mick, sentado en el sofá en el rincón de su despacho, hablando por teléfono.

Hace su gesto habitual como si se rebanara el gaznate para indicarle que ponga fin a la llamada de inmediato, y él obedece.

—No me digas que hay algún problema. No estoy de humor para problemas —le advierte Lamont.

—Tenemos una pequeña situación —dice Mick, que aún es nuevo en su puesto, aunque promete.

Es atractivo, refinado, da buena imagen y hace lo que se le dice. Lamont se acomoda tras su mesa de cristal en su despacho lleno de piezas de vidrio. Su palacio de hielo, como lo llama Win.

—Si la situación fuera «pequeña», no estarías en mi despacho, esperando a abalanzarte sobre mí nada más entrar por la puerta —dice.

—Lo siento. No voy a decir que ya te lo advertí…

—Lo acabas de hacer.

—Me he expresado con bastante claridad acerca de lo que pienso sobre tu amigo periodista.

Se refiere a Cal Tradd. Lamont no quiere oír nada al respecto.

—A ver si puedo decirlo con tacto —empieza Mick.

No resulta fácil desconcertar a Lamont, pero la fiscal sabe reconocer indicios de peligro. Una tensión en el pecho, un aliento gélido en la nuca, una interrupción del ritmo uniforme de su corazón.

—¿Qué te ha dicho? —le pregunta.

—Me preocupa más lo que le has dicho tú a él. ¿Has hecho algo para despertar su rencor? —le pregunta Mick sin ambages.

—¿De qué demonios estás hablando?

—Igual le has hecho algún desaire, como darle aquel artículo de primera página al
Globe
el mes pasado en vez de a él.

—¿Por qué iba a darle a ése nada que merezca una primera página? Trabaja para un periódico universitario.

—Bueno, ¿se te ocurre alguna otra razón que pueda tener para vengarse de ti?

—Por lo visto, la gente no necesita razones para eso.

—YouTube. Colgado hace apenas unas horas. A decir verdad, no sé qué vamos a hacer al respecto.

—¿Al respecto de qué? Y tu trabajo es saber siempre qué hacer al respecto, sea lo que sea —responde ella.

Mick se levanta del sofá, se acerca a su lado, teclea algo en su ordenador y se conecta a Internet para acceder a YouTube.

Un videoclip.

Suena el tema
You're So Vain
de Carly Simon mientras Lamont entra en un servicio de señoras, se detiene ante un lavabo y abre el bolso de mano de piel de avestruz. Empieza a retocarse el maquillaje ante el espejo, se acicala, estudia su cara desde todos los ángulos posibles, su figura, experimenta con los botones de la blusa, cuáles abrocharse y cuáles dejar desabrochados. Se levanta la falda, se ajusta los
pantys
. Abre la boca de par en par para examinarse los dientes. Una voz en off de su propia propaganda electoral recita: «Tomando medidas contra el crimen. Monique Lamont, fiscal de distrito del condado de Middlesex».

En vez del chasquido de unas esposas que se cierran al final del anuncio, lo que se oye cerrarse es su dentadura en el espejo.

—¿Por eso sacas a colación a Cal? —pregunta en tono severo—. ¿Supones de inmediato que la culpa la tiene él? ¿En qué te basas?

—Es tu sombra, prácticamente te acecha. Es inmaduro. Se trata de algo que haría un chaval universitario…

—Vaya acusación tan fundada —replica con sarcasmo—. Menos mal que soy yo la fiscal y no tú.

Mick se le queda mirando con los ojos como platos.

—¿Vas a defenderlo?

—Es imposible que lo haya hecho él —dice Lamont—. Quienquiera que lo haya grabado, está claro que se encontraba en el servicio de señoras: una mujer, en otras palabras.

—Él no habría tenido ningún problema para hacerse pasar por una maldita chica…

—Mick. Me sigue como un cachorrillo, lo tuve a mi lado todo el rato mientras estaba en la Facultad de Ciencias Políticas. No tuvo tiempo para hacerse de repente travesti o esconderse en el maldito servicio de señoras.

—No sabía…

—Claro que no. No estabas presente. Pero tienes razón. Lo primero que hay que hacer siempre es averiguar quién me ha traicionado. —Mientras camina arriba y abajo—. Probablemente, alguna alumna en un cubículo me vio por una rendija en la puerta y grabó toda esa tontería con el móvil. Son los inconvenientes de ser un personaje público. Nadie se lo va a tomar en serio.

