—Yo también lo soy. Pero hay cosas en las que creo. Cosas que me hacen latir el pulso.
—¿Como el dinero?
—No se burle. El dinero es la llave que abre la puerta oscura de los hombres. Que le compra a usted, por ejemplo. O me concede lo único que respeto en el mundo: estos libros —dio unos pasos por la habitación, junto a las vitrinas repletas—. Son espejos a imagen y semejanza de quienes escribieron sus páginas. Reflejan preocupaciones, misterios, deseos, vidas, muertes… Son materia viva: hay que saber darles alimento, protección…
—Y utilizarlos.
—A veces.
—Y éste no funciona.
—No funciona.
—Lo ha intentado usted.
La de Corso fue una afirmación, no una pregunta. Varo Borja le dirigió una mirada hostil.
—No sea estúpido. Digamos que tengo la certeza de que es falso, y basta. Por eso quiero compararle con los otros ejemplares.
—Insisto en que no tiene por qué ser falso. Aunque pertenezcan a la misma edición, muchos libros resultan diferentes… En realidad no hay dos iguales, porque ya el nacimiento los distingue con detalles. Después, cada volumen vive una vida distinta: le faltan páginas, se añaden o sustituyen otras, se encuaderna… Al cabo de los años, dos libros que se imprimieron en la misma prensa pueden no parecerse en casi nada. Eso pudo ocurrirle a éste.
—Averígüelo. Investigue
Las Nueve Puertas
como si de un crimen se tratara. Rastree pistas, compruebe cada página, cada grabado, el papel, la encuadernación… Remonte hacia atrás esa pesquisa para descubrir de dónde procede mi ejemplar. Después, en Sintra y París, haga lo mismo con los otros dos.
—Me ayudaría mucho saber cómo averiguó que el suyo es falso.
—No puedo decírselo. Confíe en mi intuición.
—Su intuición va a costarle mucho dinero.
—Limítese a gastarlo.
Extrajo el cheque del bolsillo y lo puso en manos de Corso. Éste le dio vueltas entre los dedos, indeciso.
—¿Por qué me paga por adelantado?… Nunca lo había hecho antes.
—Tendrá muchos gastos que cubrir. Eso es para que empiece a moverse —le entregó un grueso dossier encuadernado—. Aquí va todo cuanto he averiguado sobre el libro; puede serle útil.
Corso seguía mirando el cheque.
—Es demasiado para un anticipo.
—Tal vez se enfrente a ciertas complicaciones.
—No me diga.
Tras el sarcasmo, oyó al librero aclararse la garganta. Por fin llegaban al nudo de la cuestión.
—Si los tres ejemplares son falsos o están incompletos —continuó Varo Borja— habrá terminado su trabajo y liquidaremos la cuestión… —hizo una pausa para pasarse una mano por la calva bronceada y le sonrió, incómodo, a Corso—. Pero un libro puede resultar auténtico, y entonces dispondrá de más dinero. Porque en ese caso quiero tenerle como sea, sin reparar en medios ni en gastos.
—Bromea, ¿verdad?
—No tengo cara de bromear, Corso.
—Eso es ilegal.
—Usted ya ha hecho cosas ilegales antes.
—No de ese tamaño.
—Nadie le pagó lo que yo pagaré.
—¿Cuál es su garantía?
—Dejo que se lleve el libro, pues necesita el original para su trabajo… ¿Le parece poca garantía?
Tic, tac
. Corso, que conservaba
Las Nueve Puertas
en sus manos, puso el cheque entre las páginas como una señal y sopló del libro un polvo imaginario antes de devolvérselo a Varo Borja.
—Hace un rato dijo que el dinero lo compra todo, así que puede comprobarlo en persona. Vaya a ver a los propietarios y mójese el culo.
Dio media vuelta, encaminándose hacia la puerta mientras se preguntaba cuántos pasos daría antes de escuchar la voz del librero. Fueron tres.
—Éste no es asunto para gente de toga —dijo Varo Borja—. Sino para gente de espada.
El tono había cambiado. Ya no estaba allí el aplomo arrogante, ni el desdén hacia el mercenario cuyos servicios alquilaba. Un ángel —xilografiado por Durero— batió con suavidad sus alas tras el cristal de un marco, en la pared, mientras los zapatos de Corso giraban despacio sobre el mármol negro del suelo. Junto a las vitrinas atestadas de libros y la ventana enrejada con la catedral al fondo, junto a todo lo que podía comprar con dinero, Varo Borja parpadeaba, desconcertado. Aún mantenía la mueca de arrogancia; incluso una mano golpeaba con mecánico desdén las tapas del libro. Pero mucho antes de aquel momento glorioso, Lucas Corso había aprendido a leer la derrota en los ojos de los hombres. Y también el miedo.
