Grüber se inclinó apenas unos milímetros:
—Llevará unas horas, señor Corso.
—Lo sé —miró hacia el pasillo que comunicaba el vestíbulo con el restaurante; la chica estaba allí, su trenca bajo el brazo y las manos en los bolsillos de los tejanos, mirando una vitrina con perfumes y pañuelos de seda—. En cuanto a ella…
El conserje extrajo una ficha de bajo el mostrador. —Irene Adler —leyó—. Pasaporte británico, expedido hace dos meses. Diecinueve años. Domiciliada en 223 b de Baker Street, Londres.
—No me tome el pelo, Grüber.
—Nunca me tomaría la libertad, señor Corso. Eso dice el pasaporte.
Había un ápice de sonrisa, una levísima insinuación casi inapreciable en la boca del viejo
waffen SS
. Corso lo había visto sonreír de verdad sólo una vez: el día que cayó el muro de Berlín. Observó el pelo blanco cortado a cepillo, el cuello rígido, las manos simétricas apoyadas sobre el mostrador exactamente en el borde, por las muñecas. La antigua Europa, o lo que quedaba de ella. Demasiado mayor para arriesgarse a volver a casa y comprobar que nada era como recordaba; ni el campanario de Zagreb, ni las campesinas rubias y acogedoras oliendo a pan tierno, ni las llanuras verdes con ríos y puentes que había visto volar dos veces; en su juventud, cuando se retiraba ante los guerrilleros de Tito, y por la televisión, otoño del 91, en las narices de los
chetniks
serbios. Lo imaginó en su cuarto, quitándose la chaqueta burdeos con llavecitas doradas en las solapas igual que si se quitara la guerrera del uniforme austrohúngaro, ante un apolillado retrato del emperador Francisco José en la pared. Seguro que ponía en el tocadiscos la marcha Radetzky, brindada con montenegrino de Vranac y se masturbaba viendo vídeos de Sissí.
La chica había dejado de mirar la vitrina y observaba a Corso. 223 b de Baker Street, repitió él mentalmente, y estuvo a punto de echarse a reír sin remedio. No le habría sorprendido lo más mínimo que en ese momento apareciese un botones con una invitación de Milady de Winter para tomar el té en el castillo de If, o en el palacio de Ruritania con Richelieu, el profesor Moriarty y Rupert de Hentzau. Ya que de literatura se trataba, aquello podía ser lo más natural del mundo.
Pidió una guía telefónica para buscar el número de la baronesa Ungern. Luego, ignorando la mirada de la chica, fue hasta la cabina del vestíbulo y concertó una cita para el día siguiente. También marcó otro teléfono, el de Varo Borja en Toledo. Pero no obtuvo respuesta.
En el televisor había una película sin sonido: Gregory Peck entre focas, pelea en la sala de baile de un hotel, dos goletas navegando borda con borda, todo el trapo desplegado y el agua saltando sobre la amura, rumbo al norte, hacia la verdadera libertad que sólo empieza a diez millas de la costa más próxima. A este lado de la pantalla del televisor, sobre la mesa de noche, una botella de Bols con el nivel por debajo de la línea de flotación montaba guardia, cual viejo y alcohólico granadero en vísperas de batirse el cobre, entre
Las Nueve Puertas
y la carpeta del manuscrito Dumas.
