Read El club Dumas Online

Authors: Arturo Pérez-Reverte

Tags: #Policiaco, Intriga

El club Dumas (12 page)

Echó un vistazo a los otros ficheros. Según sus datos, Dumas había tenido en diversos momentos de su producción literaria cincuenta y dos colaboradores. Con buena parte de ellos sus relaciones habían terminado de modo tormentoso. Pero a Corso sólo le interesaba un nombre:

Maquet, Auguste Jules. 1813-1886. Colabora con Alejandro Dumas en diversas obras teatrales y en 19 novelas, entre ellas las más conocidas
(El conde de Montecristo, El caballero de Casa Roja, El tulipán negro, El collar de la reina)
y, sobre todo, el ciclo de
Los mosqueteros.
Su colaboración con Dumas lo hace famoso y adinerado. Mientras Dumas muere en la ruina, él fallece en su castillo de Saint-Mesme, rico. Ninguna de sus obras personales, escritas sin Dumas, le sobrevive
.

Pasó a consultar las notas biográficas. Había unos párrafos extraídos de las
Memorias
de Dumas:

«Nosotros fuimos los inventores, Hugo, Balzac, Soulié, De Musset y yo, de la literatura fácil. Y conseguimos, bien que mal, crearnos una reputación con este tipo de literatura, por fácil que fuese…».

«… Mi imaginación, enfrentada a la realidad, se parece a un hombre que, visitando las ruinas de un monumento destruido, tiene que pasar sobre los escombros, seguir los pasadizos, agacharse en las poternas, para reconstruir más o menos el aspecto original del edificio en la época que estaba lleno de vida, cuando la alegría lo llenaba de cantos y risas o cuando el dolor era un eco para los sollozos».

Corso dejó la pantalla, exasperado. La sensación lo abandonaba, perdiéndose en los rincones de su memoria sin que lograra identificarla. Se puso en pie y dio unos pasos por la habitación en sombras. Después orientó la luz para que iluminara una pila de libros que estaba en el suelo, contra la pared. Se agachó a coger dos gruesos tomos, una edición moderna de las
Memorias
de Alejandro Dumas padre. Fue hasta la mesa y empezó a hojearlas hasta que tres fotografías atrajeron su atención. En una de ellas, sentado, patentes las gotas de sangre africana en su pelo ensortijado y el aire mulato, Dumas miraba con expresión sonriente a Isabel Constant, que —leyó Corso en el pie de fotografía— tenía quince años cuando se convirtió en amante del novelista. La segunda foto mostraba a Dumas maduro, posando con su hija Marie. En la cima del éxito, el patriarca del folletín se situaba ante el fotógrafo con bonhomía y placidez. La tercera foto, decidió Corso, era sin duda la más divertida y significativa. Un Dumas de sesenta y cinco años, canoso el pelo pero aún alto y fuerte, la levita abierta sobre una oronda barriga, abrazaba a Adah Menken, una de sus últimas amantes, a la que, según el texto,
«tras las sesiones de espiritismo y magia negra a que tan aficionada era, le gustaba fotografiarse, ligera de ropa, con los grandes hombres de su vida»
… Piernas, brazos y cuello de la Menken se veían desnudos en la foto, lo que era un escándalo para la época, y la joven, más atenta a la cámara que al objeto de su abrazo, recostaba la cabeza en el poderoso hombro derecho del anciano. En cuanto a éste, su rostro reflejaba las huellas de una larga vida de derroche, placer y juergas por todo lo alto. La boca, entre las mejillas gordezuelas de vividor, tenía una mueca satisfecha e irónica. Y los ojos miraban al fotógrafo con guasona retranca, en demanda de complicidad: el anciano gordo con la joven impúdica y ardiente que lo exhibía como un trofeo raro, a él, con cuyos personajes y aventuras tantas mujeres soñaron. Como pidiendo, el viejo Dumas, comprensión por ceder al caprichoso antojo de fotos de la nena, joven y guapa a fin de cuentas, piel suave y boca ardiente que la vida todavía le reservaba en el último recodo del camino, a sólo tres años de su muerte. El viejo sinvergüenza.

Cerró Corso el libro con un bostezo. Su reloj de pulsera, un antiguo cronómetro al que con frecuencia olvidaba dar cuerda, estaba parado en las doce y cuarto. Fue hasta el mirador y abrió una de las correderas, respirando el aire frío de la noche. La calle seguía desierta, en apariencia.

