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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #Policíaco, #Thriller

El frente (5 page)

—Bueno, describes la mayor parte del condado de Middlesex. Así que no sé qué quieres decir.

—Quiero decir que igual deberías plantearte dónde no está cometiendo sus delitos en vez de dónde los está cometiendo. Supongamos que ese tipo está evitando Boston y Cambridge. Entonces, ¿por qué? Igual por las razones que acabo de mencionar, o tal vez porque vive en Boston o Cambridge y teme que alguien lo reconozca.

—Así que igual eres tú el que atraca los bancos, ya que tienes un bonito apartamento en Cambridge.

—¿Según quién?

—Suelo rastrear a alguien cuando entra en mi pantalla de radar —dice Stump—. Y desde luego vives como si atracaras bancos.

—No tienes la menor idea de cómo vivo. Sólo crees saberlo.

Señala con un dedo enfundado en látex la nota y dice:

—La misma ortografía y puntuación, las mismas letras mayúsculas.

—Deberías llevar guantes de algodón a la hora de examinar pruebas. El látex puede emborronar el lápiz y algunas tintas. Este papel, ¿es del mismo cuaderno? —pregunta Win.

—Vaya, así que también estás al tanto de las marcas de escritura.

—¿Has probado con el sistema de detección electrostática?

—Virgen santa. Y también estás al tanto del SDE. Vaya lumbrera estás hecho. Como si dispusiéramos de un SDE, por cierto —dice, en tono molesto—. ¿Y si os lo pidiéramos a vosotros? Bueno, igual nos lo facilitaríais dentro de diez años. Sea como sea, me las he apañado con la iluminación oblicua. Cada nota muestra las huellas de la última nota escrita.

—Ese tipo quiere que sepamos que se trata de él.

—¿Sepamos? No hay un «nosotros». ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Y ya puedes dejar de intentar inmiscuirte en mi vida, porque no va a darte resultado. No pienso ayudarte en tu numerito publicitario.

—Seguro que a Janie Brolin no le haría ninguna gracia que la consideres un numerito publicitario.

«Ojalá se largue —piensa Stump—, por su propio bien, maldita sea», pero lo que dice es:

—¿Por qué iba a querer este atracador que, como tú dices, «sepamos que se trata de él»?

—Igual quiere alardear. Igual le va eso de buscar emociones fuertes, disfruta con todo esto.

—O igual resulta que es estúpido, no se da cuenta de que, cada vez que escribe una nota, deja huellas de la misma en la hoja inferior —sugiere ella.

—¿Qué me dices de huellas latentes? ¿Hay alguna en las otras tres notas?

—Nada, ni una maldita huella dactilar, ni siquiera una parcial.

—Vale, entonces no es estúpido —dice Win—. De otra manera, no conseguiría salir bien parado una y otra vez, en pleno día. Y sin huellas, ni siquiera parciales. ¿Has probado con ninhidrina?

Es un reactivo probado y barato que se usa para revelar huellas latentes en superficies porosas como el papel. La sustancia química reacciona a los aminoácidos y otros componentes de las grasas y el sudor segregados por los poros de la piel. Stump le dice que no ha funcionado en ninguna de las notas, como tampoco han dado resultado las luces forenses con diversas amplitudes de espectro y filtros específicos.

—Y los cajeros no tocan las notas —señala Win.

—Las dejan allí donde están. ¿En resumidas cuentas? No tenemos nada. Y a menos que ese tipo lleve unos guantes mágicos invisibles a simple vista, no hay explicación lógica para que no esté dejando ni rastro de su identidad en las cuatro notas que ya tenemos hasta el momento. Incluso en aquellos casos en los que no hay detalles útiles de huellas dactilares, la gente que no lleva guantes deja algo, una marca de dedo, una mancha, una huella parcial del dorso de la mano o la palma.

—¿Hay vídeos de vigilancia en los cuatro casos? —indaga Win.

