Read El caso de la joven alocada Online

Authors: Michael Burt

Tags: #Policiaca

El caso de la joven alocada (3 page)

—¿Lulú? —La única Lulú que recordaba era Lulú Paramore, la «glamorosa» muchacha del cine, aunque en el fondo de mi mente asomó la sospecha de que había conocido a otra.

—Mire —proseguí, conforme ella dejó sobre la mesa el vaso medio vacío—, ¿no sería mejor tener una explicación antes de que vayamos más adelante? Usted parece conocerme a fondo, pero yo no la conozco a usted ni por asomo y perdone que se lo diga tan torpemente.

—Bueno, no importa. Pero, Roger, ¿de verdad que no sabe usted quién soy?

—Lo lamento, pero no tengo la menor idea.

—Entonces, ¿quiere decir que ya me ha olvidado?

Me encogí de hombros sintiéndome ligeramente molesto. Me gusta ser caballero, y no es ningún cumplido para una hermosa joven oír que se la ha olvidado. Pero en este caso no tenía objeto el engaño.

—Querida —confesé—, puede usted atribuirlo al temperamento artístico, al reblandecimiento cerebral, a la distracción del genio, a los vicios o a lo que le parezca, pero, que yo sepa, creo que nunca tuve el gusto de verla. Sé que es imperdonable, pero es así. Y de todas maneras, ¿quién es usted?

Ella suspiró.

—Y sin embargo, usted me ha tenido en sus brazos —suspiró intensamente— y me ha visto en el baño…

—¿Qué?

—El Evangelio, querido. El mismísimo Evangelio. Pero, bueno, supongo que ustedes, los hombres de literatura, están tan acostumbrados a esto, que no se puede pretender que nos tengan presentes a todas. Sin embargo me desilusiona mucho que no le haya hecho ninguna impresión. La escena del baño, en particular…

Yo empezaba a sentirme francamente malhumorado. La muchacha estaba diciendo tonterías, y me estaba cansando.

—Chistoso —exclamé lo más sarcásticamente posible—. Y ahora cambiemos el disco y hablemos razonablemente. Usted me ha arrastrado a este pestilente bodegón causándome considerables inconvenientes y molestias y no he venido aquí a oír cuentos de hadas. ¿Quiere tener usted la amabilidad de decirme, en primer lugar, quién es usted y en segundo qué desea usted? Hasta ahora lo único que sé es que su inicial es B y que se imagina estar en un infierno. La inicial no me dice nada, y no hubiera prestado atención a su carta —que consideré primero como una tornadura de pelo— si no hubiera pensado en la posibilidad de que algún amigo mío estuviera realmente en apuros y necesitara mi ayuda. En vez de ello, vengo y me encuentro con una joven a quien no conozco y cuya única aflicción parece ser un pervertido sentido del humor y una debilidad por las bebidas blancas. Éste es mi caso. Si usted puede rebatirlo satisfactoriamente y mostrarme que necesita realmente ayuda sírvase hacerlo; de lo contrario, me vuelvo a casa.

Sus labios dibujaban una sonrisa burlona mientras escuchaba, pero observé que sus ojos tenían una expresión solemne… Aplastó el cigarrillo contra el cenicero y se levantó.

—Lo siento —dijo con sencillez—. Cuando pienso en ello, supongo que he tomado las cosas algo estúpidamente. Culpa mía. Veo ahora que usted en realidad no sabe quién soy. En ese caso, ha sido usted extraordinariamente bueno al haber venido. Bien, entonces, aquí estamos. Me encuentro en un infierno y necesito su ayuda si es que quiere ser buenito y dármela. Y en cuanto a si tengo motivos para pedirla o no los tengo… bueno, eso tiene que decidirlo usted. En realidad, mamá me dijo claramente que yo tenía que acudir a usted si alguna vez me encontraba en un aprieto. He estado antes en muchos apuros, pero nunca como para molestarlo. En definitiva, para retribuir su cumplido, yo me había olvidado más o menos completamente de su existencia hasta el otro día. Al principio no podía ni siquiera acordarme de su apellido y tuve que revisar las tres cuartas partes del Quién es Quien, fijándome en todos los Rogers hasta que di con el que buscaba.