Todo era muy extraño, se dijo mientras regresaba a la mesa para desconectar el ordenador. Sus ojos se posaron en la carpeta del manuscrito. La abrió maquinalmente, observando otra vez las quince hojas con dos tipos distintos de escritura: once azules y cuatro blancas.
«Après de nouvelles presque désespérées du roi…»
Tras las noticias casi desesperadas del rey… Fue al montón de libros en busca de un enorme tomo rojo, una edición anastática —J.C. Lattes 1988—, que incluía todo el ciclo de
Los mosqueteros
y el
Montecristo
en la edición Le Vasseur con grabados, casi contemporánea de Dumas. Encontró el capítulo titulado
El vino de Anjou
en la página 144 y se puso a leer, comparándolo con el original manuscrito. Salvo alguna pequeña errata, ambos textos eran idénticos. En el libro, el capítulo estaba ilustrado por dos dibujos de Maurice Leloir, grabados por Huyot. El rey Luis XIII acude al sitio de La Rochela con diez mil hombres, figurando en primer término de la escolta cuatro jinetes a caballo, mosquete en mano, con chambergo y casaca de la compañía de Treville: sin duda tres de ellos son Athos, Porthos y Aramis. Un momento después se reunirán con su amigo d’Artagnan, todavía simple cadete en la compañía de guardias del señor Des Essarts. En ese momento, el gascón ignora que las botellas de vino de Anjou son un regalo envenenado de su mortal enemiga Milady, quien pretende vengar la injuria inferida por d’Artagnan cuando, suplantando al conde de Wardes, se deslizó en la cama de la agente de Richelieu, disfrutando la noche de amor que correspondía al otro. Además, para agravar las cosas, d’Artagnan ha sorprendido por azar el terrible secreto de Milady: la flor de lis en un hombro, marca infamante impresa por el hierro del verdugo. Con esos preliminares y dado el carácter de Milady, el contenido de la segunda ilustración resulta obvio: ante el estupor de d’Artagnan y sus compañeros, el criado Fourreau expira entre atroces sufrimientos por beber el vino destinado a su amo. Sensible a la magia del texto, que no había vuelto a leer en veinte años, Corso llegó al pasaje en que los mosqueteros y d’Artagnan hablan de Milady:

…—¡Y bien! —dijo d’Artagnan a Athos—. Ya lo veis, querido amigo. Es una guerra a muerte.

Athos movió la cabeza.

—Sí, sí —dijo—. Ya veo; pero ¿creéis que sea ella?

—Estoy seguro.

—Sin embargo, os confieso que todavía dudo.

—¿Y esa flor de lis en el hombro?

—Es una inglesa que habrá cometido alguna fechoría en Francia, y a la que se habría marcado a causa de su crimen.

—Athos, es vuestra mujer, os lo digo yo —repitió d’Artagnan—. ¿No recordáis cómo coinciden ambas marcas?

—Sin embargo habría jurado que la otra estaba muerta, la ahorqué muy bien.

Fue d’Artagnan quien esta vez movió la cabeza.

—En fin, ¿qué hacemos? —dijo el joven.

—Lo cierto es que no se puede estar así, con una espada eternamente suspendida sobre la cabeza —dijo Athos—. Es preciso salir de esta situación.

—Pero, ¿cómo?

—Escuchad, tratad de encontraros con ella y de tener una explicación; decidle: «¡La paz o la guerra! Palabra de gentilhombre que nunca diré ni haré nada contra vos. Por vuestra parte, juramento solemne de permanecer neutral respecto a mí. De lo contrario voy en busca del canciller, del rey, del verdugo, amotino la corte contra vos, os denuncio por marcada, os hago meter a juicio, y si os absuelven, pues entonces os mato, palabra de gentilhombre, en cualquier esquina, como mataría a un perro rabioso.»

—Me encanta ese sistema —dijo d’Artagnan…

Los recuerdos arrastran recuerdos. De pronto Corso quiso retener una imagen fugaz, familiar, que acababa de cruzarle el pensamiento. Consiguió fijarla antes de que se desvaneciese, y resultó ser otra vez el individuo del traje negro, el chófer del Jaguar frente a la casa de Liana Taillefer, al volante del Mercedes en Toledo… El hombre de la cicatriz. Y era Milady quien había removido su memoria.

Reflexionó sobre aquello, desconcertado. Y de pronto la imagen apareció con perfecta nitidez. Milady, naturalmente. Milady de Winter como d’Artagnan la vio por primera vez: asomada a la portezuela de su carroza en el primer capítulo de la novela, ante la posada de Meung. Milady en conversación con un desconocido… Corso pasó veloz las páginas, buscando el pasaje. Dio con él sin dificultad:

…Un hombre de cuarenta a cuarenta y cinco años, de ojos negros y penetrantes, de tez pálida, nariz fuertemente pronunciada, mostacho negro y perfectamente recortado…

Rochefort. El siniestro agente del cardenal, el enemigo de d’Artagnan; quien lo hizo apalear en el primer capítulo, robó la carta de recomendación para el señor de Treville y fue culpable indirecto de que el gascón estuviese a punto de batirse en duelo con Athos, Porthos y Aramis… Tras aquella pirueta de su memoria, con la insólita asociación de ideas y personajes, Corso se rascó la cabeza desconcertado. ¿Qué vinculaba al compañero de Milady con el chófer que quiso atropellarlo en Toledo…? Y luego estaba la cicatriz. En el párrafo no había cicatriz alguna; y sin embargo —eso lo recordaba muy bien— Rochefort siempre tuvo una marca en la cara. Pasó páginas hasta hallar la confirmación en el capítulo tercero, con d’Artagnan narrando su aventura a Treville:

—Decidme —respondió—. ¿No mostraba ese gentilhombre una ligera cicatriz en la sien?