—Ropa diferente, pero a mí me parece el mismo tipo.

—¿Te importa si te hago una pregunta?

—Probablemente.

—¿Por qué te hiciste profesora y después lo dejaste?

—No lo sé. ¿Por qué llevas un reloj de oro? ¿Le arreglaste una multa a algún tipo rico, igual le sacaste del lío en que podría haberse metido por conducir a trescientos por hora en su Ferrari o algo así? O igual de verdad eres atracador de bancos.

—Es de mi padre. Antes de eso, de su padre, y antes de eso, de Napoleón… Te estoy tomando el pelo, aunque le gustaban los Breguet —dice Win, que levanta la muñeca para enseñárselo—. Según la leyenda familiar, robado. Algunos de mis queridos parientes del Viejo Continente podrían haber pasado un
casting
para
Los Soprano
.

—Pues desde luego no tienes pinta de italiano.

—Mi madre era italiana. Mi padre era negro, y profesor. Poeta, enseñó en Harvard. Siempre me ha llamado la atención por qué la gente quiere dedicarse a la docencia, y es raro encontrarse con alguien que sintiera esa vocación, se tomara la molestia de conseguirlo y luego lo dejara.

—En secundaria. Duró dos años. Tal como son los chicos hoy en día, decidí que prefería detenerlos. —Mientras, abre armarios para dejar distintos frascos de sustancias químicas, polvos secantes, luces de análisis, equipamiento fotográfico, sus manos nerviosas, incómodas—. ¿Alguna vez te han dicho que no mires tan fijamente? Es de mala educación. Eres peor que un crío —le dice Stump, que sella la nota del atracador en un sobre—. La última posibilidad sería hacer un frotis en busca de ADN, pero no tiene sentido, en mi opinión.

—Si no deja sudor, no es probable que deje ADN, a menos que se desprenda de una buena cantidad de células epiteliales o estornude encima del papel —señala Win.

—Sí. Prueba a malgastar el tiempo del laboratorio de la policía del estado con algo así. Ya llevo dos años esperando los resultados sobre esa chica que fue violada en el Osario, el cementerio cerca del instituto de secundaria de Watertown. Nada que ver con huesos, sino con fumar porros. Llevo tres años esperando los resultados sobre el chaval gay que fue apaleado hasta decir basta en la calle Cottage. Y olvídate de todos los atracos en peluquerías, lo que está ocurriendo en Reveré, Chelsea y demás. Nadie va a tomarse nada en serio hasta que la gente empiece a morir asesinada a diestro y siniestro.

Salen a la plataforma de planchas de acero en forma de rombo del camión; Stump baja las puertas traseras de persiana y las cierra con llave. Win la acompaña hasta su Taurus sin distintivo policial, bastante mal pintado, con cantidad de chismes en las puertas, y ella se monta, esperando a que Win le mire la pierna, esperando a que le haga alguna pregunta estúpida acerca de cómo conduce con un pie artificial. Pero se le ve apagado, ajeno a todo eso, absorto en la comisaría de ladrillo de dos plantas de Stump, un edificio viejo y cansado, además de muy pequeño. Como se puede decir de la mayor parte de las comisarías en la jurisdicción de Lamont, no hay sitio para trabajar, no hay dinero, no hay más que frustración.

Arranca el motor y dice:

—No pienso ni acercarme al caso de Janie Brolin.

—Haz lo que tengas que hacer.

—No te quepa duda de que lo haré.

Win se inclina hacia la ventanilla abierta y le dice:

—Yo voy a investigarlo, de todos modos.

A ella le tiembla la mano un poco al regular el aire acondicionado para que la corriente fresca le vaya a la cara.

—Lamont tal, Lamont cual… y tú te cuadras y haces lo que ella te ordene —dice Stump—. Lamont, Lamont, Lamont. Sea lo que sea, consigue lo que quiere y todo le va estupendamente.

