Read El beso de la mujer araña Online
Authors: Manuel Puig
—Me parece que no. No sé… Seguí.
—Al día siguiente, en el diario, el muchacho ve que todos buscan el artículo sobre ella, y no lo encuentran. Claro, él se guardó todo bajo llave en su escritorio. Y como no pueden encontrar nada, el jefe de los reporteros decide que se olviden del asunto, porque será imposible juntar todo ese material de nuevo. El muchacho respira aliviado, y después de titubear un poco… marca el número de ella. Y le dice que esté tranquila, que ya no sacarán el artículo. Ella se lo agradece, él le pide perdón por todo lo que le dijo en la casa, y le pide verla, le da cita. Ella acepta. Él pide permiso para salir del diario, el jefe se lo da, le dice que le ve mala cara, desde hace unos días. A todo esto ella se está preparando para salir, con un traje de saco negro, de terciopelo, de esos de esa época tan bonitos, muy entallados, y sin blusa abajo, y un broche de brillantes en la solapa, y un sombrero blanco de tul, que es como una nube blanca detrás de la cabeza. Y el pelo recogido en rodete. Y ya está calzándose los guantes, blancos haciendo juego con el sombrero, cuando piensa en el peligro que entraña esa cita, porque el magnate justito entra en ese momento, cuando ella está indecisa si ir o no. Y el magnate, que es un hombre maduro, canoso, de unos cincuenta y pico, un poco gordo, pero muy presentable como hombre, le pregunta adonde va. Ella le dice que de compras, él se ofrece a acompañarla, ella le dice que se va a aburrir mucho, porque tiene que elegir telas. El magnate pone cara de darse cuenta de algo, pero no le reprocha nada. Ella entonces aprovecha para decirle que él no tiene derecho a poner mala cara, que ella hace todo lo que él quiere, que ha renunciado a volver al teatro, a cantar por radio, pero que es ya el colmo que él vea mal que salga de compras. El magnate entonces le dice que él se va, y que ella vaya de compras todo lo que quiera, pero que si él se llega a enterar de que lo engaña… no se vengará con ella, porque sin ella bien sabe que no puede vivir, sino que se vengará con el hombre que se ha atrevido a acercársele. El magnate sale, ella sale un momento después, no sabe qué decirle al chofer, porque en los oídos todavía le silban las palabras del magnate: «me vengaré con el hombre que se haya atrevido a acercársete». Mientras tanto el muchacho está esperándola en un bar suntuoso, y mira la hora, y ya se está dando cuenta de que ella no va a venir. Pide otro whisky, doble. Pasa una hora, pasan dos horas, y él ya está totalmente borracho, pero disimula, se levanta y camina derecho. Va a la redacción del diario, se sienta en su escritorio y pide al ordenanza un café doble. Y trabaja, tratando de olvidarse de todo. Al día siguiente entra más temprano que de costumbre, y el jefe se sorprende, lo felicita por venir a ayudarlo, porque es un día muy difícil. Él se enfrasca en el trabajo y termina todo muy temprano también, y va y entrega lo que ha hecho al jefe, que lo felicita por lo bueno que es lo que ha escrito, y le dice que ya se puede ir por el día. El muchacho entonces sale, y se mete a tomar un trago con un compañero que lo invita, él al principio se niega, pero el otro le pide que lo acompañe, pero no, esperá, es el mismo jefe que lo convida a un trago ahí en su despacho, porque como el muchacho le ha resuelto todo el problema de ese día, que era un artículo sobre un desfalco muy grande en el gobierno, y quiere celebrar la cosa. Entonces, después del trago, el muchacho ya sale mal a la calle, le ha venido el vino triste, y cuando se quiere acordar está frente a la casa de ella. No resiste y entra, toca el timbre del departamento. La mucama le pregunta qué quiere. Él pide hablar con la dueña de casa, que justamente son las