Advertí que ya no hablaba en tono divertido pero yo estaba más intrigado que nunca.

—Con que usted me diga su nombre, estará todo aclarado —supliqué pacientemente.

Ella encendió otro cigarrillo.

—Muy bien —convino tranquilamente—. Soy Bryony. Salté de la silla dando tal brinco, que mis anteojos salieron de la nariz.

—¿Bryony? —repetí con incertidumbre— ¿Bryony?

¡Dios mío! ¿No será Bryony Hurst?

Ella asintió y rió.

—Usted lo ha dicho —y se volvió ligeramente, dejando caer la ceniza sobre la descolorida alfombra—. Lulú era mi madre, ya sabe usted…. y… y… —Vaciló un instante y después me miró directamente a los ojos—. Y… siendo así… yo pensé… es decir… ¡Oh, bueno! Mire, sea buenito y dígame con franqueza, querido Roger: ¿es usted mi padre o no lo es?

7

D
URANTE
un breve, pero apreciable lapso, quedé tan desconcertado por la revelación de la identidad de aquella cabecita loca y por la ultrajante insinuación de su última pregunta que solamente atiné a sentarme y a mirarla embobado. La situación era grotesca, monstruosa, fantástica. Recuerdo que me pregunté cómo la resolvería un Shaw.

La vocecita fresca y precisa de Bryony quebró mi estado.

—Ya veo que después de todo, usted no es papá —dijo con antojadizo suspiro—. Y si lo es, es además un buen actor. Lo siento, Roger. ¿Puedo beber otro trago?

Me levanté en silencio, recogí los vasos vacíos y me encaminé fuera de la habitación, sin pronunciar palabra. Me agradó el respiro, pues apenas si me hubiera atrevido a hablar. Mientras estaba en el bar oí de repente el ruido de un automóvil que ponían en marcha. Miré por la ventana; en parte temía y en parte confiaba que mi extraña visitante hubiera volado. Pero sólo se limitaba a llevar su Maratón detrás de la taberna, al abrigo del ardiente sol.

Nos encontramos de nuevo en la sala, donde ella me esperaba. Tomó la copa, dándome las gracias con un ademán y se bebió un buen trago.

—Siento mucho haberlo perturbado —me dijo cuando nos sentamos de nuevo—. ¡Torpe de mí! Es que no soy especialista en finezas. No lo tome a mal.

—No lo tomo a mal —aseguré no muy sinceramente—, pero cuando se llega a mi edad, afecta un poco recibir de sopetón semejante noticia.

Ella sonrió ingenuamente.

—Seguramente ha de ser así. Y hablando de edad, ¿cuántos años tiene usted, Roger?

—Treinta y cinco. Treinta y seis el próximo martes.

—Recordaré el día de su cumpleaños, si puedo: Yo acabo de cumplir veintidós; entre paréntesis, el doce de mayo.

—¿Veintidós? —exclamé asombrado—. Seguramente no…

—Con seguridad. Aunque todos dicen que aparento bastante menos. ¡Vayan al diablo! Y siendo esto así… —empezó a contar con los dedos.

Saqué la pipa del bolsillo y comencé a llenarla.

—Está usted hilando fino, ¿no es cierto? —censuré—. Esto significaría que yo tendría alrededor de catorce años cuando nació usted. Admito que yo no era exactamente un ángel niño, pero… bien. Acaso aceptará usted mi palabra de que ni siquiera me había encontrado con Lulú hasta que tuvo usted cuatro o cinco años.

—Ya veo. Siento haber hablado. No me había dado cuenta de que usted es más joven que Lulú.

—Tres años por lo menos.

—¡Oh! Bueno. Ella nunca representó su edad, ¿verdad? Y se casó terriblemente joven. Usted… se enamoró de ella entonces, ¿no es cierto?

—Supongamos que fuera así.

—De cualquier forma, está bien. Lulú dijo que usted fue el único hombre a quien ella había querido realmente.

No me conmuevo con facilidad; empero, sus casuales palabras me emocionaron. Sin embargo, procuré controlarme.