—Me extraña que lo digas, después de lo que le ocurrió el año pasado —responde Win.

—Ése es el problema —señala Stump—. No te perdonará nunca que le salvaras la vida, y te castigará durante el resto de la tuya. Porque la viste… Bueno, olvídalo. —No quiere pensar en lo que vio Win aquella noche.

Al ponerse en marcha, lo observa por el espejo retrovisor y se pregunta dónde demonios tiene ese Buick suyo, el pedazo de chatarra. Suena su teléfono móvil y el corazón le da un vuelco al pensar que podría ser él.

No es él.

—Ya está —anuncia la agente especial McClure, del FBI.

—Supongo que tengo que alegrarme —le responde Stump.

—Eso me temía. Me da la impresión de que tú y yo hemos de mantener otra charla cara a cara. Empiezas a confiar en él.

—Ni siquiera me cae bien —asegura ella.

* * *

Son las diez y veinte cuando Win aparca enfrente del palacio de justicia, sorprendido al ver el coche de Lamont en su plaza reservada junto a la puerta trasera.

Vaya suerte la suya. Precisamente hoy Lamont ha decidido quedarse a trabajar hasta tarde, y sería típico de ella dar por sentado que la aparición de Win para recoger unas cosas de su mesa es una treta. Es tan vanidosa que dará por supuesto que en realidad quiere verla, que de alguna manera sabía que iba a estar trabajando a esas horas, que no soporta la idea de no estar justo al otro lado del pasillo. Qué puede hacer. Necesita expedientes de casos judiciales, sus notas, objetos personales. Se le pasa por la cabeza que le estaría bien empleado a Lamont que limpiara el despacho entero, para que se le planteara la duda de si alguna vez regresará. Baja la ventanilla justo en el momento en que empieza a vibrar su móvil. Nana. Es la segunda vez que le llama en una hora. Esta vez contesta.

—Por lo general ya estás dormida a estas horas —le dice.

Su abuela lleva un horario extraño: se da su supersticiosa ducha justo después de anochecer, se acuesta, se levanta a las dos o tres de la madrugada y empieza a revolotear por la casa como una mariposa nocturna.

—El ente no humano te ha robado la esencia —le advierte—. Y tenemos que darnos prisa, cariño mío.

—Ésa lleva intentándolo años, y aún no ha rozado mi esencia siquiera. —Observa la trasera del palacio de justicia, la planta superior iluminada. La cárcel del condado. No puede dejar de pensar en Lamont—. No te preocupes, Nana. Mi esencia está a salvo de ella.

—Me refiero a tu bolsa del gimnasio.

—No te preocupes tampoco por la ropa sucia. —No deja que se note su impaciencia, no le haría daño a Nana por nada del mundo—. Probablemente no podré pasarme mañana, a menos que necesites el coche.

—Cuando estaba en el umbral del sueño, entró el ente y le ordené que volviera a salir por la puerta. Estás metido en algo mucho más grave de lo que creías —le advierte—. ¡Se ha llevado tu bolsa del gimnasio para robarte la esencia! ¡Para llevarte como si fuera su propia piel!

—Espera un momento. —Se centra en la conversación—. ¿Me estás diciendo que alguien ha entrado en tu casa y se ha llevado mi bolsa del gimnasio?

—El ente ha entrado y se la ha llevado. He salido al jardín y luego a la calle, y ha huido en coche antes de que pudiera prenderlo en el interior de mi círculo mágico.

—¿Cuándo ha ocurrido eso?

—Poco después de oscurecer.

—Ahora mismo voy.

—No, cariño. No puedes hacer nada. He purificado el pomo de la puerta, he purificado la cocina de arriba abajo de energía maligna…

—No habrás…

—¡He erradicado su energía impura y maligna! Tienes que protegerte.

