Sólo fue un segundo. Después, recobrando la mueca lúcida, el cazador de libros se vio a sí mismo sentado en el borde de la cama, con el gabán puesto y aún fascinado como un perfecto imbécil, mientras ella se retiraba un poco y, arqueados los riñones como un hermoso animal joven, se desabrochaba el botón de los tejanos. La observó con una especie de benevolente guiño interior; con esa indulgencia entre escéptica y fatigada que se concedía a veces. Con más curiosidad que deseo. Al deslizar hacia abajo la cremallera, la chica descubrió un triángulo de piel oscura en contraste con el algodón blanco de sus braguitas, arrastradas por los tejanos cuando se desembarazó de ellos; y sus piernas largas, bronceadas, extendidas sobre la cama, dejaron a Corso —a los dos Corsos— sin aliento igual que habían dejado a Rochefort sin dientes. Ella levantó después los brazos para quitarse la camiseta; lo hizo con absoluta naturalidad, sin coquetería ni indiferencia, manteniendo en él sus ojos tranquilos y dulces hasta que la camiseta le cubrió la cara. Entonces el contraste fue mayor: más algodón blanco, esta vez deslizándose hacia arriba sobre la piel atezada, la carne tensa, cálida, la cintura esbelta; las tetas pesadas y perfectas, perfiladas por el contraluz en la penumbra, el nacimiento del cuello, la boca entreabierta y otra vez los ojos, con toda la luz arrebatada al cielo. Con la sombra de Corso allí adentro, cautiva como un alma encerrada en el fondo de una doble bola de cristal o una esmeralda.
A partir de ese momento supo él, con absoluta certeza, que no iba a poder. Fue una de esas intuiciones lúgubres que preceden a algunos acontecimientos y los marcan, antes incluso de que se produzcan, con signos premonitorios del desastre inevitable. Dicho de modo más prosaico: mientras enviaba el resto de su ropa a reunirse con el gabán arrojado a los pies de la cama, Corso comprobó que la inicial erección provocada por las circunstancias se hallaba en franco retroceso. Verdes las iban a segar. O como habría dicho el tatarabuelo bonapartista,
la Garde recule
. Del todo. Aquello le produjo una súbita angustia, aunque confió en que, de pie como estaba en el contraluz de la puerta, su estado de inoportuna flaccidez pasara desapercibido. Con infinitas precauciones se tumbó boca abajo junto al cuerpo tibio y moreno que aguardaba en la penumbra, para utilizar lo que, sobre el barro de Flandes, el Emperador habría llamado aproximación táctica indirecta: tanteo del terreno desde la media distancia y ausencia de contacto en la zona crítica. Desde aquella prudente posición intentó concederse un poco de tiempo por si llegaba Grouchy con los refuerzos, acariciando a la chica y besándola sin prisas en la boca y el cuello. Pero nada de nada. Grouchy no aparecía por ninguna parte; aquel soplador de vidrio andaba a la caza de prusianos, lejos del campo de batalla. Y la angustia de Corso se trocó en pánico cuando la chica se estrechó contra él, introdujo un muslo firme, perfecto y cálido entre los suyos, y pudo percatarse de la magnitud del desastre. La vio sonreír un poco, algo desconcertada. Una sonrisa de aliento del tipo bravo campeón, sé que puedes hacerlo. Después lo besó con extraordinaria dulzura mientras alargaba una mano voluntariosa, dispuesta a mejorar el asunto. Y justo cuando sintió el contacto de la mano en el epicentro mismo del drama, Corso se vino abajo del todo. Como el
Titanic
. A pique, sin medias tintas. Con la orquesta tocando en cubierta, y las mujeres y los niños primero. Los veinte minutos siguientes fueron de agonía; de esos en los que uno purga cuanto de malo ha hecho en su vida. Ataques heroicos que se estrellaban contra la imperturbabilidad de los cuadros de fusileros escoceses. La infantería de línea al asalto apenas se vislumbraba una leve posibilidad de victoria. Incursiones improvisadas de cazadores e infantería ligera, en inútil deseo de sorprender al enemigo. Escaramuzas de húsares y pesadas cargas de coraceros. Pero todos los intentos conocieron idéntica suerte: Wellington se choteaba en aquel pueblecito belga inalcanzable, mientras su gaitero mayor tocaba la marcha de los Escoceses Grises en las narices de Corso, y la Vieja Guardia, o lo que quedaba de ella, lanzaba desorbitadas miradas de soslayo, apretados los dientes y sofocado el aliento contra las sábanas, al reloj que para su desgracia conservaba en la muñeca. A Corso le caían desde la raíz del pelo, por la nuca, gotas de sudor como puños. Y miraba con ojos extraviados a su alrededor, por encima del hombro de la chica, buscando desesperadamente una pistola para pegarse un tiro.
