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Authors: Michael Burt

Tags: #Policiaca

El caso de la joven alocada

 

El Capitán Roger Poynings, autor de novelas policiales menos conspicuas que su barba, que sus vastos anteojos de carey y que su fatigada bicicleta, recibe una carta desesperada y efusiva, enigmáticamente firmada con una B. La escritura es de mujer; al capitán lo citan para el día siguiente, a las doce, en la posada del Rey de Sussex. Perplejo y halagado concurre; al rato llega una muchacha de pelo rojo, cuyos ojos verdes le traen una vaga nostalgia. Muy pronto hablan de una amenaza de muerte.

Michael Burt

El caso de la joven alocada

ePUB v1.0

Ariblack
24.09.12

Título original:
The case of the young fast lady

Michael Burt, 1952.

Traducción: Amanda López Silva y Ricardo López Silva

Editor original: Ariblack (v1.0)

ePub base v2.0

LADY M: ¡Oh, vamos! Vuestra Eminencia es demasiado amable. Vuestra caridad os oscurece el juicio. Ella era una joven ligera, una buena pieza, un desecho…

CARDENAL: Sin embargo, también tenía virtudes. Y, suceda lo que suceda, no puedo admitir que la simple ligereza,
per se
, pueda justificar el asesinato.

BAZALGETTE.

The Censors

A HILARY SUSAN MARY PRUDENCE

Un homenaje y una advertencia

NOTA: Con la posible excepción del Diablo, todos los personajes son completamente ficticios.

PRIMERA PARTE
THE KING OF SUSSEX

Tú eres el espejo de tu madre,

y en ti vuelve a encontrar el placentero

abril de su primavera.

SHAKESPEARE, Soneto Nº 3

1

C
ON TODO
acierto, esta deplorable historia comienza en una taberna,
The King of Sussex
, situada cerca de una encrucijada en el límite occidental de
Rape of Bramber
.

Es una taberna de aspecto miserable, un desnudo cubo de ladrillos oscurecidos por el tiempo, con algunas ventanas escondidas. Su cerveza es, cuando mucho, mediocre; la fabrican en Surrey o en Kent o en Hampshire o en uno de esos lugares
in partibus infidelium
, donde realmente no entienden el negocio.

Como digo, resulta adecuado que esta historia comience en una taberna, pues todos los autores con la notoria excepción de un tal Shaw, son bien conocidos como borrachines crónicos. Yo mismo soy uno de ellos, como lo atestigua este hermoso libro. Y cuando agrego que penetré en
The King of Sussex
justamente al mediodía (es decir, en el preciso momento de abrir) de un caluroso domingo de junio, el cínico estará pronto a regocijarse porque alguna vez, en cierto modo, una de sus favoritas generalizaciones recibe específica confirmación.

Pero que se cuide el tal cínico, pues, en realidad, se equivocaría de medio a medio quien intentara demostrar que mi presencia en esta taberna, en tal preciso instante, era un hecho normal o predecible. Admito ser un escritor y me deleita la buena cerveza, como educado en la verdadera escuela de Belloc. Sucede, sin embargo, que vivo en Merrington, localidad situada a ocho millas y media justas al sur de
The King of Sussex
, y que echo mis traguitos públicos en la
Green Maiden
, en la mejor aldea de Sussex. La
Green Maiden
está a menos de cinco minutos de mi propia casa, y la cerveza que allí despachan es de Sussex, cerveza tan excelente que, en circunstancias ordinarias, nada en el mundo podría inducirme a montar en mi bicicleta de mujer (comprada hace cuatro años por once chelines y seis peniques, más nueve peniques por el inflador, a un jubilado), y pedalear transpirando más de ocho millas hacia el Norte en una sofocante mañana dominical, para intoxicar mi organismo con el brebaje tan pérfidamente importado por el dueño de
The King of Sussex
. ¡Vamos!, ¡vamos!, puedo ser un loco, mas no de esta clase.

Pero las circunstancias no eran nada normales. Sucedió así: en Merrington tenemos dos repartos diarios de correspondencia; el primero antes del desayuno, y el segundo después del almuerzo. Fue en el segundo reparto del sábado cuando recibí una carta muy extraña.

A la inversa de la mayoría de las cartas que recibo, era una misiva de agradable aspecto. El sobre oblongo, de buena clase, gris terroso, con un delgado filete escarlata, estaba escrito en el más obvio tipo de letra femenina nunca visto por mí y correctamente dirigida al Capitán Roger Poynings,
Gentlemen’s Rest
. Merrington, Sussex; el matasellos indicaba que estaba registrado por el correo de Londres, WI. Levanté la ceja derecha en señal de agradable sorpresa y de gusto anticipado y rasgué el sobre para explorar su contenido.

Una única hoja de carta hacía juego con el sobre y me sorprendió amablemente observar que la dirección estampada en relieve en el borde superior había sido cuidadosamente suprimida, al parecer con una tijera de cortar uñas. Sin embargo, resultaba algo ilógico el haber dejado el número del teléfono, y Mayfair 0069 aparecía aún en diminutas letras escarlatas en el ángulo superior de la izquierda. La carta estaba encabezada simplemente «Viernes», y decía así:

Amor mío querido:

Estoy metida en un infierno, y necesito verte con urgencia. Sin falta,
The King of Sussex
12.15, domingo. No me atrevo a ir a Gents Rest. No me abandones. De verdad que es un infierno:

Amor y ya sabes qué,

B.

2

A
HORA
, el cínico de quien hablábamos hace un rato, probablemente simularía no ver nada extraño en el hecho de que yo recibiera tal carta. De acuerdo con su credo, es cosa corriente que cuando un autor —omitiendo siempre al ya mencionado Shaw— no está perdidamente borracho en una taberna, está en compañía de mujerzuelas, y para un endurecido disoluto, nada puede haber de particular en recibir esta clase de misivas.

