—Infantil. Suena estúpido hacerse quemar por eso.
—Tal vez; nunca se sabe… ¿Le gusta Shakespeare?
—A veces.
—Hay más cosas en el cielo y en la tierra, Horacio, de las que imagina tu filosofía…
—Hamlet. Un chico inseguro.
—No todo el mundo merece, ni puede, acceder a esas cosas ocultas, señor Corso. Según el viejo principio, hay que conocer y guardar silencio.
—Y Torchia no lo guardó.
—Ya sabe usted que, según la Cábala, Dios posee un nombre terrible y secreto…
—El Tetragrammaton.
—Eso es. En sus cuatro letras se apoyan la armonía y el equilibrio del universo… Se lo advirtió el arcángel Gabriel a Mahoma:
Dios está oculto por setenta mil velos de luz y tiniebla. Y si esos velos se alzaran, hasta yo sería aniquilado
… Pero Dios no es el único en tener un nombre así. También el diablo tiene el suyo: una combinación de letras espantosa, maléfica, cuya pronuciación lo convoca… Y desencadena terribles consecuencias.
—Eso no es nuevo. Mucho antes del cristianismo y el judaísmo ya tenía un nombre: la caja de Pandora.
Lo miró satisfecha, a punto de concederle el diploma de alumno distinguido.
—Muy bien, señor Corso. De hecho nos pasamos la vida, y los siglos, hablando de las mismas cosas con distintos nombres: Isis y la virgen María, Mitra y Jesucristo, el 25 de diciembre como Navidad o como fiesta del solsticio de invierno, aniversario del sol invicto… Recuerde a Gregorio Magno, que ya en el siglo VII recomendaba a los misioneros utilizar las fiestas paganas, cristianizándolas.
—Instinto comercial. En el fondo se trataba de una operación de mercado: atraer clientela ajena… Pero dígame qué sabe de cajas de Pandora y derivados. Incluyendo pactos diabólicos.
—El arte de encerrar diablos en botellas y libros es muy antiguo… Gervasio de Tilbury y Gerson lo mencionaban ya en los siglos XIII y XIV. Y en cuanto a los pactos con el demonio, la tradición resulta más antigua: desde el libro de Enoch hasta San Jerónimo, pasando por la Cábala y los padres de la Iglesia. Sin olvidar al obispo Teófilo, casualmentte
amante de la sabiduría
, el Fausto histórico y Roger Bacon… O el papa Silvestre II, de quien se dice robó a los sarracenos un libro
que contenía todo lo que hay que saber
.
—Se trata, entonces, de conseguir el conocimiento.
—Claro. No va alguien a tomarse tantas molestias y pasear por la puerta del abismo por pasar el rato. La demonología erudita identifica a Lucifer con la sabiduría. En el Génesis, el diablo en forma de serpiente consigue que el hombre deje de ser un alienado estúpido y adquiera conciencia y albedrío, lucidez… Con el dolor y la incertidumbre que ese conocimiento y esa libertad implican.
La conversación nocturna estaba demasiado fresca, y era inevitable que Corso pensara en la chica. Cogió
Las Nueve Puertas
y, con el pretexto de echarle otro vistazo con mejor luz, se acercó a la ventana; pero ya no estaba allí. Sorprendido, miró a uno y otro lado de la calle, la orilla del río y los bancos de piedra bajo los árboles, sin encontrarla. Eso lo intrigó, mas no disponía de tiempo para pensar en ello. Frida Ungern hablaba de nuevo:
—¿Le gustan los juegos de adivinación? ¿Los problemas con clave oculta?… En cierto modo, ese libro que tiene en las manos lo es. Al diablo, como a todo ser inteligente, le gustan los juegos, los acertijos. Las carreras de obstáculos en las que se quedan los débiles e incapaces y sólo triunfan los espíritus superiores; los iniciados —Corso se había acercado a la mesa, colocando sobre ella el libro abierto por la página del frontispicio, la serpiente ouróbora enroscada en el árbol—. Quien sólo ve una serpiente en la figura que devora su cola, no merece seguir más allá.