cinco de la tarde y está tomando el té con el magnate, que le acaba de traer una joya maravillosa, un collar de esmeraldas, para que le perdone la escena del día anterior. Ella da la orden a la mucama de decir que no está, pero él ya ha entrado. Entonces ella trata de arreglar el asunto y le dice al magnate lo que pasó con ese artículo, y le agradece al muchacho, y le cuenta al magnate que él no quiso dinero, ella realmente no sabe más qué decir para arreglar la cosa, pero él, el muchacho, furioso de ver que ella toma del brazo al magnate, le dice que le da asco todo y que el único agradecimiento que pide es que lo olviden para siempre. Tanto ella como el magnate no dicen ni una palabra, el muchacho se va, pero deja sobre una mesa un papel, con la letra de la canción que le ha escrito. El magnate la mira a la chica, ella tiene los ojos llenos de lágrimas, porque está enamorada del muchacho, y ya no lo puede negar, no se lo puede negar a ella misma, que es lo peor. El magnate la mira bien fijo en los ojos y le pregunta qué es lo que siente por ese pelagatos periodista. Ella no puede contestar, tiene un nudo en la garganta, pero cuando ve que el tipo está levantando presión, bueno, traga saliva y dice que ese pelagatos periodista no es nada para ella, pero que se vio envuelta con él por el lío de ese diario. Y entonces el magnate pregunta qué diario es, y al saber que se trata del diario que está en una investigación implacable de los líos de la mafia, le pide a ella que le dé el nombre de él, para de algún modo sobornarlo. Pero la chica, aterrorizada de que lo que el magnate realmente quiera sea vengarse del muchacho… le niega el nombre. El magnate entonces le da una gran bofetada, la tira al suelo. Se va. Ella queda tirada sobre una alfombra que parece como de armiño, el cabello renegrido sobre el armiño blanco, y parecen estrellas las lágrimas que le titilan… Y levanta la mirada… y ve sobre uno de los taburetes de raso… un papel. Se levanta y lo agarra, lo lee… «… Aunque vivas prisionera, en tu soledad tu alma me dirá… te quiero. Flores negras del destino… nos apartan sin piedad, pero el día vendrá en que seas… para mí no más, no más…», y se lleva ese papel todo estrujado al corazón, que a lo mejor está tan estrujado como ese papel, tanto… o más.
—Seguí.
—El muchacho, por su parte, está deshecho, no vuelve al trabajo, y va de taberna en taberna. Lo buscan del diario pero no lo encuentran, lo llaman por teléfono y él contesta, pero al oír la voz del jefe cuelga el tubo. Pasan los días, hasta que él ve en un diario en la calle, el mismo donde él trabaja, que anuncian para el día siguiente un gran artículo sobre la intimidad de una gran estrella retirada del medio artístico. Tiembla de rabia. Va al diario, está todo cerrado porque es muy de noche, el sereno de guardia lo deja entrar sin sospechar nada, él va a su escritorio y ve que han forzado sus cajones para entregar a otro reportero el escritorio que él abandonó, y ahí por supuesto han encontrado todo el material. Entonces va a los talleres, que están lejos de ahí, y cuando llega es plena mañana ya y ve que está en las máquinas rotativas el número de esa tarde. Desesperado a martillazos para las máquinas y todo el tiraje de ese número del diario se echa a perder, porque las tintas se vuelcan y todo todo se arruina. Un destrozo de miles y miles de pesos, millones, un acto de sabotaje. Él desaparece de la ciudad, pero lo echan del sindicato y nunca más podrá trabajar como periodista en su vida. De borrachera en borrachera, llega a una playa, en busca de sus recuerdos: Veracruz. En un boliche de mala muerte, frente al mar, bien al pie de la playa, una orquesta típica del lugar, con ese instrumento que es una mesa de tablitas…
—Xilofón.
—Vos, Valentín, sabés todo, ¿cómo hacés?