—Le dijo a usted eso, ¿no es así? —pregunté suavemente—. ¿Puedo saber cuándo?

—Cuando estaba a punto de morir —su voz indiferente se quebró un tanto—. Me dijo muchas cosas entonces. Fue el día antes de fallecer. Todo acerca de ella, y de sus… amores, y del infierno de su vida con Mauricio. No puedo concebir cómo es que llegó a casarse con él. ¿Lo concibe usted? De cualquier forma, ella me dijo entonces que usted era el único hombre por quien ella realmente se había interesado, y que si alguna vez me encontraba en apuros, debía acudir a usted. Por eso pensé que usted podría haber sido… bueno, mi padre. Porque, ¿sabe? Ella me dio a entender más o menos que Mauricio no lo era.

—¡Oh!

—Seguramente que esto no le sorprende, ¿verdad? Usted conocía muy bien a Lulú.

—Sí, la conocía, bastante bien, pero…

—No hay por qué ser hipócrita al hablar de Lulú —Bryony me interrumpió un poco impaciente—. No le hubiera gustado que fuéramos así con ella. Nunca intentó hacerse pasar por lo que no era, y no hubiera querido que eso se hiciera ahora, y menos por nosotros. Usted la habrá conocido desde diferente punto de vista que el mío, naturalmente, pero no creo que ninguno de los dos nos engañemos respecto a ella. Era un amor, y no quiero que se diga que fue una inmoral, porque la inmoralidad supone… bueno, conciencia del pecado, como se dice. Lulú no fue inmoral, pero sí tan amoral como una gata. ¿No le parece?

La miré con renovado interés.

—Parece que ha hecho la crítica de ella con bastante sagacidad, jovencita —comenté—. No sé cómo se las ha arreglado, pues apenas si sería usted más que una niña cuando murió.

—Yo tenía diecisiete años. En estos tiempos ya es ser completamente vieja, Roger.

—Así parece… Y a propósito, ¿qué ha estado haciendo usted desde que falleció Lulú?

—¡Oh!, su gente me llevó con ellos: los Forresters, mis abuelos. Naturalmente, entonces yo estaba todavía en el colegio y Mauricio volvió a la India un mes después. Así es que todo vino bien. ¿Sabe que se casó otra vez?

—Lo ignoraba. ¿Quién es la infeliz?

—Marion Wilde. ¿La conocía usted?

—¡Gran Dios! ¿Esa mujer? ¿Qué le sucedió entonces a Wilde?

—Él se casó otra vez, pero olvidé el nombre de la chica. Hubo, divorcio, ¿sabe?

Protesté.

—No me entra en la cabeza que gente como ésa se tome la molestia de casarse —observó Bryony encendiendo su cuarto cigarrillo—. Supongo que lo hacen para cubrir las apariencias.

—Algo por el estilo —convine—. ¿Continúa usted todavía con sus abuelos?

—Con el abuelo… abuelita falleció el año pasado, y él no vivirá mucho tiempo. Ya ni puede tenerse en pie, y no se levanta desde Navidad.

—Entonces lleva usted una vida bastante triste.

Bryony frunció los labios y después sonrió ampliamente.

—Yo no diría eso. Quiero decir que el querido viejecito apenas si está consciente tres días de cuatro, y me parece que más bien se ha olvidado de mi existencia. Tiene dos enfermeras, y solamente me permiten verlo dos veces por semana. Así es que, como verá, vivo mi propia vida. Teniendo en cuenta esto no puedo decir que sea triste.

—¡Hum! —dije contemplándola pensativamente.

—No diga «hum», y no me mire así —dijo, y un relámpago pasó por sus ojos—. Tiene usted razón, naturalmente. Soy la hija de Lulú, sea quien fuere mi padre. Así es que… con eso se confirman sus peores sospechas. —¡Oh! —Lulú pudo dejarme unas trescientas libras anuales, que no sé de dónde las sacaría. No es mucho, pero teniendo además la casa donde vivo y muchos amigos, no lo paso mal. Les gusto a los hombres, por fortuna… y ellos me gustan a mí. —Su blanca y tersa frente se contrajo—. No todos, sin embargo —agregó pensativa.