—¿Para qué sirve este libro? —preguntó Corso.
La baronesa se llevó un dedo a los labios como el caballero del primer grabado. Sonreía.
Juan de Patmos dice que bajo el reinado de la Segunda Bestia, antes de la decisiva y final batalla de Armageddon,
nadie podrá comprar o vender sino el que tuviera la marca, el nombre de la Bestia o el número de su nombre
… En espera de que llegue la hora, nos cuenta Lucas (IV, I3), al final de su relato sobre las tentaciones, que el diablo, tres veces repudiado,
se retiró hasta el tiempo oportuno
. Pero dejó varias vías de acceso para los impacientes, incluyendo la forma de llegar hasta él. De pactar con él.
—Venderle el alma.
Frida Ungern emitía una risita contenida, confidencial. Miss Marple en plena tertulia, ocupada en chismorreos diabólicos. No sabes la última de Satanás. Esto y lo otro. Como te lo cuento, querida Peggy.
—El diablo ha escarmentado —dijo—. Era joven e ingenuo, y cometía errores: algunas almas se le escapaban a última hora entre los dedos, por la puerta falsa, salvándose a costa del amor, de la misericordia divina y de otras argucias semejantes. Así que terminó por incluir una cláusula de entrega innegociable de cuerpo y alma, transcurrido el plazo,
sin reserva de ningún derecho para la redención, ni futuro recurso a la misericordia divina
… Esa cláusula, por cierto, figura en este libro.
—Perro mundo —dijo Corso—. Hasta Lucifer tiene que recurrir a la letra pequeña.
—Compréndalo. Ahora se estafa con todo; hasta con el alma. Sus clientes se escabullen e incumplen las cláusulas del contrato. El diablo está harto, y con razón.
—¿Qué más contiene el libro?… ¿Qué significan los nueve grabados?
—En principio son jeroglíficos que deben ser resueltos, y su combinación con el texto proporciona el poder. Es la fórmula para construir el nombre mágico que hace comparecer a Satanás.
—¿Y funciona?
—No. Es falso.
—¿Lo ha probado usted misma?
Frida Ungern parecía escandalizada.
—¿De veras me ve en un círculo mágico, a esta edad, invocando a Belzebú?… Por favor. Por mucho que hace medio siglo se pareciese a John Barrymore, también los galanes envejecen. ¿Se imagina una decepción a mis años?… Prefiero ser fiel a mis recuerdos de jovencita.
Corso compuso un gesto de socarrona sorpresa:
—Yo creía que el diablo y usted… Sus lectores la tienen por una especie de bruja entusiasta.
—Pues se equivocan. Lo que yo busco en el diablo es dinero, no emociones —miró a su alrededor, hacia la ventana—. La fortuna de mi marido la gasté en formar esta biblioteca, y vivo de mis derechos de autor.
—Que no son desdeñables, por cierto. Es la reina de las secciones de librería en los grandes almacenes…
—Pero la vida es cara, señor Corso. Muy cara, sobre todo cuando para conseguir los ejemplares raros deseados hay que entenderse con gente como nuestro amigo el señor Montegrifo… Satanás resulta una buena forma de ingresos en los tiempos que corren, y eso es todo. Con setenta años cumplidos no dispongo de tiempo para dedicarlo a fantasías gratuitas y estúpidas, de clubs de solteronas… ¿Me explico?
Esta vez fue Corso quien sonrió:
—Perfectamente.
