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Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policiaco, Intriga

El club Dumas (26 page)

BOOK: El club Dumas
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Cuando Corso se puso en pie, colgándose al hombro la bolsa de lona, ella lo imitó. Bajaron sin prisas hacia el Sena. La chica iba por el lado interior de la acera, y de vez en cuando se detenía ante los escaparates de las tiendas, llamando su atención sobre un cuadro, un grabado, un libro. Lo miraba todo con ojos muy abiertos, intensa curiosidad y un punto de nostalgia en las comisuras de la boca que sonreía reflexiva. Parecía buscar huellas de sí misma en los objetos antiguos; como si, en algún lugar de su memoria, el pasado convergiese con el de aquellos pocos supervivientes traídos hasta allí por la deriva, tras cada naufragio inexorable de la Historia.

Había dos librerías una frente a otra, a cada lado de la calle. La de Achille Replinger era muy antigua, con el exterior de madera barnizada y un elegante escaparate bajo el rótulo:
Livres anciens, autographes et documents historiques
. Corso le dijo a la chica que aguardase afuera, y ésta obedeció sin protestar. Cuando caminaba hacia la puerta miró el cristal del escaparate y la vio reflejada en él, sobre su hombro, de pie en la otra acera, observándolo.

Sonó una campanilla al empujar la puerta. Había una mesa de roble, libros antiguos en las estanterías, bastidores con carpetas de grabados y una docena de viejos archivadores de madera. Cada uno tenía letras en orden alfabético, cuidadosamente caligrafiadas en sus casillas de latón. Sobre la pared, en un marco, un texto autógrafo y una leyenda:
Fragmento
de Tartufo.
Molière
. También tres buenos grabados: Dumas entre Víctor Hugo y Flaubert.

Achille Replinger estaba de pie junto a la mesa. Era corpulento, de tez rojiza; una especie de Porthos con espeso mostacho gris y gruesa papada sobre el cuello de una camisa con corbata de punto. Vestía ropa cara, con descuido: chaqueta inglesa deformada en torno a la excesiva cintura y pantalones de franela un poco caídos, llenos de arrugas.

—Corso… Lucas Corso —sostenía la tarjeta de presentación de Boris Balkan entre los dedos gruesos y fuertes, fruncido el ceño—. Sí, recuerdo su llamada telefónica del otro día. Algo sobre Dumas.

Corso puso la bolsa sobre la mesa y sacó la carpeta con las quince hojas manuscritas de
El vino de Anjou
. El librero las extendió ante sí, enarcando una ceja.

—Curioso —dijo en voz baja—. Muy curioso.

Resoplaba al hablar, entrecortado y asmático. Extrajo del bolsillo superior de la chaqueta unas gafas bifocales y se las puso tras echar un breve vistazo al aspecto de su visitante. Después se inclinó sobre las páginas. Al levantar la vista sonreía, embelesado.

—Extraordinario —comentó—. Se lo compro en el acto.

—No está en venta.

El librero pareció sorprendido. Arrugaba la boca, a punto casi de hacer un puchero.

—Yo creía entender…

—Se trata sólo de un peritaje. Abonándole el costo, naturalmente.

Achille Replinger movió la cabeza; el dinero era lo de menos. Parecía confuso, y un par de veces se detuvo para observarlo con desconfianza, sobre la montura de sus gafas. De nuevo se inclinaba sobre el manuscrito.

—Lástima —dijo al fin, y le echó a Corso otra curiosa ojeada. Parecía preguntarse de qué modo había llegado aquello a sus manos—. ¿Cómo lo consiguió?

—Herencia. Una vieja tía difunta. ¿Lo ha visto antes?

Todavía suspicaz, el otro miró a espaldas de Corso, a través del escaparate y hacia la calle, como si alguien que pasara por allí pudiera darle razón de aquella visita. O tal vez buscaba una respuesta apropiada. Al fin se tocó el mostacho, igual que si fuese postizo e intentara asegurarse de que seguía en su sitio, y sonrió evasivo.