Mick se la queda mirando como si acabara de caerse de un estante y se hubiera hecho pedazos, igual que una de sus piezas de vidrio.

—Además —continúa—, lo importante es tener buen aspecto. Y me alegra decir que yo lo tengo. —Vuelve a poner el vídeo, alentada por la hermosura exótica de su rostro y su perfecta dentadura, las piernas torneadas, el pecho envidiable—. Toma nota, Mick. Así funcionan las cosas por aquí.

—No exactamente —responde—. Ha llamado el gobernador.

Deja de caminar arriba y abajo. El gobernador no llama nunca.

—Acerca de lo de YouTube —puntualiza Mick—. Quiere saber quién está detrás.

—Vamos a ver. Debo de haberlo anotado en alguna parte.

—Bueno, es una vergüenza, sea quien sea el que lo haya hecho. Y cuando quedas en mal lugar, él también queda en mal lugar, puesto que es él quien…

—¿Qué ha dicho, exactamente? —le pregunta.

—No he hablado con él directamente.

—Claro que no has hablado con él directamente. —Vuelve a caminar arriba y abajo, ahora furiosa—. Nadie habla con él directamente.

—Ni siquiera tú. —Como si le hiciera falta que se lo recordasen—. Y después de todo lo que has hecho por él —añade Mick—. No lo has visto ni una sola vez. Nunca te devuelve las llamadas…

—Ésta puede ser nuestra oportunidad. —Lo ataja de nuevo, sus pensamientos como bolas de billar que se esparcieran por el fieltro para ir a parar a las troneras—. Sí, sin la menor duda. La mejor venganza es el éxito. ¿Qué hacemos entonces? Sacamos buen partido de esta debacle de YouTube. Es la ocasión para que me conceda audiencia su majestad y conseguir su apoyo para mi nueva iniciativa contra el crimen. Se interesará en cuanto vea lo que puede salir ganando.

Da instrucciones a Mick para que se ponga en contacto por teléfono con el jefe de personal del gobernador. Ahora mismo. Es urgente que Lamont se reúna con el gobernador Howard Mather de inmediato. Mick sugiere que tal vez tenga que «arrastrarse», y ella le recuerda que no utilice nunca esa palabra a menos que esté hablando de otra persona. Sea como fuere, admite, si por fin reconoce a Mather como mentor, le causará impacto. Lamont necesita de veras su consejo. De pronto se ha visto sumida en una pesadilla de relaciones públicas. Teme que pueda influirle negativamente a él y no sabe qué hacer. Etcétera.

—Le resultará difícil resistirse —añade.

—Pero ¿y si se resiste? Entonces, ¿qué hago?

—¡Deja de pedirme que haga tu trabajo! —le espeta.

* * *

En una parte muy distinta de Cambridge está la destartalada casa de madera donde Win fue criado por su abuela, Nana. Abrumado de hiedra, arbustos en flor y árboles, su jardín se ha convertido en un entramado de pajareras y casas para murciélagos, así como de comederos.

La moto avanza a sacudidas por el sendero de entrada lleno de baches y sin pavimentar hasta que se detiene y aparca cerca del antiquísimo Buick de Nana. Win se quita el casco, y colma sus oídos la música como de cuento de hadas de los móviles de campanillas mecidos por el viento, como si se posaran duendecillos mágicos en los árboles y los aleros de la casa de Nana y decidieran no marcharse de allí. Nana dice que espantan a los entes molestos y malvados, «entre los que deberían incluirse sus vecinos», piensa Win. Egoístas, llenos de prejuicios, groseros. Se pelean por los senderos de entrada compartidos y por aparcar en plena calle. Ven con recelo el flujo habitual de personas que se presentan en casa de la anciana.

Hace saltar el cierre del maletero del viejo Buick, que, naturalmente, Nana no se ha molestado en cerrar, deja su equipo de motorista dentro, abre la puerta trasera y pasa por encima de la línea de sal
kosher
en el suelo. Está sentada en la cocina, ocupada en laminar hojas de laurel sobre amplias franjas de adhesivo transparente, con una cadena de música clásica sintonizada en la tele.
Miss Perra
—sorda y ciega y técnicamente robada, porque Win se la birló a su dueña, que la maltrataba— está debajo de la mesa, roncando.

Deja la bolsa del gimnasio en la encimera de la cocina, luego una mochila llena de comestibles, se inclina, le da un beso en la mejilla a Nana y dice:

—Como siempre, no tenías el coche cerrado. No tenías la puerta cerrada y la alarma no está conectada.

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