—Vamos, seguí que estoy interesado.
—Bueno, con ese instrumento tocan una melodía muy triste. Él, con una navaja, escribe sobre una mesa, que está llena de inscripciones de corazones, nombres y también groserías, ahí escribe la letra para esa canción y la canta. Dice así… «… cuando te hablen de amor, y de ilusiones… y te ofrezcan un sol y un cielo entero, si te acuerdas de mí… ¡no me menciones! porque vas a sentir … amor del bueno. … Y si quieren saber de tu pasado, es preciso decir una mentira, di que vienes de allá, de un mundo raro…», y se la imagina a ella, mejor dicho la ve en el fondo de ese vaso de aguardiente, y ella se va agigantando, hasta ser de tamaño natural y pasearse por ese boliche miserable, y mirándolo ella le canta completando el verso… «… que no sé qué es penar, que no entiendo de amor, y que nunca he llorado…», y entonces él mirándola le canta, entre todos esos borrachos que ni siquiera lo oyen o lo ven, «… porque yo donde voy, hablaré de tu amor, como un sueño dorado…», y ella sigue «… y olvidando el rencor, no dirás que mi adiós te volvió desgraciado…» y él entonces acaricia el recuerdo transparente de ella, sentada allí al lado de él en la mesa, y le sigue cantando «… y si quieren saber de mi pasado, es preciso decir otra mentira, les diré que llegué de un mundo raro…», y mirándose los dos con lágrimas en los ojos, siguen a dúo en voz muy baja, que es como un susurro apenas, «… que no sé del dolor, que triunfé en el amor, y que nunca he llorado…», y al secarse él las lágrimas, porque le da vergüenza ser hombre y estar llorando, ve más claro y no está ella a su lado. Y desesperado agarra el vaso para empinárselo, y no ve reflejado más que a él mismo todo desgreñado ahí en el fondo del vaso, y entonces con todas sus fuerzas tira el vaso contra la pared, y lo hace añicos.
—¿Por qué te callás?
—…
—No te pongas así…
—…
—¡Carajo!, te he dicho que hoy acá no entra la tristeza, ¡y no va a entrar!
—No me sacudas así…
—Es que hoy le vamos a ganar a los de afuera.
—Me asustaste.
—No te me pongas triste, ni te asustes…, lo único que quiero es cumplirte la promesa. Y hacerte olvidar cualquier cosa fea. Yo esta mañana te di mi palabra que hoy no vas a pensar en nada triste. Y te lo voy a cumplir, porque no me cuesta nada. Es tan fácil hacerte olvidar a vos las cosas tristes,… y mientras esté a mi alcance, por lo menos en este día, … no te voy a dejar pensar en cosas tristes.
—¿Cómo estará la noche afuera?
—Quién sabe, Molina. No hace frío, y hay mucha humedad. Así que debe estar nublado, con nubes muy bajas a lo mejor, de esas que reflejan la luz del alumbrado de las calles.
—Sí, debe ser una noche así.
—Y las calles deben estar mojadas, sobre todo las empedradas, sin que haya llovido, y al fondo un poco de neblina.
—Valentín… a mí la humedad me pone nervioso, porque me pica todo el cuerpo, pero hoy no.
—Yo también me siento bien.
—¿Te cayó bien la comida?
—Sí, la comida…
—Qué poquita queda.
—Culpa mía, Molina.
—De los dos, comimos más que de costumbre.
—¿Cuánto hace que te trajeron el paquete?
—Hace cuatro días. Y para mañana queda un poco de queso, un poco de pan, mayonesa…
—Y hay dulce de naranja. Y medio budín inglés. Y dulce de leche.
—Y nada más, Valentín.
—No, un pedazo de fruta abrillantada. El de zapallo, que separaste para vos.
—Me da lástima comérmelo, me lo voy reservando, y nunca le llega el momento. Pero mañana lo partimos en dos.
—No, ése es tuyo.