—Aquí, en el
Quartier
, nunca sabe uno cuándo ha visto algo y cuándo no… Siempre fue un barrio propicio para los vendedores de libros y grabados… La gente viene a comprar y vender, y todo termina pasando varias veces por las mismas manos —hizo una pausa para tomar aire: tres cortas inspiraciones antes de dirigirle a Corso una mirada inquieta—… Creo que no —concluyó—. Que nunca vi antes este original —miró de nuevo hacia la calle; la sangre le afluía al rostro enrojecido—. Lo recordaría bien.

—¿Debo entender que es auténtico? —inquirió Corso.

—Bueno… En realidad sí —el librero resoplaba acariciando las hojas azules con las yemas de los dedos; daba la impresión de que se resistía a tocarlas. Por fin cogió una entre el pulgar y el índice—. Letra semi-redondilla, de medio grosor, sin interlineados ni tachaduras… Apenas hay signos de puntuación, con inesperadas mayúsculas. Sin duda es Dumas en plena madurez, hacia la mitad de su vida, cuando escribió
Los mosqueteros
… —se había ido animando poco a poco. Ahora calló de pronto alzando un dedo, y Corso pudo verlo sonreír bajo el mostacho; parecía haber tomado una decisión—. Espere un momento.

Anduvo hasta un archivador marcado con una
D
y extrajo unas carpetas de cartulina color hueso.

—Todo de Alejandro Dumas padre. La letra es idéntica.

Había allí una docena de documentos, algunos sin firma o con las iniciales
A.D
.; otros mostraban la firma completa. En su mayor parte eran pequeñas notas a editores, cartas a amigos, invitaciones.

—Éste es uno de sus autógrafos norteamericanos… —aclaró Achille Replinger—. Lincoln le pidió uno, y él envió diez dólares y cien autógrafos, vendidos en Pittsburgh para obras de caridad… —fue mostrándole a Corso los documentos con orgullo profesional contenido pero evidente—- Vea este otro: una invitación a cenar en su casa de Montecristo, la residencia que se hizo construir en Port-Marly. A veces usaba sólo iniciales, y otras recurría a pseudónimos… Aunque no todos los autógrafos que circulan son auténticos. En el periódico
El Mosquetero
, del que fue propietario, había un tal Viellot capaz de imitar su letra y rúbrica. Y en los tres últimos años de vida, las manos de Dumas temblaban demasiado; tuvo que dictar los textos.

—¿Por qué papel azul?

—Lo recibía de Lille, fabricado expresamente para él por un impresor que lo admiraba… Casi siempre de este color, sobre todo para las novelas. A veces rosado para los artículos, amarillo para la poesía… Escribía con distintas plumas, según el género. Y no soportaba la tinta azul.

Corso indicó las cuatro hojas blancas del manuscrito; las que tenían anotaciones y tachaduras.

—¿Y éstas?

Replinger fruncía las cejas.

—Maquet. Su colaborador Augusto Maquet. Son correcciones hechas por Dumas a la redacción original —se pasó un dedo por el mostacho antes de inclinarse para leer en voz alta con gesto teatral—:
«¡Horroroso! ¡Horroroso!, murmuraba Athos, mientras Porthos rompía las botellas y Aramis daba órdenes algo tardías para que fuesen en busca de un confesor…».
—con un suspiro, el librero dejó la frase en el aire asintiendo, satisfecho, antes de mostrarle la hoja—. Fíjese: Maquet se había limitado a escribir:
«Y expiró ante los aterrados amigos de d’Artagnan»
. Dumas tachó esa línea y puso las otras encima para ampliar el pasaje con más diálogos.

—¿Qué puede contarme de Maquet?

El otro movió los poderosos hombros, indeciso.

—No gran cosa —de nuevo el tono era evasivo—. Contaba diez años menos que Dumas y le fue recomendado por un amigo común, Gerard de Nerval. Escribía novelas históricas sin éxito. Le llevó el original de una:
El bueno de Buvat, o la conspiración de Cellamare
. Dumas convirtió el manuscrito en
El caballero de Harmental
y lo dio a la imprenta con su nombre. Maquet obtuvo a cambio 1.200 francos.