—Si le digo —prosiguió la baronesa— que este libro es falso, es porque lo he estudiado a fondo… Algo no funciona en él: posee lagunas, espacios en blanco. Hablo en sentido figurado, pues la edición está íntegra… Mi ejemplar perteneció a madame de Montespan, amante de Luis XIV, suma sacerdotisa satánica que llegó a establecer el ritual de la misa negra entre las costumbres de palacio… Hay una carta de la Montespan a madame De Peyrolles, su amiga y confidente, donde se queja de la ineficacia de un libro que, subraya:
«tiene todo lo preciso que citan los sabios y, sin embargo, hay algo en él de inexacto, un juego de palabras que no terminase nunca de establecerse en la secuencia correcta»
.
—¿Qué otras personas lo poseyeron?
—El conde de Saint Germain, que se lo vendió a Cazotte.
—¿Jacques Cazotte?
—El mismo. Autor de
El diablo enamorado
, ejecutado en la guillotina en 1792… ¿Conoce el libro?
Hizo Corso un gesto afirmativo y cauto. Las relaciones resultaban tan obvias que eran imposibles.
—Lo leí una vez.
En alguna parte de la casa sonaba un teléfono, y en el pasillo se oyeron pasos de la secretaria. Después el ruido cesó.
—En cuanto a
Las Nueve Puertas
—proseguía la baronesa— su rastro desaparece aquí en París, en los días del Terror revolucionario. Hay un par de referencias posteriores, pero muy imprecisas: Gérard de Nerval lo menciona de paso en uno de sus artículos, asegurando haberlo visto en casa de un amigo…
Corso parpadeó imperceptiblemente tras los cristales de sus gafas.
—Dumas fue amigo suyo —dijo, alerta.
—Sí. Pero Nerval no precisa en casa de quién. Lo cierto es que ya nadie vuelve a ver el libro hasta la venta del petainista, cuando vino a mis manos…
Corso dejó de prestar atención. Según la leyenda, Gérard de Nerval había muerto ahorcado con el cordón de un corpiño: el de madame de Montespan. ¿O era el de la Maintenon?… Fuera el que fuese, imposible no establecer inquietantes asociaciones con el cordón del batín de Enrique Taillefer.
La secretaria interrumpió su reflexión al aparecer en la puerta. Alguien llamaba a Corso por teléfono. Se excusó éste y cruzó ante las mesas de lectores para salir al pasillo, entre más libros y macetas. Sobre una rinconera de nogal había un modelo de aparato muy antiguo, de metal, con el auricular descolgado.
—Diga.
—«¿Corso?… Soy Irene Adler.»
—Ya veo —miró el pasillo desierto a su espalda; la secretaria se había ido—. Me extrañaba que no siguieras de centinela… ¿De dónde llamas?
—«Del
bar-tabac
de la esquina. Hay un hombre que vigila la casa. Por eso vine aquí.»
Por un instante, Corso respiró despacio. Después buscó con los dientes una piel junto a la uña del pulgar y tiró de ella. Tenía que ocurrir tarde o temprano, se dijo con retorcida resignación: formaba parte del paisaje, o del decorado. Después pronunció una palabra que sabía innecesaria:
—Descríbelo.
—«Moreno, con bigote y una cicatriz grande en la cara —la voz de la chica sonaba tranquila; sin rastro de emoción ni conciencia de peligro—. Está dentro de un BMW gris aparcado al otro lado de la calle.»
—¿Te ha visto?
—«No sé; pero yo lo veo a él. Lleva una hora dentro del coche y ha bajado dos veces: una para mirar los nombres de los timbres del portal, y otra para comprar diarios.»
Escupió Corso la minúscula piel de la boca y se chupó el pulgar. Le escocía.
—Oye. No sé qué pretende ese individuo. Ni siquiera si los dos formáis parte del mismo montaje. Pero no me gusta que esté cerca de ti. No me gusta nada. Así que vete al hotel.
—«No seas imbécil, Corso. Yo iré donde deba ir.»