Lucas Corso se quitó las gafas para frotarse los ojos enrojecidos por el humo de tabaco y la ginebra. Sobre la cama, ordenados con esmero arqueológico, estaban los fragmentos del número Dos rescatados de la chimenea en casa de Victor Fargas. No gran cosa: las tapas, protegidas por la piel de la encuadernación, se habían quemado menos que el resto, casi todo márgenes chamuscados con algunos párrafos apenas legibles. Cogió uno de ellos, amarillento y quebradizo por la acción del fuego: …
si non obig.nem me. ips.s fecere, f.r q.qe die, tib. do vitam m.m si cut t.m…
Pertenecía a un ángulo inferior de hoja, así que tras estudiarlo unos instantes buscó en el ejemplar número Uno la página gemela. Se trataba de la 89, y se correspondían dos párrafos idénticos. Intentó lo mismo con cuantos fragmentos pudo identificar, consiguiéndolo con dieciséis de ellos. Había otros veintidós imposibles de situar, demasiado pequeños o estropeados, y once más eran fragmentos de márgenes en blanco de los que sólo uno, merced a un 7 torcido en la tercera y única cifra legible del número de página, identificó como de la 107.
La brasa del cigarrillo le quemaba los labios, y Corso lo aplastó en el cenicero. Después, alargando la mano, acercó la botella para beber directamente del gollete un largo trago. Estaba en mangas de camisa, una vieja prenda de algodón caqui con grandes bolsillos, vuelta sobre los codos, con la corbata hecha un guiñapo. En la tele, el hombre de Boston abrazaba a una princesa rusa junto a la rueda del timón, y ambos movían los labios sin palabras, felices de amarse bajo un cielo en technicolor. El único sonido de la habitación era el suave trepidar de los cristales en la ventana por el tráfico que, dos pisos más abajo, discurría hacia el Louvre.
Finales felices. En otro tiempo, Nikon también había amado ese tipo de cosas. Corso la recordaba capaz de emocionarse como una chiquilla sentimental ante el beso con fondo de nubes y violines, cuando las palabras
The End
aparecían sobre las imágenes. A veces, en la butaca de un cine o sentada ante el televisor con la boca llena de ganchitos de queso, se apoyaba en el hombro de Corso y éste la sentía llorar larga y mansamente, en silencio, sin apartar los ojos de la pantalla. Podía ser Paul Henreid cantando
La marsellesa
en el café de Rick; Rutger Hauer inclinada la cabeza, moribundo, en los últimos planos de
Blade Runner
; John Wayne con Maureen O’Hara ante la chimenea, en Innisfree; Custer con Arthur Kennedy la víspera de Little Big Horn; O’Toole-Jim engañado por el caballero Brown; Henry Fonda camino del O.K. Corral; o Mastroianni hundido hasta la cintura en el estanque del balneario para rescatar un sombrero de mujer, saludando a derecha e izquierda, elegante, imperturbable y enamorado de unos ojos negros. Nikon era feliz entre las lágrimas que le provocaba todo eso, y se enorgullecía de ellas. Será porque estoy viva, decía después riendo, aún húmedos los ojos. Porque soy parte del resto del mundo y me gusta que así sea. El cine es cosa de muchos: colectivo, generoso, con los niños aplaudiendo cuando llega el Séptimo de Caballería. Incluso mejora a través de la tele; las películas se ven entre dos, se comentan. En cambio tus libros son egoístas. Solitarios. Algunos ni siquiera pueden leerse y se rompen al abrirlos. Quien sólo se interesa por los libros no necesita a nadie, y eso me da miedo —Nikon masticaba el último ganchito y se lo quedaba mirando, atenta, entreabiertos los labios, acechando en su rostro el síntoma de una enfermedad que no tardaría en manifestarse—. A veces tú me das miedo.
