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Authors: Michael Burt

Tags: #Policiaca

El caso de la joven alocada (2 page)

Finalmente, me consolé con la reflexión de que si mi caminata a
The King of Sussex
resultaba un fracaso, de cualquier forma me proporcionaría una situación ya hecha para la nueva novela que tenía que empezar. Si sucedía algo en la taberna, santo y bueno. Si no, ¡qué diablos!, entonces ya me las arreglaría para que ocurriera en el papel en los próximos días. El escritor, borracho o sobrio, tiene que ser algo oportunista. Y aquí, a buen seguro, había una oportunidad demasiado buena para desperdiciarla.

4

E
MULANDO
a Shaw (quien, dicho sea de paso, debe sacar buena tajada de su trabajo) me he visto negro para hacerme de una barba. Pero de ninguna forma estoy de acuerdo con los
breeches
para pedalear. Los
breeches
, completados con un saco Norfolk y un cinturón, pueden marcar bastante bien las líneas «shawianas», pero armonizarían mal con mis voluminosos contornos y mi espesa barba. Esta última, entre paréntesis, tenía que haber sido color miel cuando empecé a dejarla crecer, pero lamento decir que resultó color ratón.

Algún día escribiré un libro sobre mi barba y las aventuras que me sucedieron mientras crecía, pero es para otra oportunidad. Baste decir que es una buena barba, un adorno para mi persona, una fuente de utilidades para el departamento de publicidad de mis editores, una seña de distinción muy estimada por los nativos de Merrington y por los turistas que visitan nuestra ciudad y, como es natural, una considerable economía de tiempo y un ahorro de materiales de afeitar. No la describiré más ampliamente aquí, pues ahora que les he dicho dónde vivo, pueden venir a veda con sus propios ojos. Objeto ya de gran interés local, hay un movimiento en marcha para indicada en la próxima edición de la Guía de turismo.

Pero en el asunto de los
breeches
para la bicicleta soy duro como un diamante. Ya sea para caminar o para pedalear, yo enfundo, invariablemente, mis extremidades inferiores en un par de venerables
slacks
, en los cuales introduzco el faldón de una camisa de cuello abierto, verde, azul, pardo oscuro o azafrán, de acuerdo con el tiempo y con la bicicleta del lavadero. En días fríos llevo también los restos de una auténtica chaqueta de
Harris tweed
, que conseguí a crédito en aquellos lejanos tiempos cuando yo era un oficial y un caballero. Si deseo parecer intelectual (como en la apertura de la bulliciosa kermesse de la parroquia, cuando discutía filosofía con el Padre Prior o pornografía con Jane Biddle, nuestro poeta local) me coloco un gigantesco par de anteojos imitación carey, que me dañan la vista horrorosamente, y que, sin duda, me dejarán ciego el día menos pensado.

Contempladme, pues, en esta tórrida mañana de junio, montado en mi viejo velocípedo, en las afueras de
Gentlemen’s Rest
. y marchando con rueda libre camino a la cita en
The King of Sussex
. En esta ocasión, a pesar del calor; yo había ocultado tontamente toda mi camisa azafrán a la que le tocaba el turno, menos el cuello y los puños, bajo el purpurino paño escocés de la chaqueta, aunque no había llegado muy lejos cuando ya me maldecía por esta ligera concesión a las convenciones. Sin embargo, el sentido de mi obligación social no me llevó a ponerme el sombrero.

En asunto de niveles y declives, nuestro gran reino de Sussex está en un condado sorprendentemente engañoso, y el ciclista, acaso más que cualquier otro transeúnte del camino, pronto descubre que un trecho de la región, que parece competir en lisura con una mesa de billar o con un programa de variedades de la B. B. C., puede ser en realidad un pozo de sorpresas. Hasta socios del Club de Ciclistas me parece que se dan cuenta de esto, aunque usen el último modelo de bicicletas, de tres velocidades para media carrera. Cuánto más, entonces, es perceptible el fenómeno para quien, como yo, patrulla la frontera con el desechado vehículo de un jubilado, completado con un descolorido cesto de mimbre en el manubrio y una cadena que se resbala con intermitencias.

Yo resoplaba, transpiraba y renegaba, maldecía a mi corresponsal misterioso por inducirme a esta absurda expedición, y me maldecía a mí mismo por haber sido tan fácilmente engañado. Maldije al pronosticador del tiempo, al fabricante de la bicicleta, al jubilado, al sastre que me había fiado el saco. Maldije al cartero que me había entregado la carta de B, al fabricante de la pluma con la cual había sido escrita, al papelero que había suministrado el papel y la tinta. Más aún; en medio de mis maldiciones, me di cuenta de que la rueda trasera sufría de lo que creo se dice técnicamente un pequeño pinchazo, y tres veces durante el trayecto tuve que desmontar y emplear el inflador de los nueve peniques. Olor a caucho caliente, reforzado con el de goma quemada y alquitrán. Maldije a todos los infladores y a todos los neumáticos, a sus inventores y fabricantes, patentadores y revendedores y maldije con especial vehemencia a un joven de rostro amarillo y lleno de verrugas, quien, al pasarme a toda velocidad, tuvo el descaro de hacerme un ademán injurioso con el dedo. Estaba yo a punto de embarcarme en una polémica realmente de peso, dirigida a las sombras de todos los ingenieros de caminos, antiguos, medioevales y modernos, cuando mi máquina dobló bruscamente en un agudo recodo, y pude, entonces, contemplar la tosca estructura de
The King of Sussex
a unas cien yardas.