—¿Puede establecer la fecha en que se redactó
El vino de Anjou
, a partir de la letra y el tipo de escritura?

—Claro que puedo. Coincide con otros documentos de 1844, el año de
Los tres mosqueteros
… Las hojas blancas y azules encajan en su modo de trabajar. Dumas y su asociado lo hacían a destajo. Del
D’Artagnan
de Courtilz sacaron los nombres de sus héroes, el viaje a París, la intriga con Milady y el personaje de la mujer de un figonero, a la que Dumas dio los rasgos de su amante Belle Krebsamer, para encarnar a madame Bonancieux… De las
Memorias
de la Porte, hombre de confianza de Ana de Austria, salió el rapto de Constanza. Y de La Rochefoucauld y de un libro de Roederer,
Intrigas políticas y galantes de la corte de Francia
, obtuvieron la famosa historia de los herretes de diamantes… En esta época no sólo escribían
Los mosqueteros
; también
La reina Margarita
y
El caballero de Casa Roja.

Replinger hizo otra pausa para tomar aire. Se iba acalorando a medida que hablaba, y de nuevo la sangre le afluía al rostro. Las últimas citas las hizo precipitadamente, algo atropelladas las palabras. Temía aburrir a su interlocutor, pero, al mismo tiempo, deseaba complacerlo con toda la información posible.

—Sobre
El caballero de Casa Roja
—continuó después de respirar un poco— hay una anécdota divertida… Al anunciarse el folletín con el título original,
El caballero de Rougeville
, Dumas recibió una carta de protesta firmada por un marqués del mismo nombre. Eso le hizo cambiar el título; pero al poco recibió una nueva carta.
«Muy señor mío»
, decía el aristócrata:
«dé a su novela el título que guste. Soy el último de la familia y dentro de una hora voy a pegarme un tiro»
… Y en efecto, el marqués de Rougeville se suicidó por asunto de faldas.

Boqueó otra vez, falto de aire. Sonreía imponente y rubicundo, cual si pidiera excusas. Una de sus fuertes manos se apoyaba en la mesa junto a las hojas azules. Parecía un gigante agotado, se dijo Corso. Porthos en la gruta de Locmaría.

—Boris Balkan no le hizo justicia; usted es un experto en Dumas. No me extraña que sean amigos.

—Nos respetamos. Pero yo sólo hago mi trabajo —Replinger inclinaba la cabeza, un poco cohibido—. Soy un alsaciano concienzudo, que trabaja con documentos y libros anotados o con dedicatorias autógrafas. Siempre autores del XIX francés… Sería incapaz de valorar lo que llega a mis manos si no conociese bien por quién fue escrito, o en qué circunstancias. No sé si me comprende.

—Perfectamente —repuso Corso—. Es la diferencia entre un profesional y un vulgar trapero.

Replinger le dirigió una mirada de agradecimiento.

—Usted es del oficio. Salta a la vista.

—Sí —torció la boca—. Del oficio más viejo del mundo.

Rió el librero, para terminar en otro estertor asmático. Corso aprovechó la pausa orientando la conversación hacia el asunto Maquet:

—Cuénteme cómo lo hacían —pidió.