Finales felices. Corso puso un dedo sobre el mando a distancia y la imagen desapareció en la pantalla. Ahora él estaba en París y Nikon fotografiaba niños deojos tristes en algún lugar de África o de los Balcanes. Una vez, tomando una copa en un bar, creyó entreverla en la imagen confusa de un telediario: de pie en mitad de un bombardeo entre refugiados que corrían despavoridos, con el pelo recogido en una trenza, las cámaras colgando y un 35 mm pegado a la cara, su silueta recortada sobre un fondo de humo y llamas. Nikon. Entre las falacias universales que ella siempre asumió sin cuestionar su fundamento, la de los finales felices era la más absurda. Comieron perdices y siempre se amaron, y parecía que el resultado de la ecuación fuese indiscutible, definitivo. Nada de preguntas sobre cuánto dura el amor, la felicidad, en un
siempre
fraccionable en vidas, años, meses. Incluso días. Hasta el final inevitable, el de ellos dos, Nikon se negó a aceptar que tal vez el héroe se hundió con su barco dos semanas después, al chocar con un escollo en las Hébridas del Sur. O que la heroína fue atropellada por un automóvil tres meses más tarde. O que todo ocurrió quizás de otro modo, de mil formas distintas: alguien tuvo el primer amante, alguien sintió rencor o hastío, alguien deseó volver atrás. ¿Cuántas noches de lágrimas, de silencios, de soledad, se sucedieron tras aquel beso? ¿Qué cáncer lo mató a él antes de cumplir cuarenta? ¿De qué vivió ella antes de morir en un asilo a los noventa? ¿En qué despojo ruin se convirtió el apuesto oficial, con las heridas gloriosas convertidas en horribles cicatrices y sus batallas olvidadas que ya no interesaban a nadie? ¿Qué dramas vivieron ya ancianos, indefensos, sin fuerzas para pelear o defenderse, traídos de acá para allá por el vendaval del mundo, la estupidez, la crueldad, la miserable condición humana?
A veces me das miedo, Lucas Corso.
Cinco minutos antes de las once de la noche había resuelto el misterio de la chimenea de Victor Fargas, aunque eso estuviera lejos de aclarar las cosas. Miró el reloj desperezándose con un bostezo. Luego, tras un nuevo vistazo a los fragmentos extendidos sobre la colcha, encontró su mirada en el espejo, junto a la vieja postal de los húsares ante la catedral de Reims encajada en el marco de madera. Observó su propio aspecto: despeinado, azuleándole ya la barba en la cara, torcidas las gafas sobre la nariz, y se echó a reír bajito. Una de esas lobunas risas suyas algo atravesadas y con mala leche, que reservaba para las ocasiones especiales. Porque aquélla lo era. Todos los fragmentos de
Las Nueve Puertas
que logró identificar correspondían a páginas con texto. De las nueve láminas y el frontispicio de la página de título no quedaba rastro. Eso reducía a dos las posibilidades: ardieron en la chimenea o, lo más probable —aquellas tapas desencuadernadas— alguien se los llevó antes de echar el resto al fuego. Ese alguien, fuera quien fuese, sin duda se creía muy astuto. O muy astuta. Aunque, tras la inesperada visión de La Ponte y Liana Taillefer en el semáforo, tal vez conviniera ir acostumbrándose a la tercera persona del plural: astutos. La cuestión residía en saber si las pistas que Corso olfateaba eran fallos del adversario, o trampas. En todo caso, muy elaboradas.
Y hablando de trampas. La chica estaba en el umbral cuando Corso abrió la puerta después de oír el timbre, con sólo un momento para cubrir, con prudencia, el número Uno y el manuscrito Dumas bajo la colcha. Venía descalza, vestida con sus tejanos y una camiseta blanca.
—Hola, Corso. Espero que no tengas intención de salir esta noche.
Se quedaba en el pasillo, sin entrar, con los pulgares en los bolsillos del pantalón ceñido a la cintura y a las largas piernas. Fruncía el entrecejo, esperando malas noticias.
—Puedes relajar la guardia —la tranquilizó. Ahora sonreía, aliviada.
—Me caigo de sueño.
Corso le dio la espalda y fue hasta la mesa de noche y la botella, que ya estaba vacía; después se puso a hurgar en el mueble bar hasta alzarse, triunfante, con un botellín de ginebra en la mano. Lo vació en un vaso y se mojó los labios. La joven seguía en la puerta.