5

P
OR
fortuna para todos los interesados (en ese instante estaba yo despotricando furiosamente y muerto de sed) el tabernero abría las puertas en ese momento. Me lancé de la bicicleta, la arrojé contra una pared y, tambaleándome, entré en el bar oscuro y fresco. El dueño, a quien yo conocía de antiguo (un extranjero de las regiones desoladas de Kent, llamado Bill Thrush, hombre tosco y algo taciturno), desplegó insólita inteligencia sirviéndome un cuarto de lo que llamaba cerveza, antes de que mi lengua reseca pudiera articular la orden. Mi paladar estaba tan viciado por las privaciones y la sed, que el brebaje casi sabía a cerveza cuando lo bebí de un trago.

Me repuse un poco y en seguida dejé el jarro y miré a mi alrededor. Me había seguido hasta él ese grupo de aldeanos expectantes, habituales en las mañanas de los domingos, ocupados ahora en la análoga tarea de sorber con lenta deliberación sus primeros tragos… Algunos ojos contemplativos se dirigían silenciosamente en mi dirección, pues
The King of Sussex
atrae a pocos extranjeros y mi barba es muy afamada. Mi mirada se encontró con la de mi vecino más próximo y aventuré a observar que hacía un calor extraordinario.

—Sí, así es —convino con un solemne movimiento de su fina barba gris—, lamentablemente caluroso.

—Lamentable —asintió una segunda voz desde alguna parte detrás de mí.

—Ciertamente —confirmó un tercero.

—Caluroso, es verdad —observó un individuo con cara de luna y nariz picada de viruelas, desde el extremo del bar, desplegando asombrosa originalidad de pensamiento:

—Lamentable —dijo Bill Thrush, con sociabilidad—. Dan ganas de beber con este tiempo ¿no es cierto?

—Seguro —acordó mi vecino de la derecha, un señor bigotudo, de cuello congestionado—; una sed tremenda, eso es.

—Lamentable —dijeron en coro varias voces. Con el acompañamiento de los jarros vacíos al ser puestos sobre las mesas o sobre el mostrador—. Sí, deplorable, realmente.

Cumplí con mi deber.

—La próxima vuelta la pago yo, Mr. Thrush —ordené, buscando en el bolsillo un billete de diez chelines—. Y no se olvide de usted.

La compañía rezongó la aprobación a este gesto, y durante algunos instantes reinó el silencio, solamente interrumpido por el chasquido de los labios, el ruido de los gaznates y el resonar de los jarros. Pero yo sabía por experiencia que, no obstante mi acción de pagar vueltas, esta gente se encontraría incómoda mientras yo permaneciera allí. Y puesto que la taberna se vanagloriaba de este despacho, me incliné sobre el mostrador y le dije al dueño:

—Puede ser que dentro de poco venga una dama, Mr. Thrush, y seguramente a ustedes no les agradará que haya mujeres en el bar. ¿No tendría usted otra habitación cualquiera donde poder beber un trago? Creo que no la ocuparé mucho tiempo.

Bill Throsh hizo un ademán expresivo con el pulgar por encima del hombro derecho.

—Hay una sala detrás —contestó—. Nunca entro en ella desde que falleció la patrona. La puede usar como guste, Capitán Poynings. Y si —prosiguió— no quiere hacer pasar a la señora por aquí, hay una puerta a la vuelta que conduce derecho a ella. Conforme se sale a la derecha, señor. La segunda puerta que encuentre.

—Buen hombre —dije—. Puede que no la necesite, pues es poco probable que la visita aparezca por aquí. Por otra parte —continué, mirando el reloj— si es que viene, ha de estar por llegar, así que voy a esperarla afuera.

En seguida vuelvo. —Y diciendo esto terminé mi cerveza y salí al sol brillante.

Afuera el calor era intenso, y el resplandor me deslumbró. La pesada calma del riguroso verano cubría la tierra, y la quietud era acentuada más bien que disminuida por el zumbido de un lejano avión. No había ninguno cerca, ni tampoco se podía oír algún auto que se aproximara. Me dirigí hacia la derecha vagando por las cercanías de la taberna. Empujé la segunda puerta, entré y me encontré en una habitación; a la que verdaderamente podía llamarse sala.

Era muy pequeña pero, sin embargo, contenía una increíble cantidad de muebles, incluyendo lo que la B. B. C. insiste en llamar un piano forte, un auténtico modelo de la época victoriana, con pliegues de seda color rosa. El paño era de felpilla verde oliva recargado de perendengues, y las cortinas eran de una sarga kaki oscuro. Era evidente que la única ventana no había sido abierta por una década; y la atmósfera era arcaica. Con gran trabajo conseguí abrir la ventana, rompiéndome una uña al hacerlo. Luego, para hacer más agradable el ambiente, dejé consumir con deliberación un par de cigarrillos en un cenicero, y salí de nuevo a la abrasadora luz del sol.