Tengo la impresión de que me ha llegado la hora de meter baza, insistiendo en que, en realidad, en este asunto de mujerzuelas no soy ni más virtuoso, ni conspicuamente más depravado que mis semejantes; pero esto no hace al caso. Lo esencial es que esta carta particular no significaba absolutamente nada para mí; que no reconocía ni la letra ni el papel, ni el número del teléfono, ni la inicial B; y que, ni remotamente, podía pensar en mujer alguna que me llamara «mi amor querido».

Muchas mujeres me han llamado únicamente «querido», pero en la mayoría de los casos simplemente porque resulta que «querido» es hoy una simple fórmula en la línea descendente de la gastada serie
Old Thing
.

Mi prima Barbary generalmente me llama «querido», y yo con frecuencia empleo la misma frase al dirigirme a ella, no porque nos sintamos recíprocamente amantes, sino simplemente porque es la forma en que se expresa la mayor parte de la gente de nuestro círculo. Como sucede con otras tantas palabras, «querido» perdió su primitivo sentido y valor. Los extraños la usan en francachelas como un sinónimo cortés de «¿cómo se llama usted?», y solamente al menos sofisticado se le ocurriría darle el significado de pasión o gran cariño. En estos días, cuando las presentaciones se omiten o se hacen entre dientes, es conveniente poder hacer uso dé esta denominación para dirigirse al vecino desconocido.

No me hubiera sorprendido mucho, entonces, si esta carta hubiese comenzado simplemente: «querido». Pero este «amor querido» era harina de otro costal. Hasta la fecha nadie me ha llamado nunca así, y en verdad que no conozco a nadie que pudiera hacerla. Barbary, posiblemente, pero en este caso hubiera sospechado que me gastaba una broma, y además esta carta no estaba escrita por mi prima. Cierto es que Barbary firmaba notas con la inicial B, pero yo sabía que ella no había estado en el distrito de Mayfair cuando pusieron la carta en el correo.

En realidad había estado en
Gentlemen’s Rest
. conmigo, durmiendo en el dormitorio contiguo. Vivía en mi compañía desde hacía algún tiempo, como era su costumbre. En verdad, hablando técnicamente, estaba todavía conmigo, porque se había ido recientemente, después del desayuno, hacia
Pease Pottage
, donde pensaba pasar el fin de semana con amigos, para regresar el lunes. Incidentalmente, me había pedido prestado el auto para la excursión, pues su
voiturette
tuvo dos días antes un catastrófico encuentro con un poste de telégrafo. Como se podrá ver, no había posibilidad de que el misterioso corresponsal fuese mi prima Barbary. Por mucho que me devanaba los sesos, no podía dar con otra persona cuyo nombre empezase con B y que me llamase «amor querido». Bella, Blanca, Belinda, Biddy, Babs, Bety, Berta, Beatriz, Berenice, Bernardina, Bebe, Beth, Billie, Brígida, Bronwen, hasta Brunilda. Afanosamente escudriñé los casilleros de mi memoria, y hasta recurrí a los trabajos de Partridge. Todo en vano.

3

N
ATURALMENTE
, me puse a pensar en la posibilidad de que la carta fuese una burla, una mala pasada nacida en el cerebro reblandecido de alguna de mis muy divertidas amistades femeninas. Pero nuevamente el tipo de letra y el número del teléfono hicieron fracasar mi razonamiento, pues no me dieron la clave. Soy ahora completamente bucólico. Un verdadero palurdo. No tengo la pretensión de pertenecer a la clase de Mayfair, y acaso no pase de media docena el número de habitantes de ese distrito, que conozco personalmente. Mi imaginación los recorrió uno tras otro, sin resultado.

Como es natural, lo que correspondía haber hecho era llamar directamente a Mayfair 0069 y ver de qué se trataba, pero el instinto me retuvo. Después de todo, la carta podía ser auténtica, por muy inverosímil que pareciera, y si realmente fuese un, pedido de auxilio de alguna desdichada metida en un infierno, era probable que no me diera las gracias por llamar a su casa. Quien escribió la carta tuvo trabajo en cortar la dirección del papel, y el dejar el número el teléfono fue debido acaso a un descuido producido por la excitación del momento. En resumen, no me pareció oportuno aprovechar de esta omisión.

Medité sobre este misterio todo el sábado, y cuando desperté en la mañana del domingo, todavía estaba indeciso sobre lo que debería hacer. Aparte de toda otra consideración, Barbary se había llevado mi auto; y
The King of Sussex
estaba a millas de la más cercana línea de ómnibus. Y no me extasiaba la perspectiva de pedalear ocho millas y media en mi vieja bicicleta de mujer especialmente desde que el día se presentaba extraordinariamente caluroso.

Sin embargo, al fin ganó la curiosidad.

Después de todo, yo escribo historias de misterio para ganarme el sustento diario, y la mayor parte de mis argumentos sólo se desenvuelve después de considerable desgaste cerebral y silenciosa plegaria. Es mi constante propósito crear detectives más ingeniosos y agudos que los creados por mis rivales, y acaso la gran práctica en la invención de ficciones criminales ha superpuesto a mi natural negligencia un estilo inquisitivo con el que ciertamente no había nacido. Y hasta se me ocurrió que mi desconocida corresponsal podría ser el abanico de Roger Poynings: una joven de imaginación simple que me acreditaba poderes detectivescos proporcionados por mí a mis propios sabuesos, y que ahora recurría a mí para que la sacara de algún enredo, recompensándola por la compra de mis libros. Podía haber buscado mi dirección en el literario
Quién es quién
.

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