Yo dije:

—Un obispo auténtico, de escarpines rojos, una vez que yo criticaba a un hombre, me exhortó a alabar al Señor por la diversidad de Sus criaturas. Cuando uno se pone a pensar en ello, cae en la cuenta que es simplemente una forma graciosa de encubrir la vulgaridad con que se hace un mundo. Incidentalmente, ¿estoy acertado al suponer que uno de los miembros menos amables de mi sexo es el responsable del infierno al que se refería su carta?

—Más o menos.

—Ya me parecía.

—¡Qué inteligente! Yo creí que eso se sobreentendía.

—Es que yo tengo espíritu caritativo, querida. Y cuando recibí su carta no tenía ni la más remota idea de quién me la enviaba. A propósito, ¿tiene usted la costumbre de escribir a los desconocidos llamándoles «amor mío querido»?

—No; solamente a los hombres que son buenos conmigo. Y yo quería que usted lo fuera. Y además necesitaba tener la seguridad de que vendría, adivinara o no quién era yo. Hice una mueca, sin poder remediarlo.

—Veo que es usted algo psicóloga, Bryony. Naturalmente, está usted acertada. Fue el «amor mío» el que me atrajo.

—Una muchacha puede conseguir siempre que un hombre haga lo que ella quiera, apelando a sus pasiones —declaró la moza pelirroja con convicción—. Sobre todo si es atrayente, —agregó orgullosa.

—Y ¿usted se considera… atrayente?

—¡Caro que sí! Y aunque tuviera cara de vaca, mis piernas bastarían para dar el golpe.

Y me mostró sus piernas subiéndose el vestido para presentar una generosa adición de muslos. Los examiné gravemente sobre mis anteojos.

—Los he visto peores —admití—, pero recuerde que no los había visto cuando recibí su carta.

—No, pero los visualizó inmediatamente. Y el «querido mío» ayudó mucho a estimular su imaginación y a crear un subconsciente de lujuria. Lo que es más: en cierta forma, su imaginación no lo defraudó. —Es usted asombrosamente vana para su edad —dije— y precozmente inmodesta.

—Pamplinas. Hay que saber distinguir entre vanidad y presunción, querido Roger, y también entre inmodestia y falsa modestia. Yo soy bastante presuntuosa, pero no vana. De igual modo el simple hecho de que no tengo falsa modestia, no tiene que hacerme necesariamente inmodesta. Sin embargo, soy más bien inmodesta —concedió como una reflexión.

Hice una réplica que era deliberadamente impertinente y calculada para forzar la salida.

—Esto —dije— es completamente obvio. Un Maratón modelo deporte, de dos asientos, hace un desagradable agujero en las trescientas anuales. Ella ni pestañeó.

—Éste me lo dio un hombre —dijo descaradamente.

—¿Por qué? —pregunté, como un relámpago.

—Eso es cosa mía… y de él.

—¡Ah, ya! ¿Los hombres le dan autos con frecuencia?

—No. Prefiero una cierta variación. Realmente no necesito más que un auto, y de cualquier modo, puedo usar el Daimler del abuelo.

—¿Aeroplanos, yates, botes de carrera?

—Nada de eso. La gente sabe que no soy marinera. Usted es un mal pensado, y no merece que se le cuente nada, pero puesto que me lo pregunta, puedo decirle que durante el año pasado coleccioné una yegua irlandesa, un aparato de televisión y varios ejemplares, bastante lindos, de joyas. Este broche, por ejemplo —agregó mostrándome un ornamento en forma de flecha que llevaba en el pecho—. Créalo o no, no es ni un Woolworth ni una Burma Gem. Vino de Cartiers.

Other books

Queen of His Heart by Adrianne Byrd
The Enemy Within by James Craig
A Stillness of Chimes by Meg Moseley
Lady at the O.K. Corral by Ann Kirschner
The Malacia Tapestry by Brian W. Aldiss
Trust in Me by Skye Warren
Night Owls by Jenn Bennett


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024