Tras toda una jornada de Lamont y Stump, se siente peor de lo normal con respecto a sí mismo, le producen un efecto deprimente la alfombra oriental, la mesa Thomas Moser, el sofá de cuero y las sillas desparejadas, así como las estanterías llenas de restos de edición que compró casi regalados y tanto le ha costado leer. Todo indeseable y de segunda mano, de tiendas de viejo, rastros, eBay, Craiglist. Defectuoso, dañado, desechado. Saca la pistola y la deja en la mesa del comedor, se quita la chaqueta y la corbata, se desabrocha la camisa, se sienta delante del ordenador y se conecta a una base de datos de búsqueda de personas, donde introduce la dirección de la casa victoriana en Cambridge. Imprime los últimos treinta y cinco años de propietarios y sus posibles parientes. Otras búsquedas indican que la transacción inmobiliaria más reciente tuvo lugar el pasado mes de marzo cuando la destartalada propiedad fue adquirida por seis millones novecientos mil dólares por una sociedad anónima llamada FDI, con letras mayúsculas, probablemente un acrónimo. Lo busca en Google.
No hay gran cosa. Apenas unos cuantos resultados que coinciden con esas iniciales en inglés: un grupo de rock de San Diego, una página educativa que responde al nombre Primero en Salir Ultimo en Entrar, una Fundación para el Derecho a la Información, el Foro de Indios Izquierdistas, un juego de mesa que tiene que ver con las palabras y el ingenio.
No alcanza a ver cómo ninguno de ellos puede estar relacionado con una mansión victoriana en la calle Brattle, y se le pasa por la cabeza llamar a Lamont y pedirle que se explique, decirle que sabe dónde ha estado esa noche, que la ha visto; tal vez asustarla para que confiese lo que estaba haciendo allí, sea lo que sea. Imagina la habitación con el colchón, la vela, pruebas de que se sacaron fotografías. Piensa en el vandalismo, los indicios de lo que parece ser un robo de cobre. Y se obsesiona con la botella de vino, las huellas de zapatos Prada. Si alguien le está tendiendo una trampa, ¿quién y por qué? ¿Y cómo es posible que Lamont no esté implicada?
Cubre la mesa del comedor con papel de carnicero y se pone guantes de látex. Vierte una ampolla de cristales de yodo en una bolsa con cierre hermético, coloca el sobre dentro, cierra la bolsa y la agita suavemente. Un par de minutos y retira el sobre, sopla encima, sin preocuparse por el ADN: el reverso del sobre cerrado es el mejor lugar para eso. Su aliento cálido y húmedo provoca una reacción química en contacto con el yodo. Aparecen en el papel varias huellas dactilares que se van volviendo negras a medida que sopla. Abre el sobre con un abrecartas y saca una hoja doblada de papel blanco. Pulcramente anotado con rotulador rosa se ve escrito: «Mañana por la mañana a las diez en punto. Parque infantil Filippello. Atentamente, Raggedy Ann».
El día siguiente a las tres de la tarde, hora de Londres.
En New Scotland Yard, el subjefe de policía Jeremy Killien mira por la ventana el letrero triangular giratorio de acero delante del legendario edificio de acero. Por lo general, el lento girar del letrero le ayuda a concentrarse, pero anda falto de nicotina e irritado. Como si no tuviera suficiente entre manos, va el inspector jefe y le suelta una bomba de cuidado.
La oficina de Killien en la quinta planta, en el corazón de la Dirección de Especialistas en Crimen, está llena a rebosar de la iconografía de su vida. Libros, expedientes, las civilizaciones estratificadas de documentos que algún día excavará, las paredes, una muchedumbre cortés y prestigiosa de fotografías. Margaret Thatcher, Tony Blair, la princesa Diana, Helen Mirren: todos posando con él. Tiene la típica vitrina con gorras e insignias policiales, y en un rincón, un maniquí vestido con un uniforme Victoriano perteneciente a un policía cuyo número en el cuello, el 452H, indica que su ronda era la de Whitechapel durante la era de Sherlock Holmes y Jack
el Destripador
.
Joder, un maldito pitillo. ¿Es mucho pedir? Killien lleva una hora entera intentando hacer caso omiso del impulso, y vuelve a sentirse agraviado al pensar que, tras décadas de entregar su vida a la Policía Metropolitana, ya no puede fumar en su mesa ni en el interior del edificio, tiene que salir a hurtadillas por el montacargas al patio cerrado con su muelle de carga que apesta a basura y meterse su dosis igual que un indigente. Abre un cajón, se toma otro chicle de nicotina mentolado y se tranquiliza un poco al notar que la lengua empieza a picarle.
Obedientemente, vuelve a centrarse en la revisión de su homicidio de Massachusetts de 1962 aún por resolver.