Ella dormía. Con infinitas precauciones para no despertarla alargó una mano hasta el gabán en busca de un cigarrillo. Después de encenderlo, incorporado sobre un codo, se quedó mirándola. Estaba boca arriba, desnuda, la cabeza hacia atrás sobre la almohada manchada de sangre ya seca, respirando con suavidad por la boca entreabierta. Seguía oliendo a fiebre y a carne tibia. A la luz indirecta del cuarto de baño que la perfilaba en luces y sombras, Corso admiró su cuerpo inmóvil, perfecto. Aquello, se dijo, era una obra maestra de la ingeniería genética; y se preguntó qué mezcla de sangres, o de enigmas, saliva, piel, carne, semen y azar, se había concitado en el tiempo para unir los eslabones de la cadena que culminaba en ella. Todas las mujeres, todas las hembras creadas por el género humano estaban allí, resumidas en aquel cuerpo de dieciocho o veinte años. Acechó el pulso de la sangre en el cuello, el latido casi imperceptible del corazón, la línea curva y suave que iba de sus músculos dorsales a la cintura y se ensanchaba en las caderas. Acercó una mano para acariciar con la punta de los dedos el pequeño triángulo rizado allí donde la piel era un poco más clara, entre los muslos donde él fue incapaz de vivaquear de un modo canónico. La chica había encajado la situación con talante impecable, sin darle mayor importancia y dejando que el asunto derivase hacia un juego ligero y cómplice cuando por fin comprendió que, por parte de Corso y en aquel asalto, no iba a haber más cera que la que ardía. Eso tuvo la virtud de relajar el ambiente; o al menos impidió que él, a falta de un arma de fuego —¿acaso no se remataba a los caballos?—, se arrojara contra el pico de la mesa de noche, dando cabezazos hasta romperse la crisma; alternativa que llegó a considerar en su ofuscación y sólo pudo descartar, a medias, atizándole un disimulado puñetazo a la pared que a punto estuvo de fracturarle los nudillos; eso hizo que ella, sorprendida por el brusco movimiento y la repentina tensión de su cuerpo, lo mirase sobresaltada. Lo cierto es que el dolor y los esfuerzos por no soltar un aullido calmaron un poco a Corso, que reunió además la presencia de ánimo suficiente para esbozar media sonrisa crispada y decirle a la chica que aquello solía ocurrirle sólo las treinta primeras veces. Se había echado a reír abrazada a él, besándole los ojos y la boca, divertida y tierna. Eres un idiota, Corso; no me importa nada. No me importa en absoluto. Aun así, él hizo lo único que a aquellas alturas podía hacerse: una faena de aliño minuciosa, con dedos hábiles en el lugar idóneo y resultados, si no gloriosos, al menos razonables. Después, al recobrar el aliento, la chica lo miró largo rato en silencio antes de besarlo despaciosa y concienzudamente, hasta que la presión de sus labios fue cediendo y se quedó dormida.