—Se llevaron los grabados. Los nueve —Corso señalaba los fragmentos del número Dos con la misma mano que sostenía el vaso—. Quemaron el resto para que no se notara; por eso no ardió todo. Pusieron buen cuidado en dejar trozos intactos… Así el libro se identificaría como oficialmente destruido.
Ella inclinó la cabeza a un lado, mirándolo con fijeza.
—Eres listo.
—Claro que lo soy. Por eso me metieron en esto.
La chica anduvo unos pasos por la habitación. Corso miró sus pies desnudos sobre la moqueta, junto a la cama. Observaba con atención los trozos de papel chamuscado.
—No fue Fargas quien quemó su libro —añadió él—. Era incapaz de una cosa así… ¿Qué le hicieron? ¿Un suicidio como a Enrique Taillefer?
No respondió en seguida. Había cogido un trozo de papel y estudiaba las palabras impresas.
—Contesta tus propias preguntas —dijo sin mirarlo—. Para eso te metieron en esto.
—¿Y tú?
Leía en silencio, moviendo los labios igual que si el texto le fuera familiar. Cuando lo dejó otra vez sobre la colcha, un extremo de su boca insinuaba una sonrisa evocadora, nostálgica, inadecuada en la juventud de su rostro.
—Ya lo sabes: estoy aquí para cuidar de ti. Me necesitas.
—Lo que necesito es más ginebra.
Blasfemó entre dientes mientras bebía el último trago para disimular su impaciencia, o su turbación. Maldito fuera todo. Verde esmeralda, blanco de nieve o luz, los ojos y la sonrisa sobre la piel del rostro, el cuello erguido y desnudo insinuando un latido tibio. Hay que joderse, Corso. A estas alturas, con lo que tienes encima, y pendiente de los brazos morenos, las muñecas finas, las manos de dedos largos. Pendiente de cosas como aquéllas. Reparó en que la camiseta de la chica moldeaba unas tetas magníficas, que no había tenido ocasión de observar bien hasta entonces. Las adivinó morenas y pesadas, piel oscura bajo el blanco algodón, carne de claridad y sombra. Otra vez lo sorprendió su estatura. Era tan alta como él. Casi más.
—¿Quién eres?
—El diablo —dijo ella—. El diablo enamorado.
Y se echó a reír. El libro de Cazotte estaba sobre la cómoda, junto al
Memorial de Santa Helena
y otros papeles. La joven lo contempló sin tocarlo. Después puso un dedo encima, mirando a Corso.
—¿Crees en el diablo?
—Me pagan por creer. Al menos mientras dure este trabajo.
La vio asentir despacio con la cabeza, del mismo modo que si ya conociese la respuesta. Observaba a Corso con curiosidad, entreabiertos los labios; al acecho de una señal o un gesto que sólo ella podía interpretar.
—¿Sabes por qué me gusta este libro, Corso?
—No. Dímelo.
—Porque el protagonista es sincero. Su amor no es una simple estratagemapara condenar un alma. Biondetta es tierna y fiel; admira en Álvaro las mismas cosas que el diablo ama en el hombre: su valor, su independencia… —las pestañas velaron un momento los iris claros— Su afán de conocimiento y su lucidez.
—Te veo muy informada. ¿Qué sabes tú de eso?
—Mucho más de lo que imaginas.
—Yo no imagino nada. Mis referencias sobre lo que el diablo ama o desprecia son exclusivamente literarias:
El Paraíso Perdido
,
La Divina Comedia
, pasando por
Fausto
y
Los hermanos Karamazov
… —hizo un gesto ambiguo, evasivo—. El mío es un Lucifer de segunda mano.
Ahora lo contemplaba con aire burlón.
—¿Y cuál de ellos prefieres? ¿El de Dante?
—Ni hablar. Demasiado horrible. Medieval en exceso para mi gusto.
—¿Mefistófeles?
—Tampoco. Es un tipo relamido, con astucias de picapleitos. Una especie de abogado marrullero… Además, nunca me fío de los que sonríen demasiado.