Qué extraño. Al inspector jefe debe de habérsele ido la olla para aceptar algo semejante. ¿Un asesinato cometido hace cuarenta y cinco años que ni siquiera tuvo lugar en Gran Bretaña? Winston
Win
Garano, también conocido por el alias de Jerónimo, sin duda porque es mestizo. Un tipo atractivo, eso no puede por menos de reconocerlo. Piel color moca, pelo moreno ondulado, la nariz fuerte y recta de un emperador romano. Treinta y cuatro años, no ha estado nunca casado, sus padres murieron cuando tenía siete años. Una estufa defectuosa, envenenamiento por monóxido de carbono. Incluso mató a su perro,
Lápiz
. Qué nombre tan raro para un perro.
Veamos, veamos. Lo crió su abuela, Nana… Vaya, ésta sí que es buena. Se considera a sí misma una «mujer del oficio», una bruja. Unos antecedentes deplorables como conductora, multas de aparcamiento, por saltarse semáforos en rojo, maniobras ilegales, exceso de velocidad, el carnet retirado y recuperado tras abonar las multas. Ay, Dios santo, allá vamos. Detenida hace tres años, aunque se retiró la denuncia. Parece ser que lanzó novecientos noventa y nueve peniques recién acuñados en el jardín del gobernador de Massachusetts, Mitt Romney. Otra mejor aún. Escribió el nombre del vicepresidente Dick Cheney en pergamino, lo introdujo en una bolsa de «caca de perro», lo enterró en un cementerio. La pillaron las dos veces con las manos en la masa, tenía intención de lanzarles una maldición. Bueno, no tiene nada de malo. Deberían haberla recompensado por ello.
Parece ser que a Win Garano lo han retirado de sus deberes habituales para destinarlo al caso de Watertown. Resulta sospechoso. Suena a castigo. Suena a que ha estado haciendo algo para apartarse de su jefa, Monique Lamont, fiscal de distrito del condado de Middlesex. A pesar del notable respaldo popular, se retiró de la carrera electoral para el cargo de gobernador en 2006, se pasó al Partido Republicano y volvió a presentarse a la reelección del cargo que ocupa en la actualidad. Ganó por un amplio margen. No ha estado casada ni parece mantener ninguna relación a destacar en la actualidad. Killien se queda mirando un buen rato su fotografía. Pelo moreno, ojos oscuros, despampanante. De una familia destacada de ascendencia francesa.
Suena su teléfono.
—¿Ha tenido oportunidad de revisar la situación de Massachusetts? —le pregunta el inspector jefe a bocajarro.
«¿Situación? Qué manera tan extraña de plantearlo». Killien abre un sobre de papel manila, saca más fotografías, así como informes de la policía y la autopsia. Le lleva un segundo caer en la cuenta, asombrado, de que la víctima es Lamont: violada y casi asesinada el año anterior.
—¿Hola? ¿Está ahí? —dice el inspector jefe.
—La estoy revisando en estos mismos instantes —responde Killien, que carraspea.
La agresión se produjo en el dormitorio de su casa de Cambridge, en Massachusetts. Su atacante fue abatido por ese mismo detective, Win Garano. ¿Qué hacía él en su dormitorio? Ahí está. Preocupado por el tono de Lamont al teléfono, se acercó a su casa, encontró la puerta trasera entornada, interrumpió al asaltante y lo mató. Fotografías del asesino en ciernes en el suelo del dormitorio de Lamont, sangre por todas partes. Fotografías de Lamont, de sus heridas. Marcas de ligaduras en torno a las muñecas, los tobillos. Marcas de succión en sus pechos completamente a la vista…
—¿Me está escuchando? —inquiere la voz autoritaria del inspector jefe.
—Claro, señor. —Killien mira por la ventana el letrero giratorio.
—La víctima, como seguro que debe de saber a estas alturas, era británica, de Londres —dice el inspector.
Killien no ha llegado hasta ahí y, si se atreve a reconocerlo, se expone al varapalo del inspector jefe. Killien evita responder la pregunta con una de cosecha propia.
—¿No fue investigado a fondo por la Metropolitana en su momento? —Remueve los documentos que cubren su mesa—. No veo nada…
—No se pusieron en contacto con nosotros, por lo visto. No parece que hubiera intereses británicos en el asunto. El novio de la víctima, norteamericano, era el sospechoso principal, y por mucho que se hubiera albergado la menor sospecha de que había sido obra del Estrangulador de Boston, no habría habido razón para implicarnos.
—¿El Estrangulador de Boston?
—La teoría de la fiscal de distrito.
Killien dispersa las fotografías tomadas en el hospital, donde la examinó una enfermera forense. Se imagina a los polis viendo a Lamont en ese estado. «¿Cómo pueden volver a mirar a su poderosa fiscal de distrito y no imaginar lo que se ve en estas fotos? ¿Cómo se las arregla?»
—Haré lo que usted desee, naturalmente —dice—. ¿Pero a qué viene tanta urgencia de repente?
—Hablaremos de ello tomando una copa —responde el inspector jefe—. Tengo un compromiso en el Dorchester, así que reúnase conmigo allí a las cinco en punto.
Mientras tanto, en Watertown, el parque Filippello está desierto.