La brasa del cigarrillo iluminaba los dedos de Corso en la penumbra. Retuvo el humo todo el tiempo que pudo en los pulmones y luego lo expulsó de golpe, viendo cómo se materializaba en el aire al cruzar el segmento de luz sobre la cama. Sintió que la respiración de la joven se interrumpía un instante y la miró, atento. Fruncía el ceño gimiendo bajito, igual que una niña que tuviera un mal sueño. Después, todavía dormida, se volvió a medias hacia él sobre un costado, el brazo bajo los senos desnudos y la mano junto a la cara. Quién coño eres, la interrogó sin palabras una vez más, malhumorado, aunque inclinándose después para besar el rostro inmóvil. Acarició su pelo corto, el contorno de la cintura y las caderas silueteadas ahora de modo preciso en el contraluz de la habitación. Había más belleza en aquella suave línea curva que en una melodía, una escultura, un poema o cuadro. Se aproximó para oler el cuello tibio, y en ese momento su propio pulso se puso a martillear más fuerte, despertándole la carne. Tranquilo, se dijo. Sangre fría y nada de pánico esta vez. Procedamos. Ignoraba cuánto podría mantenerse aquello, así que apagó precipitadamente el cigarrillo en el cenicero de la mesa de noche para pegarse a la chica, comprobando que su organismo respondía al estímulo—de modo satisfactorio. Entonces le separó los muslos y accedió por fin, aturdido, a un paraíso húmedo, acogedor, que parecía hecho de nata caliente y miel. Notó que la chica se removía, soñolienta, y que sus brazos se le cruzaban alrededor de la espalda aunque no estaba despierta del todo. La besó en el cuello y en la boca, que mantenía un quejido largo e infinitamente dulce, y comprobó que movía las caderas para acoplarse a él y acompasar el movimiento. Y cuando se hundió hasta el fondo de la carne y de sí mismo, abriéndose paso sin esfuerzo hacia el lugar perdido en su memoria de donde, por instinto, procedía, ella había abierto ya los ojos y lo miraba sorprendida y feliz, reflejos verdes a través de las largas pestañas húmedas. Te amo, Corso. Teamoteamoteamoteamo. Te amo. Después, en algún momento, él tuvo que morderse la lengua para no decir idéntica gilipollez. Se veía a sí mismo desde lejos, asombrado e incrédulo, sin apenas reconocerse: atento a ella, pendiente de sus latidos, de sus gestos, anticipándose al deseo mientras descubría los resortes secretos, las claves íntimas de aquel cuerpo suave y tenso a un tiempo, sólidamente enlazado al suyo. Siguieron así cosa de hora y pico. Después Corso le preguntó a la chica si estaba fértil o infértil, y ella dijo que no se preocupara, que lo tenía bajo control. Entonces él se lo puso todo muy adentro, junto al corazón.
Despertó cuando empezaba a amanecer. La chica dormía apretada contra él, y Corso estuvo un rato inmóvil para no despertarla, negándose a reflexionar sobre lo ocurrido y sobre lo que podía ocurrir. Entornó los ojos mientras se dejaba ir con placidez, disfrutando la grata indolencia del momento. La respiración de la joven alentaba en su piel. Irene Adler, 221 b de Baker Street. El diablo enamorado. La silueta entre la bruma, frente a Rochefort. La trenca azul cayendo despacio, desplegada, sobre el muelle del Sena. Y la sombra de Corso dentro de sus ojos. Dormía relajada y tranquila, ajena a todo, y a él le resultaba imposible establecer lazos lógicos que ordenasen las imágenes en su memoria. Pero tampoco en ese momento la lógica le apetecía lo más mínimo; se sentía perezoso y satisfecho. Puso una mano entre el calor de los muslos de la chica y la dejó allí, muy quieta. Al menos aquel cuerpo desnudo sí era real.
Más tarde se levantó con cuidado para ir al cuarto de baño. Ante el espejo comprobó que tenía restos de sangre seca en la cara, y también —gajes de la escaramuza con Rochefort y su escalera— una contusión azulada en el hombro izquierdo y otra sobre un par de costillas que le dolieron cuando presionó con los dedos. Después de lavarse un poco fue en busca de un cigarrillo. Y al hurgar en el gabán encontró el mensaje de Grüber.
Maldijo entre dientes por haberlo olvidado, mas ya no había remedio. Así que abrió el sobre y regresó a la luz del cuarto de baño para leer la nota que estaba dentro. No era muy extensa, y su contenido —dos nombres, un número y una dirección— le arrancó una sonrisa cruel. Fue a mirarse otra vez al espejo, el pelo revuelto y la barba que le oscurecía la cara, poniéndose las gafas con el cristal roto como quien se cala una celada de guerra; tenía la mueca de un lobo malo que ventea la caza. Recogió su ropa y la bolsa de lona sin hacer ruido, y le dirigió una última mirada a la chica dormida. Quizá, después de todo, aquél fuese un magnífico día. A Buckingham y Milady se les iba a indigestar el desayuno.