—La técnica era complicada —Replinger movía las manos hacia la mesa y las sillas, como si la escena hubiera ocurrido allí—. Dumas trazaba el plan de cada obra y lo discutía con su colaborador, que buscaba documentación y escribía un esbozo de historia, o una primera redacción: las hojas blancas. Después Dumas reescribía en las hojas azules… Trabajaba en mangas de camisa, por la mañana o por la noche; casi nunca por la tarde. No bebía café ni licores; sólo agua de Seltz. Tampoco fumaba apenas. Llenaba páginas entre apremios de los editores reclamando más y más. Maquet remitía el material en bruto por correo, y él se impacientaba con los retrasos —extrajo una cuartilla de la carpeta y la puso en la mesa delante de Corso—. Aquí tiene la prueba: una de las notas cruzadas entre ellos durante la redacción de
La reina Margarita
. Como ve, Dumas se queja un poco:
«Todo marcha perfectamente, a pesar de seis o siete páginas de política que nos tragaremos para que renazca el interés… Si no vamos más aprisa, querido amigo, es culpa vuestra: desde ayer a las nueve estoy mano sobre mano»
… —hizo alto para llevar aire a sus pulmones e indicó
El vino de Anjou
—. Sin duda estas cuatro hojas blancas con letra de Maquet y anotaciones de Dumas fueron recibidas por él con muy poco tiempo, momentos antes de que Le Siécle cerrara la edición, y hubo de conformarse con reescribir algunas y hacer correcciones apresuradas de su puño y letra sobre otras, en el mismo original.

Volvía a meter los papeles en sus carpetas, para reintegrarlos al archivador de la letra D. Tuvo tiempo Corso de echar un último vistazo a la nota en que Dumas reclamaba páginas a su colaborador. Aparte de la letra, que se correspondía trazo a trazo, el papel era idéntico —azul y con fina cuadrícula— al utilizado en el manuscrito de
El vino de Anjou
. Un folio cortado en dos; la parte inferior aún se veía más irregular que las otras tres. Quizá todas aquellas hojas estuviesen juntas sobre la mesa del novelista, en la misma resma.

—¿Quién escribió realmente
Los tres mosqueteros
?

Replinger, ocupado en cerrar el archivador, tardó en responder:

—No puedo aclararle eso; la pregunta es demasiado tajante. Maquet era hombre de recursos, conocía la Historia, leyó mucho… Pero le faltaba el genio del maestro.

—Creo que terminaron mal.

—Sí. Una lástima. ¿Sabe que viajaron juntos a España cuando la boda de Isabel II?… Dumas publicó incluso un folletín,
De Madrid a Cádiz
, en forma de cartas… En cuanto a Maquet, con el tiempo exigió ante los tribunales que se le declarase autor de dieciocho de las novelas de Dumas, pero los jueces dictaminaron que su trabajo fue sólo preparatorio… Hoy se le considera un escritor mediocre, que aprovechó la fama del otro para ganar dinero. Aunque no falta quien lo ve como una víctima explotada: el
negro
del gigante…

—¿Y usted?

Replinger miró, furtivo, el retrato de Dumas que había sobre la puerta.

—Ya le he dicho que no soy un especialista como mi amigo el señor Balkan… Sólo un comerciante; un librero —pareció meditar, calibrando el grado de compromiso entre su profesión y sus gustos personales—. Pero llamaré su atención sobre un hecho: entre 1870 Y 1894 se vendieron en Francia tres millones de volúmenes y ocho millones de folletines por entregas, todos con el nombre
Alejandro Dumas
en la portada. Novelas escritas antes, durante y después de Maquet. Imagino que eso significa algo.

—Al menos, la fama en vida—sugirió Corso.

—Sin discusión. Durante medio siglo Europa no juró sino por su boca. Las dos Américas enviaban barcos con el exclusivo fin de transportar sus novelas, que se leían lo mismo en El Cairo, Moscú, Estambul y Chandernagor… Dumas apuró la existencia, el placer y la popularidad, hasta el límite. Vivió y disfrutó, estuvo en las barricadas, se batió en duelos, tuvo procesos, fletó navíos, repartió pensiones de su bolsillo, amó, comió, bailó, ganó diez millones y derrochó veinte, y murió dulcemente, como un niño dormido… —Replinger señalaba las correcciones a las hojas blancas de Maquet—. A todo eso se le puede llamar de muchas formas: talento, genio… Pero, sea lo que sea, no se improvisa, ni se roba a otros —golpeó su pecho al modo de Porthos—. Se tiene aquí. Ningún otro escritor vivo conoció tanta gloria. De la nada, Dumas lo obtuvo todo; como si hubiera pactado con Dios.

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