A modo de conclusión, eso significaba que a pesar de las láminas en apariencia gemelas siempre había una distinta, salvo en el caso de la VIIII. Y esas diferencias estaban repartidas entre los tres ejemplares. Aquel capricho aparente cobraba sentido al estudiar, de modo paralelo, las diferencias entre las marcas de grabador que correspondían a las firmas del
inventor
, creador original de las láminas, y al
sculptor
, artista ejecutor de las xilografías:
A. T.
y
L. F
.:
Cruzando ambos cuadros se comprobaba una coincidencia: en cada una de las láminas que contenía alteraciones respecto a sus otras dos supuestas gemelas se daba también una alteración en las iniciales correspondientes al
invenit
. Eso significaba que Aristide Torchia, actuando como
sculptor
, había ejecutado en madera todas las xilografías con las que se tiraron los grabados del libro. Pero como
inventor
del dibujo o la composición original, sólo figuraba en diecinueve de las veintisiete láminas que contenía en total. Las otras ocho, repartidas entre los tres ejemplares en. número de dos en el Uno, tres en el Dos y otras tantas en el Tres, tenían distinto autor: aquel a quien correspondían las iniciales
L. F
. Fonéticamente muy próximas a un nombre: Lucifer.
Torres. Mano. Flecha. Salida del laberinto. Arena. Pié del ahorcado. Tablero. Aura: ésos eran los errores. Ocho diferencias, ocho láminas correctas, sin duda copiadas del oscuro
Delomelanicon
original, y diecinueve alteradas, inservibles, repartidas en las páginas de tres ejemplares sólo idénticos en el texto y la apariencia. Por eso ninguno de los tres libros era falso ni tampoco auténtico del todo. Aristide Torchia había confesado la verdad a sus verdugos; pero no completa. Quedaba un libro, en efecto. Oculto y tan a salvo de la hoguera como vedado a manos indignas. Y los grabados eran la clave. Quedaba un libro escondido en tres, siendo preciso reconstruirlo según las claves, las normas del Arte, si el discípulo superaba al maestro:
Mojó los labios en ginebra mientras miraba la oscuridad sobre el Sena, al otro lado de las farolas que iluminaban parte de los muelles dejando profundas sombras bajo los árboles sin hojas. Lo cierto es que no sentía euforia por el triunfo; ni siquiera la simple satisfacción de culminar un trabajo difícil. Conocía bien aquel estado de ánimo, la calma fría y lúcida cuando el libro largamente perseguido llegaba por fin a sus manos; cuando conseguía adelantarse a un competidor, clavar un ejemplar de complicada adquisición o desenterrar una pepita de oro entre un montón de papel viejo y escoria. En otro tiempo y lugar recordaba a Nikon mientras etiquetaba cintas de vídeo sobre la alfombra junto al televisor encendido, meciéndose suavemente al compás de la música —Audrey Hepburn enamorada de un periodista, en Roma— sin apartar de Corso sus ojos grandes y oscuros donde la vida imprimía un continuo asombro. Ya era la época en que tras aquella mirada despuntaba la dureza, el reproche; presagios de la soledad que se cernía sobre ellos a modo de ineludible deuda, a plazo fijo. El cazador junto a la pieza, había dicho Nikon en voz baja, casi asombrada de su descubrimiento, pues quizás aquella noche lo vio de ese modo por primera vez: Corso recobrando el aliento cual un lobo huraño que, tras el largo acoso, desdeña la pieza capturada. Depredador sin hambre ni pasión, sin estremecimiento ante la carne o la sangre. Sin otro objeto que la caza en sí. Muerto como tus presas, Lucas Corso. Como ese papel quebradizo y seco que has convertido en tu bandera. Cadáveres polvorientos que tampoco amas, ni siquiera te pertenecen, y maldito lo que te importan.
Se preguntó fugazmente qué diría Nikon de lo que él experimentaba en ese momento: el cosquilleo en las ingles y la boca seca a pesar de la ginebra, sentado ante la estrecha mesa del
bar-tabac
, vigilando la calle sin decidirse a salir a ella porque allí, en la luz y el calor, con el fondo de humo de cigarrillos y rumor de conversaciones a su espalda, estaba temporalmente a salvo del presagio oscuro, del peligro sin nombre ni forma que intuía abriéndose paso hacia él a través del colchón amortiguador de la ginebra diluida en su sangre, con la neblina baja, siniestra, que subía del Sena. Lo mismo que en aquel páramo inglés en blanco y negro; Nikon habría sabido apreciarlo. Basil Rathbone inmóvil, atento, oyendo aullar en la distancia al perro de los Baskerville.
Se decidió, por fin. Después de apurar la última copa puso unas monedas sobre la mesa, colgó la bolsa de su hombro y salió a la calle subiéndose el cuello del gabán. Al cruzar miraba en ambas direcciones, y tras llegar al banco de piedra donde la chica había estado leyendo caminó a lo largo del parapeto, sobre el muelle izquierdo. Las luces amarillentas de una gabarra que navegaba por el río lo iluminaron desde abajo al pasar junto a uno de los puentes, silueteándole un halo de bruma sucia.