Su pulso latía con tranquila satisfacción cuando, sin decir palabra, desanduvo el camino hasta Varo Borja. Al llegar ante él extrajo el cheque que asomaba entre las páginas de
Las Nueve Puertas
, y tras doblarlo cuidadosamente se lo metió en el bolsillo. Después cogió el dossier y el libro.
—Ya tendrá noticias mías —dijo.
Supo que había tirado el dado; que avanzaba la primera casilla en un peligroso juego de la oca y que era tarde para echarse atrás. Pero le apetecía jugar. Bajó por la escalera dejando a la espalda el eco de su propia risa seca, entre dientes. Varo Borja estaba equivocado. Ciertas cosas no podían pagarse con dinero.
La escalera de la puerta principal daba a un patio interior, con brocal de pozo y dos leones venecianos de mármol, que una verja separaba de la calle. Del Tajo subía una humedad desagradable que detuvo a Corso bajo el arco mudéjar de la entrada para subirse el cuello del gabán. Caminó por las callejas estrechas y silenciosas, de irregular empedrado, hasta una pequeña plaza donde había un bar con mesas de hierro y algunos castaños de ramas desnudas bajo el campanario de una iglesia. Escogió un rectángulo de sol tibio y se instaló en la terraza mientras sus miembros, entumecidos, recobraban un poco de calor. Dos vasos de ginebra a palo seco, sin hielo, contribuyeron a normalizar la situación. Sólo entonces abrió el dossier sobre
Las Nueve Puertas
y le dedicó el primer vistazo serio.
Había un informe de cuarenta y dos páginas mecanografiadas, con todos los antecedentes históricos del libro, tanto en la supuesta versión original, el
Delomelanicon
o
Evocación de la Oscuridad
, como en la de Torchia,
Las Nueve Puertas del Reino de las Sombras
, impresa en Venecia en 1666. Varios apéndices aportaban bibliografía, fotocopias de citas en textos clásicos y datos sobre los otros dos ejemplares conocidos: propietarios, restauraciones, fechas de adquisición, direcciones actuales. Se incluía también una transcripción de las actas del proceso de Aristide Torchia, con la narración de un testigo ocular, un tal Gennaro Galeazzo, consignando los últimos momentos del infortunado impresor:
…Subió al cadalso sin aceptar reconciliarse con Dios y guardaba silencio obstinado. Cuando prendieron fuego el humo empezó a sofocarlo. Desorbitó los ojos
con grito terrible, encomendándose al Padre. Muchos presentes santiguábanse porque pedía clemencia a Dios en la muerte. Otros dicen que gritó al suelo, o sea a las entrañas de la tierra…
Un coche pasó al otro lado de la plaza, perdiéndose en una de las esquinas que conducían a la catedral. El motor sonó un poco tras la esquina, igual que si el conductor se hubiera detenido un momento, antes de alejarse calle abajo. Corso apenas prestó atención, ocupado como estaba en las páginas del libro. La primera contenía la portada y la segunda estaba en blanco. La tercera, iniciada con una bella N capitular, era la primera del texto propiamente dicho y empezaba con una críptica introducción:
Nos p.tens. L.f.r, juv.te Stn. Blz.b, Lvtn, Elm, atq Ast.rot. ali.q, h.die ha.ems ace.t pct fo.de.is c.mt. qui no.st; et h.ic pol.icem am.rem mul. flo.em virg.num de.us mon. hon v.lup et op. For.icab tr.d.o, eb.iet i.li c.ra er. No.is of.ret se.el in ano sag. sig. s.b ped. cocul.ab sa Ecl.e et no.s. r.gat i.sius er.t; p.ct v.v.t an v.q fe.ix in t.a hom. et ven .os.ta int. nos ma.et D:
Fa.t in inf int co.s daem.
Satanas. Belzebub, Lcfr, Elimi, Leviathan, Astaroth
Siq pos mag. diab. et daem. pri.cp dom.
Tras la introducción, cuya supuesta autoría era evidente, comenzaba el texto. Corso leyó las primeras líneas:
D. mine mag. que L. fr, te D.um m. Et.pr ag.sco. et pol.cor t ser.ire, a.ob.re quam.d p. vvre; et rn.io al.rum d. et js.ch.st. et a.s sn.ts tq.e s.ctas e. Ec.les. apstl. et rom. et om. i sc.am. et o.nia ips. s.cramen. et o.nes atio et r.g. q.ib fid. pos.nt int.rcd. p.o me; et t.bi po.lceor q. fac. qu.tqu.t m.lum pot., et atra. ad mala p. omn. Et ab. rncio chrsm. et b.ptm et omn…
Levantó la vista hacia el pórtico de la iglesia, cuyas arquivoltas ocupaban imágenes del juicio Final gastadas por la lluvia y la intemperie. Bajo éstas, partiendo la puerta en dos, un nicho sobre una columna cobijaba un pantocrátor de aspecto airado cuya mano derecha, alzada, sugería más castigo que clemencia. En la siniestra sostenía un libro abierto, y Corso no pudo sustraerse a la inevitable asociación de ideas. Miró alrededor, la torre de la iglesia y los edificios circundantes; las fachadas conservaban escudos de armas episcopales, y se dijo que también esa plaza vio arder, en otro tiempo, hogueras de la Inquisición. Después de todo, aquello era Toledo. Crisol de cultos subterráneos, de misterios iniciáticos, de falsos conversos. Y de herejes.