El hotel Crillon era demasiado caro para que Flavio La Ponte corriese con los gastos; tenía que ser la viuda Taillefer quien pagaba las facturas. Corso reflexionó sobre ese punto mientras despedía el taxi en la plaza Concorde y cruzaba en línea recta el vestíbulo de mármol de Siena, camino de las escaleras y la habitación 206. Había un cartelito de «no molestar» y mucho silencio al otro lado de la puerta cuando llamó fuerte con los nudillos, tres veces.
Tres cortes se dieron en la carne pagana, y el filo para la ballena blanca quedó templado…
La Hermandad de Arponeros de Nantucket parecía a punto de disolverse, y Corso no estaba seguro de lamentarlo o no. En cierta ocasión, La Ponte y él habían imaginado juntos una segunda versión de
Moby Dick
: Ismael escribe la historia, introduce el manuscrito en el ataúd calafateado y se ahoga con el resto de la dotación del
Pequod
. Quien sobrevive es Queequeg, el arponero salvaje y sin pretensiones intelectuales. Con el tiempo aprende a leer y un día se enfrasca en la novela de su compañero, para descubrir que la versión de éste y sus propios recuerdos de lo ocurrido no tienen nada que ver. Entonces escribe su versión de la historia.
«Llamadme Queequeg»
, empieza, y la titula:
Una ballena
. Desde el profesional punto de vista del arponero, Ismael fue un erudito pedante que sacó las cosas de quicio: Moby Dick no es culpable, sino un cetáceo como cualquier otro, y todo se reduce a un capitán incompetente que antepone un ajuste de cuentas particular —
«Qué importa quién le arrancara la pierna»
, escribe Queequeg— a su obligación de llenar barriles de aceite. Corso recordaba la escena en torno a la mesa del bar: Makarova escuchando atenta con su aire masculino, formal y báltico, a La Ponte que explicaba la utilidad del calafate sobre el ataúd del carpintero mientras, al otro lado del mostrador, Zizi les dirigía celosas miradas asesinas. Eran los tiempos en que, si Corso marcaba su propio número, la voz de Nikon —siempre la veía saliendo del cuarto oscuro con las manos húmedas de líquido fijador— sonaba al descolgar el teléfono. Así lo hicieron aquella vez, la noche que se reescribió
Moby Dick
, y terminaron todos en casa, vaciando más botellas ante el televisor con la película de John Huston en el vídeo. Brindando por el viejo Melville cuando el
Raquel
, que navega buscando a sus hijos perdidos, encuentra por fin otro huérfano.
Así había sido. Sin embargo, ahora, frente a la puerta de la habitación 206, Corso no lograba sentir la cólera de quien está a punto de echarle a otro en cara una traición; quizá porque, en el fondo, compartía la creencía de que en política, negocios y sexo, traicionar es sólo cuestión de fechas. Descartada la política, ignoraba si la presencia de su amigo en París era explicable mediante los negocios o el sexo; tal vez se diese una combinación de factores, pues ni siquiera el resabiado Corso podía imaginarlo metiéndose en líos sólo por dinero. Mentalmente pasó revista, en la memoria, a Liana Taillefer cuando la breve escaramuza en su casa, sensual y hermosa, las amplias caderas, la carne blanca, mórbida, su aspecto saludable de Kim Novak en plan mujer fatal, y enarcó una ceja —la amistad consistía en ese tipo de detalles— en comprensivo homenaje a los móviles del librero. Quizá por eso La Ponte no encontró animadversión en su gesto al aparecer en la puerta; lo hizo en pijama y descalzo, con cara de sueño. Y tuvo tiempo de abrir la boca, sorprendido, antes de que Corso se la cerrara con un puñetazo que lo envió, dando traspiés, al otro extremo de la habitación.