La orilla y los muelles del Sena parecían desiertos, y apenas cruzaban automóviles. Cerca del estrecho pasaje de la calle Mazarino hizo señas a un taxi, que no se detuvo. Caminó un poco más, hasta la altura de la calle Guénégaud, dispuesto a cruzar hacia el Louvre por el Pont Neuf. La neblina y los edificios oscuros daban a aquel escenario un aspecto sombrío, sin época. Corso, inusitadamente inquieto, lobo que venteara el peligro, olfateaba el aire a derecha e izquierda. Cambió la bolsa de hombro para desembarazar la mano derecha y se detuvo, perplejo, mirando alrededor. justo en aquel sitio —capítulo XI:
La intriga se anuda
—, d’Artagnan había visto desembocar de la Rue Dauphine, también camino del Louvre y en dirección al mismo puente, a Constanza Bonacieux acompañada por un caballero que resultó ser el duque de Buckingham, y a quien su aventura nocturna pudo valerle un palmo de la espada de d’Artagnan dentro del cuerpo:
Yo la amaba, Milord, y estaba celoso…
Quizá la sensación de peligro fuese ficticia, una perversa trampa tramada por demasiadas lecturas y el extraño ambiente; pero la llamada telefónica de la chica y el BMW gris en la puerta no eran producto de su imaginación. Un reloj lejano se puso a dar campanadas y Corso soltó aire de los pulmones. Todo resultaba ridículo.
Fue entonces cuando Rochefort se le echó encima. Pareció materializarse de las sombras, surgiendo del río, aunque en realidad lo había seguido por el muelle, bajo el parapeto, a fin de subir después hasta él por una escalera de piedra. Lo de la escalera lo supo Corso al verse rodando por ella. Nunca había caído así antes, y creyó que aquello duraría más, peldaño a peldaño o algo por el estilo, como en el cine; pero todo ocurrió con rapidez. Después del primer golpe tras la oreja derecha con el puño cerrado, muy profesional, la noche se volvió turbia y las sensaciones exteriores se distanciaron igual que si mediara en ello una botella de ginebra. Gracias a eso no sintió demasiado dolor al rodar por la escalera golpeándose con las aristas de piedra, y llegó abajo contuso aunque consciente; quizás un poco sorprendido de no escuchar el
splash
—onomatopeya conradiana, fue la absurda asociación— de su cuerpo en las aguas del río. Desde el suelo, la cabeza sobre los adoquines mojados del muelle y las piernas en los últimos peldaños de la escalera, miró hacia arriba y vio confusamente que la silueta negra de Rochefort bajaba los escalones de tres en tres, abalanzándose sobre él.
Estás jodido, Corso. Ése fue el único pensamiento que pudo articular a medias. Después hizo dos cosas: primero intentó pegarle una patada al otro justo cuando le pasaba por encima; pero el movimiento, débil, se perdió en el vacío. En vista de ello sólo quedaba el antiguo reflejo familiar: formar el cuadro y que el fuego de fusilería se fuera apagando en el crepúsculo. Entre la humedad del río y sus tinieblas particulares —había perdido, además, las gafas en la refriega— hizo una mueca. La Guardia muere pero además se cae por las escaleras. Así que formó en cuadro, haciéndose un ovillo para defender la bolsa que aún llevaba colgada, o enredada, en el hombro. Quizás el tatarabuelo Corso apreciara el gesto desde la otra orilla del Leteo. Resultaba más difícil establecer si Rochefort lo apreció también; el caso es que, semejante a Wellington, supo estar a la altura de la tradicional eficiencia británica: Corso escuchó un lejano grito de dolor —que sospechó procedía de su propia garganta— cuando el otro le asestó una limpia y precisa patada en los riñones.
Había poco futuro en todo aquello, y el cazador de libros cerró los ojos resignado mientras aguardaba a que alguien pasara la página. Sentía muy próxima la respiración de Rochefort inclinado sobre él, hurgando primero en la bolsa y dándole después un violento tirón a la correa del hombro. Eso le hizo abrir otra vez los ojos, justo para distinguir de nuevo la escalera en su campo de visión. Pero como tenía la cara contra los adoquines del muelle, la veía horizontal, en plano torcido y con ligero desenfoque. Por eso no comprendió bien, al principio, si la chica subía o bajaba; sólo la vio llegar con increíble rapidez, sus piernas largas enfundadas en tejanos saltando los peldaños de derecha a izquierda, y la trenca azul que se acababa de quitar desplegada en el aire, o más bien moviéndose hacia un ángulo de la pantalla entreremolinos de niebla, como la capa del fantasma de la Ópera.
Parpadeó interesado, en su intento por enfocar mejor, y movió un poco la cabeza a fin de mantener la escena en cuadro. Pudo ver así por el rabillo del ojo que Rochefort, invertido en la imagen, daba un respingo mientras la chica franqueaba los últimos peldaños de un salto para caer sobre él con un grito breve, seco, más duro y cortante que la arista de un cristal roto. Se escuchó un ruido espeso —
paf
, o tal vez
tump
— y Rochefort desapareció del campo de visión de Corso igual que si lo hubieran sacado de allí con un resorte. Ahora sólo podía ver la escalera torcida y desierta, por lo que giró con esfuerzo la cabeza en dirección al río, apoyando la mejilla izquierda en los adoquines. La imagen seguía torcida: el suelo a un lado, el cielo oscuro al otro, el puente abajo y el río arriba; pero al menos Rochefort y la chica estaban allí. Por una décima de segundo Corso pudo verla todavía inmóvil, recortada en el resplandor de las luces brumosas del puente, separadas las piernas y las manos ante sí, como exigiendo un momento de calma para escuchar una melodía lejana cuyas notas le interesaran de modo especial. Frente a ella, con una rodilla y una mano en el suelo, parecido a esos boxeadores que no se deciden a ponerse en pie mientras el árbitro cuenta ocho, nueve, diez, estaba Rochefort. La luz que venía del puente le iluminaba la cicatriz, y Corso tuvo tiempo de ver su gesto de estupor antes de que la chica emitiese de nuevo aquel grito seco, cortante como un cuchillo, oscilara sobre una de las piernas, y alzando la otra, con un movimiento semicircular que no pareció costarle el menor esfuerzo, le pegase a Rochefort una patada increíble en mitad de la cara.