Emprende una letanía de rituales de protección. Sal
kosher
y cruces equiláteras. «Traza un pentágono sobre una fotografía de ti mismo». Velas blancas por todas partes. Espejos octogonales en todas las ventanas. «Llévate el teléfono siempre al oído derecho, nunca al izquierdo, porque el oído derecho extrae la energía negativa, mientras que el izquierdo la absorbe». Por último, exclama: «¡Le va a ocurrir algo malo a quien ha hecho esto!» Y su risa de Nana, un bienintencionado cacareo como punto final a la llamada.

Siempre ha sido un tanto rara, pero cuando se monta «en su escoba», como dice Win, le pone de los nervios. Sus arrebatos de premonición y clarividencia, sus brotes de lanzar maldiciones y hechizos, resucitan antiguas corazonadas, sentimientos de desconfianza, incluso remordimientos. Nana, con su magia. ¿De qué le sirvió a Win en el momento en que ocurrió lo peor que le ha pasado? Todas aquellas promesas acerca de lo que le depararía el futuro. Podía ir a cualquier parte, ser cualquier cosa, el mundo estaba al alcance de su mano. Sus padres no querían otro niño porque él era tan especial que tenían suficiente. Entonces llegó aquella noche, y Nana, con su magia, no alcanzó a preverla, y desde luego no pudo impedirla.

Aquella fría noche en que se llevó a su adorado nieto a una de sus misiones secretas, y ni se le pasó por la cabeza que algo iba terriblemente mal. ¿Cómo es posible? Ni siquiera el más leve presagio, ni tan sólo cuando llegaron a casa, abrieron la puerta y les salió al encuentro el silencio más absoluto que ha experimentado en su vida. Al principio creyó que era un juego. Sus padres y el perro en la sala de estar, fingiendo estar muertos.

Después de aquello no volvió a ir a ninguna de las misiones secretas de Nana, ni ha tenido nunca el menor interés en esa misma orientación espiritual que, por lo visto, tantos otros necesitan. Mientras iba haciéndose mayor, aquel desfile de desconocidos que pasaban por la casa: los despojados, los impotentes, los desesperados, los amedrentados, los enfermos. Todos pagándole como buenamente podían, fuera cual fuese su mercancía: comida, quincalla, ropa, arte, flores, verduras, chapuzas, cortes de pelo, incluso cuidados médicos. Nunca ha importado lo que sea o lo humilde que sea, pero tiene que ser algo. Nana lo denomina un «intercambio equitativo de energía», convencida de que lo que origina todos los males del mundo es un flujo y reflujo imperfecto entre el dar y el recibir.

Ahí radica, sin lugar a dudas, lo que va mal entre Win y Lamont. Con ella, no hay
quid pro quo
que valga, eso seguro. Win contempla su Mercedes de techo retráctil, brillante como cristal volcánico, de unos ciento veinte de los grandes, ni pensar que pueda ser de segunda mano. A Lamont le trae sin cuidado lo que paga, su orgullo le impide pedir descuentos, o más bien disfruta del subidón de poder permitirse el precio estipulado, permitirse aquello que le venga en gana. Win imagina lo que debe de ser eso. Ser un abogado, un fiscal general del estado, un gobernador, un senador, tener dinero, tener una mujer extraordinaria e hijos que estén orgullosos de él.

Nunca ocurrirá nada semejante.

No habría podido entrar en la facultad de derecho, en la de administración de empresas o en un programa de doctorado —en las universidades de élite de la Ivy League ni en ninguna otra— por mucho que hubiera sido un Clinton o un Kennedy. Ni siquiera pudo entrar en un colegio universitario decente, probablemente se rieron de su solicitud para acceder a Harvard, pese a que su padre fue profesor en esa universidad. Menos mal que sus padres ya no estaban cuando su orientador profesional en el instituto le comentó que, para ser un chico tan «listo», Win tenía las peores calificaciones que había visto en los exámenes de acceso a la universidad.

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