Nada salvo mesas de picnic vacías bajo la sombra de los árboles, campos de juego desocupados y barbacoas frías. Win supone que el parque infantil al que se refería Raggedy Ann en el mensaje que le ha dejado a Farouk es probablemente el arenal para niños, así que espera en un banco cerca de los toboganes y el laguito. No hay indicio de nadie hasta ocho minutos después de las diez, cuando oye un coche en el sendero de bicis. Sólo hay dos clases de personas lo bastante desalmadas como para conducir en senderos destinados a bicicletas: los polis o los idiotas que deberían ser detenidos. Se levanta en el momento en que un Taurus azul oscuro aparca, y Stump baja la ventanilla.
—Tengo entendido que vas a encontrarte con alguien. —Parece furiosa, como si lo odiase.
—¿La has espantado? —dice, tampoco muy afable.
—No deberías estar aquí.
—Me parece que es un parque público. ¿Y qué demonios haces tú aquí?
—Tu reunión ha quedado cancelada. Me ha parecido que debía pasarme para decírtelo en persona. Me he tomado la molestia, incluso después de lo que hiciste.
—¿Lo que hice? ¿Y quién demonios te ha dicho…?
—Te presentas sin avisar en el laboratorio itinerante —le interrumpe Stump—. Pasas una hora conmigo, fingiendo ser un tipo amable, incluso dispuesto a ayudar. Luego me llamas y me propones una cita, y mientras tanto te estás quedando conmigo.
—¿Quedándome contigo?
—Calla y sube. He reconocido tu tartana aparcada por ahí. Luego la coges. No creo que tengas que preocuparte por que alguien vaya a robarla.
Avanzan lentamente por el sendero para bicicletas, las gafas de sol de Stump fijas al frente, su atuendo informal rayano en el desaliño, si bien premeditado. Camisa caqui, por fuera, holgada, para esconder la pistola en la cadera o en los riñones. Los vaqueros son anchos, de una tela azul desvaída, desgastados en algunas zonas, y largos, seguramente para disimular la funda de pistola sujeta al tobillo; con toda probabilidad el tobillo izquierdo. Aunque podría estar en el tobillo derecho, Win no tiene ni idea. Lo ignora todo acerca de las prótesis, y sigue el contorno de sus muslos, preguntándose qué hace para mantener el derecho tan musculoso como el izquierdo, imagina que debe de hacer ejercicios de extensión con las piernas, tal vez en un aparato diseñado especialmente, o quizá se cuelga pesas debajo de la rodilla y hace extensiones. Él, en su lugar, no dejaría que se le atrofiara el muslo por completo sólo porque le faltase otra parte del cuerpo.
Stump detiene el vehículo de repente, tira de una palanca bajo el asiento para hacerlo retroceder al máximo y apoya el pie derecho en el salpicadero.
—Venga —le espeta—. Mira todo lo que quieras. Estoy harta de ese voyeurismo tuyo, tan poco sutil.
—Qué estupendas botas de montaña —dice Win—. LOWA, con revestimiento de suelas Vibram, absorben las caídas, tienen una estabilización pasmosa. De no ser por el reborde de la prótesis a la altura de la rótula, que, por cierto, resulta visible a través de los vaqueros sólo porque tienes la pierna doblada y medio alzada, no me habría dado cuenta. No soy yo el que tiene el problema. Soy curioso, sí, pero no un
voyeur
.
—Te has dejado lo de manipulador, porque eso es lo que eres, un maldito manipulador que no debe de hacer otra cosa que pasearse por tiendas de ropa de marca y mirar catálogos de moda masculina. Lo único que te importa es tu aspecto, y no me extraña, porque no hay mucho aparte de eso. Y no sé qué te traes entre manos, pero ésta no es manera de empezar. En primer lugar, deberías haberte reunido con el jefe a las diez, así que ya empiezas por demostrar tu falta de respeto.
—He dejado un mensaje.
—En segundo lugar, no me hace gracia que te metas con gente que no te concierne.
—¿Qué gente?
—La mujer a la que has acosado para que se reúna contigo en el parque.
—Yo no he acosado a nadie, eso te lo aseguro. Me dejó una nota en casa a última hora de anoche, firmada por Raggedy Ann, me pidió que me reuniera con ella en el parque esta mañana. —No cae en la cuenta de lo ridículo que suena eso hasta que lo ha dicho.
—Mantente alejado de ella.
—Creía que no era más que una tarada de algún refugio para indigentes. Ahora resulta que de pronto tienes una relación personal con ella.
—Me trae sin cuidado lo que creyeras.
—¿Cómo sabías que iba a reunirme con ella?
Stump adelanta de nuevo el asiento y se pone al volante.
—¿Sabes una cosa? —le dice Win—. No tengo por qué aguantar esto. Da media vuelta y déjame en mi coche.
—Es tarde para eso. Vas a salirte con la tuya. Hoy vas a pasar un rato conmigo. Y tal vez para cuando hayamos acabado hagas caso de mi consejo y te largues de Watertown para volver a tu trabajo.
—Ah, antes de que se me olvide. Anoche me robaron. —No tiene intención de mencionar a Nana, que fue a quien robaron, no a él—. Ahora resulta que una pirada que se viste como una muñeca de trapo va soltando trolas acerca de mí. Luego, como por arte de magia, apareces tú en vez de ella.