—Sí, como lo haría la rozadura de una bala…

Una ligera cicatriz en la sien. La confirmación la tenía allí, pero Corso recordaba aquella cicatriz
más grande
, y no en la sien, sino en la mejilla, como la del chófer vestido de negro. Se puso a analizar aquello hasta que al cabo soltó una carcajada. Ahora la escena estaba completa, y en color: Lana Turner en
Los tres mosqueteros
, tras la ventanilla de su carroza, junto a un Rochefort adecuadamente siniestro: no de tez pálida como en el texto de Dumas sino moreno, con chambergo emplumado y una gran cicatriz —esta vez sí— surcándole de arriba abajo la mejilla derecha. El recuerdo, por tanto, era más cinematográfico que literario, y eso despertó en Corso una exasperación entre divertida e irritada. Maldito Hollywood.

Celuloide aparte, por fin reinaba cierto orden en todo aquello; un canon común, aunque secreto, en una melodía de notas dispersas y enigmáticas. La vaga inquietud que Corso sentía desde su visita a la viuda Taillefer perfilaba ya unos límites, unos rostros, un ambiente y unos personajes entre la carne y la ficción, con extraños y todavía confusos vínculos entre sí. Dumas y un libro del siglo XVII, el diablo y
Los tres mosqueteros
, Milady y las hogueras de la Inquisición… Aunque todo fuese más absurdo que concreto, más novelesco que real.

Apagó la luz y se fue a dormir. Pero tardó un rato en conciliar el sueño porque una imagen no se iba de su mente; con los ojos abiertos la veía flotar ante sí en la oscuridad. Era un paisaje lejano, el de sus lecturas juveniles, poblado de sombras que volvían veinte años después, materializándose en fantasmas próximos y casi tangibles. La cicatriz. Rochefort. El hombre de Meung. El sicario de Su Eminencia.

V. Remember

Estaba sentado tal y como lo había dejado en su sillón, colocado delante de la chimenea.

(A. Christie.
El asesinato de R. Ackroyd
)

Es aquí donde entro en escena por segunda vez, pues fue entonces cuando Corso recurrió a mí de nuevo. Y lo hizo, creo recordar, unos días antes de irse a Portugal. Según me confió más tarde, a esas alturas sospechaba ya que el manuscrito Dumas y
Las Nueve Puertas
de Varo Borja eran sólo puntas de iceberg, y que para su comprensión era necesario conocer antes las otras historias que se anudaban entre sí del mismo modo que aquella corbata en las manos de Enrique Taillefer. Eso no era fácil, llegué a decirle, pues en literatura nunca hay lindes nítidos; todo se apoya en algo, las cosas se superponen unas a otras, y terminan siendo un complicado juego intertextual a base de espejos y muñecas rusas, donde establecer un hecho preciso, una paternidad concreta, implica riesgos que sólo ciertos colegas muy estúpidos o muy seguros de sí mismos se atreven a correr. Es como decir que a Robert Graves se le nota
Quo Vadis
y no Suetonio, o Apolonio de Rodas. En cuanto a mí, sólo sé que no sé nada. Y cuando quiero saber busco en los libros, a los que nunca falla la memoria.

—El conde de Rochefort es uno de los más importantes personajes secundarios de
Los tres mosqueteros
—expliqué a Corso cuando vino otra vez en mi busca—. Es agente del cardenal y amigo de Milady; el primer enemigo que se hace d’Artagnan. Puedo establecer la fecha exacta: primer lunes de abril de 1625, en Meung-sur-Loire… Me refiero al Rochefort de ficción, por supuesto, aunque existió un personaje similar que Gatien de Courtilz, en las supuestas Memorias del verdadero d’Artagnan, describe bajo el nombre de Rosnas… Pero el Rochefort de la cicatriz no tuvo existencia real. Dumas tomó ese personaje de otro libro, las
Memoires de MLCDR (Monsieur le comte de Rochefort)
, posiblemente apócrifas y atribuidas, también, a Courtilz… Hay quien dice que podrían referirse a Henri Louis de Aloigny, marqués de Rochefort, nacido hacia 1625; pero eso ya es hilar muy fino.

Miré hacia las luces del tráfico vespertino que discurría por los bulevares al otro lado de la ventana del café donde tengo mi tertulia. Nos acompañaban algunos amigos en torno a la mesa cubierta de periódicos, tazas y ceniceros humeantes: un par de escritores, un pintor en baja, una periodista en alza, un actor de teatro y cuatro o cinco estudiantes de los que se sientan en un rincón y mantienen la boca cerrada todo el tiempo, mirándote como quien mira a Dios. Entre ellos, con el gabán puesto y el hombro apoyado en el cristal de la ventana, Corso bebía ginebra y tomaba notas de vez en cuando.

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