No tengo reloj, pero oí que un distante campanario daba el cuarto. Casi simultáneamente el zumbido de un auto poderoso se dejó oír débilmente al principio, pero pronto se elevó fortísimo, en rápido
crescendo
. Los caminos cercanos a
The King of Sussex
son tan poco frecuentados, que tuve la seguridad de que el auto en cuestión era el de mi bella corresponsal. No negaré, siendo como soy un hombre modesto, que mi pulso se aceleró con curiosidad y expectación conforme mi soledad se iba quedando atrás.

Zumbando como una agitada avispa, el automóvil se aproximaba velozmente. Marchaba a unos cómodos sesenta kilómetros cuando apareció en un recodo del camino, posiblemente a una distancia de un cuarto de milla. Atravesó el cruce a cuarenta y se detuvo inmediatamente después a unas cien yardas más allá de
The King of Sussex
, sin el menor asomo de protesta de los frenos, del motor o de los elásticos.

Era un modelo sencillo, descubierto: un Maratón de dos asientos, amarillo, tapizado en color verde manzana. Y sentada al volante, con un cigarrillo en una corta boquilla de jade entre sus labios y un tumulto de cabellos castaños desordenados por el viento, estaba la más linda mujercita que jamás hubiera visto.

6

N
O OBSTANTE
mi desorientación del primer momento, yo esperaba reconocer a mi visitante apenas la viera, pero una simple ojeada me demostró que no era así. Había, en efecto, algo ligeramente familiar en su rostro, pero era simplemente su tipo. Las cejas depiladas, la boca grande, el cutis blanco y rosa… son tan sólo marcas de una clase asiduamente cultivadas por las bellas de hoy. Solamente sus ojos gris verdosos y grandes y más bien separados, parecían recordarme alguien a quien yo había conocido; esto y la boca generosa…

Al verla, me puse los anteojos de armazón de asta, no para que ella pudiera examinar a un saldo sospechoso o para tener el aspecto de un estudiante de filosofía —de pornografía, mejor dicho—, sino porque ellos ciertamente daban más realce a mi personalidad. Cuando su coche se detuvo, me acerqué resueltamente a ella, que permanecía sentada al volante.

—¡Oh! —exclamó ansiosamente conforme me presenté.

—Buenos días —murmuré.

—¿Es usted Roger?

—Mi nombre es Roger Poynings.

—¡Mi Dios!

—Lo siento —me disculpé con dignidad.

—Bueno, espero que servirá. De cualquier modo tendrá que ser así. Pero, ¿por qué la barba?…

—¿Y por qué no?

—¿Es auténtica?

—Por supuesto. Buen trabajo me costó. ¿Qué hay con ella?

—Parece piojosa, como un felpudo con el «Bienvenido» gastado. Sin embargo, eso es cosa suya, naturalmente. ¿Necesita esos anteojos?

—Seguramente que usted no —repliqué—. ¿O le hacen falta?…

Se rió.

—No está mal para un viejo, Roger —observó saltando fuera del auto, sin abrir la portezuela.

Tuve la visión de unas piernas desnudas y de unos muslos blancos y extremadamente bien formados, resplandeciendo contra el oscuro verde pino de su costoso vestido sencillo.

—Tengo ganas de beber —dijo, volviendo su rostro hacia mí.

Parecía muy joven, de unos dieciocho o diecinueve años, aunque ahora sé que estaba equivocado. Era delgada, esbelta, derecha como un mimbre; una joven atrayente, exquisita, no obstante sus ojos sofisticados.

—He alquilado la mejor sala para nuestro objetivo —dije—. Está llena de trastos viejos, pero por lo menos es reservada. ¿Quiere usted tomar algo? Si me lo dice ahora, hago una escapada al bar y lo llevo a la habitación.

—Ginebra con limón.

—¿Cómo?

—Me gusta. ¿Tiene usted algún inconveniente?

—Ninguno. Es su propio veneno —suspiré—. Pero usted me disculpará si sigo fiel a mi cerveza. ¿Quiere acercarse a la sala y esperarme en ella? Está a la vuelta, la segunda puerta a la derecha.

—Bueno —exclamó, y se fue.

Volví al bar, recogí nuestras bebidas en una bandeja de estaño y la seguí minutos después.

Ella se había recostado en un estrecho sofá de crin; y estaba encendiendo otro cigarrillo, pero me pareció que estaba algo «bebida».

—Me equivoqué de puerta —observó con una pequeña sonrisa—. Me dirigí a la primera, en vez de a la segunda.

—Comprende. Yo dije la segunda —la amonesté débilmente.

—Ya sé; pero escucho tan poco lo que se me dice…. Seguramente por eso siempre estoy metida en líos. Debe venir de familia. Lulú era lo mismo.

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