Todavía añadió «saludos a Treville» antes de colgar el teléfono, y Corso hizo un gesto a medio camino entre la exasperación y el sarcasmo, porque pensaba en lo mismo y no agradecía la coincidencia. Por eso permaneció un momento mirando el auricular antes de devolverlo a la horquilla. Naturalmente, ella estaba leyendo
Los tres mosqueteros
; incluso tenía el libro abierto cuando la vio por la ventana. En el capítulo tercero, recién llegado a París y en plena audiencia con el señor de Treville, jefe de los mosqueteros del rey, d’Artagnan ve por la ventana a Rochefort y, precipitándose escaleras abajo, en su busca, tropieza con el hombro de Athos, el tahalí de Porthos y el pañuelo de Aramis. Saludos a Treville. Como broma resultaba ingeniosa, si es que era espontánea. Pero a Corso no le hacía ninguna gracia.
Después de colgar el teléfono permaneció quieto en la penumbra del pasillo, reflexionando. Tal vez esperaban de él precisamente eso, una carrera escaleras abajo, espada en mano, tras el señuelo de Rochefort. Hasta la llamada de la chica podía formar parte del plan; o tal vez, puestos a rizar el rizo, una advertencia contra ese mismo plan, si es que había tal. Y si es que ella —Corso tenía demasiada experiencia para poner la mano en el fuego por nadie— jugaba limpio.
Malos tiempos, se dijo de nuevo. Tiempos absurdos. Después de tantos libros, cine y televisión, después de tantos niveles de lectura posibles, resultaba difícil saber si uno se enfrentaba al original o a la copia; cuándo el juego de espejos devolvía la imagen real, la invertida o la suma de éstas, y cuáles eran las intenciones del autor. Resultaba tan fácil quedarse corto como pasarse de listo. Había en ello un motivo más para envidiar al tatarabuelo Corso, sus mostachos de granadero y el olor a pólvora sobre el barro de Flandes. Entonces una bandera todavía era una bandera, el Emperador era el Emperador, una rosa era una rosa. De cualquier modo, ahora, en París y para Corso, algo seguía claro: incluso como lector de segundo nivel estaba dispuesto a asumir el juego sólo hasta ciertos límites. Y no tenía edad, ni inocencia, ni ganas de correr a batirse en terreno elegido por los adversarios, tres duelos concertados en diez minutos, en los Carmelitas Descalzos o donde diablos fuera. Cuando hubiera que decirse hola muy buenas, ya procuraría él acercarse a Rochefort con todas las garantías a su favor, a ser posible por detrás y con una barra de hierro en la mano. Se lo debía desde aquella calleja estrecha, en Toledo, sin olvidar los intereses acumulados en Sintra. Corso era de los que siempre saldan sus deudas en frío. Sin prisas.
Se considera insoluble este misterio por las mismas razones que deberían inducir a considerarlo solucionable.
(E. A. Poe.
Los crímenes de la calle Morgue
)
—La clave es elemental —dijo Frida Ungern—: abreviaturas similares a las utilizadas en los antiguos manuscritos latinos. Quizá porque Aristide Torchia tomó literalmente la mayor parte del texto de otro manuscrito; puede que del legendario
Delomelanicon
. En la primera lámina, el sentido es evidente para quien conozca un poco el lenguaje hermético:
NEM. PERV.T QUI N.N LEG. CERT.RIT
es, por supuesto,
NEMO PERVENIT QUI NON LEGITIME CERTAVERIT
.
—…
Nadie que no haya combatido según las reglas lo consigue
.
Iban por la tercera taza de café, y saltaba a la vista que, al menos en lo formal, Corso había sido adoptado. Vio asentir a la baronesa, complacida.
—Muy bien… ¿Puede interpretar algún elemento de esa lámina?
—No —mintió Corso con sangre fría. Acababa de descubrir que, en aquel ejemplar, las torres de la ciudad amurallada hacia la que iba el caballero no eran cuatro, sino tres—… Salvo el gesto del personaje, que parece elocuente.