Bebió un largo trago de ginebra antes de volver al libro. El texto, latín en clave abreviada, proseguía a lo largo de otras ciento cincuenta y siete páginas, con la última en blanco. Las nueve restantes eran las famosas láminas inspiradas, según la leyenda, por el propio Lucifer. Cada xilografía estaba encabezada por un numeral latino, hebreo y griego, incluyendo una frase en latín, abreviada de forma críptica igual que el resto. Corso pidió una tercera ginebra mientras les pasaba revista. Recordaban las figuras del Tarot o los viejos grabados medievales: el rey y el mendigo, el ermitaño, el ahorcado, la muerte, el verdugo. En la última lámina, un dragón cabalgado por una hermosa mujer. Demasiado hermosa, apreció, para la moral eclesiástica de la época.
Encontró idéntica ilustración en una página fotocopiada de la
Bibliografía Universal
de Mateu; aunque en realidad no era la misma. Corso tenía en las manos el ejemplar Terral-Coy, mientras que el grabado reproducido pertenecía, según el viejo erudito mallorquín consignó en 1929, a otro de los libros:
Torchia (Aristide). De Umbrarum Regni Novem Portas. Venetiae, apud Aristidem Torchiam. MDCLXVI. In folio. 160 pags. incl. portada. 9 viñetas madera fuera de texto. De excepcional rareza. Sólo 3 ejempls. conocidos. Biblioteca Fargas, Sintra, port. (ver ilustración), Biblioteca Coy, Madrid, esp. (falto de lámina 9), Biblioteca Morel, París, fr.
Falto de lámina 9. Aquello era incorrecto, comprobó Corso. La xilografía número nueve estaba intacta en el ejemplar que tenía en las manos, antes biblioteca Coy, después Terral-Coy, y ahora propiedad de Varo Borja. Sin duda se trataba de un error de tipografía, o del propio Mateu. En 1929, cuando se editó la
Bibliografía Universal
, las técnicas de impresión y difusión no estaban tan extendidas; buena parte de los eruditos mencionaban libros que sólo conocían a través de terceros. Tal vez el ejemplar falto fuese uno de los otros. Corso hizo una anotación al margen. Era preciso comprobarlo.
Un reloj dio tres campanadas y las palomas levantaron el vuelo desde la torre y los tejados. Corso tuvo un ligero sobresalto, cual si volviera lentamente en sí. Se palpó la ropa, extrajo un billete del bolsillo y se puso en pie tras dejarlo sobre la mesa. La ginebra le daba una grata sensación de distanciamiento, acolchaba sonidos e imágenes del exterior. Metió libro y dossier en la bolsa de lona, se la colgó al hombro y permaneció unos instantes mirando el airado pantocrátor del pórtico. No tenía prisa y deseaba despejarse, por lo que decidió ir andando a la estación de ferrocarril.
Al llegar a la catedral fue por el claustro, a fin de acortar camino. Pasó junto al quiosco de recuerdos para turistas, cerrado, y se entretuvo un momento observando los andamios vacíos ante las pinturas murales en restauración. El lugar se veía desierto, y sus pasos resonaban bajo la bóveda. Una vez creyó escuchar algo a su espalda. Algún cura llegaba tarde al confesionario.
Salió por la verja de hierro que comunicaba con una calle angosta y oscura, de paredes desconchadas por el roce de los vehículos. Entonces oyó un motor en marcha fuera de su vista, a la izquierda, al torcer en dirección contraria. Había una señal de tráfico, un triángulo que avisaba del estrechamiento de la calle, y cuando estaba ante él hubo un inesperado acelerón del motor. Luego el sonido fue acercándose por la espalda. Demasiado rápido, pensó, mientras iniciaba el gesto de volver el rostro; mas sólo pudo hacerlo a medias, con tiempo de percibir una masa oscura que se le vino encima. Tenía los reflejos entumecidos por la ginebra, pero su atención aún estaba, casualmente, en la señal de tráfico. El instinto lo empujó hacia ella, buscando la estrecha protección entre el postre metálico y la pared. Adosó el cuerpo a los pocos centímetros de aquel improvisado burladero, de forma que el automóvil, al pasar, sólo le golpeó una mano. El impacto fue seco y doloroso, haciéndole doblar las rodillas. Cayó sobre los irregulares adoquines, y pudo ver que el automóvil se perdía calle abajo entre rechinar de neumáticos.