—No, mañana vamos a tener que comer la comida del penal, y de postre nos comemos el zapallo abrillantado.
—Mañana lo discutimos.
—Sí, no quiero pensar en nada ahora, Valentín. Dejame que me quede en la luna.
—¿Tenés sueño?
—No, pero estoy bien, estoy tranquilo. … No, estoy más que tranquilo… Pero no te enojes si te digo alguna pavada. Estoy feliz.
—Así tiene que ser.
—Y lo lindo de cuando uno se siente feliz, sabés Valentín… es que parece que es para siempre, que nunca más uno se va a sentir mal.
—Yo también me siento bien, el camastro éste de porquería está calentito, y sé que voy a dormir bien.
—Yo siento un calorcito en el pecho, Valentín, eso es lo más lindo. Y la cabeza despejada, no, macana, la cabeza como llena de vaporcito tibio. Yo todo estoy lleno de eso. No sé, a lo mejor es que todavía… te siento… como que me tocás.
—…
—¿Te molesta que hable de estas cosas?
—No.
—Es que cuando estás acá, ya te dije, ya no soy yo, y ése es un alivio. Y después, hasta que me duermo, y aunque vos estés en tu camita, tampoco soy yo. Es una cosa rara… ¿cómo te explico?
—Decímelo, vamos.
—No me apures, dejame que me concentre… Y es que cuando me quedo solo en la cama ya tampoco soy vos, soy otra persona, que no es ni hombre ni mujer, pero que se siente…
—… fuera de peligro.
—Sí, ahí está, ¿cómo lo sabés?
—Porque es lo que siento yo.
—¿Por qué será que se siente eso?
—No sé…
—Valentín…
—¿Qué?
—Te quiero decir una cosa… pero no te rías.
—Hablá.
—Cada vez que has venido a mi cama… después… quisiera, no despertarme más una vez que me duermo. Claro que me da pena por mamá, que se quedaría sola… pero si fuera por mí, no me querría despertar nunca más. Pero no es una cosa que se me pasa por la cabeza no más, de veras lo único que pido es morirme.
—Antes me tenés que terminar la película.
—Uf, falta mucho, esta noche no la termino.
—Si en estos días me hubieses contado otro poco, ya esta noche la terminábamos. ¿Por qué no me quisiste contar más?
—No sé.
—Pensá que puede ser la última película que me contés.
—Será por eso, vaya a saber.
—Contame un poco antes de dormir.
—Pero no hasta el final, falta mucho.
—Hasta donde te canses.
—Bueno. ¿En qué estábamos?
—En que él le canta en el boliche, a ella, que se le aparece en el fondo del vaso de aguardiente.
—Sí, y que cantan a dúo. A todo esto, ella… ha dejado al magnate, le ha dado vergüenza seguir haciendo esa vida, y decide volver al trabajo. Va a presentarse en un club nocturno como cancionista, y ya es el día del debut, ella está muy nerviosa, a la noche va a volver a ponerse en contacto con el público, y esa tarde es el ensayo general. Se presenta con un traje largo, como todos los de ella, sin breteles, el busto muy ceñido, la cintura de avispa y después la pollera amplísima, todo en lentejuelas negras. Pero el brillo de las lentejuelas es apenas como un resplandor. El pelo muy sencillo, raya al medio y largo hasta los hombros. La acompaña un pianista, el escenario es nada más que un cortinado de raso blanco recogido por un lazo igual, porque ella donde va quiere sentir el contacto del raso, y al lado una columna griega simulando mármol blanco, el piano también blanco, de cola, pero el pianista de smoking negro. Ahí en la boíte todo el mundo está enloquecido arreglando las mesas, lustrando los pisos, clavando clavos, pero cuando aparece ella suenan las primeras notas del piano, bueno, ahí todos se quedan mudos. Y ella canta, o no, todavía no, empiezan las notas del piano, y una casi imperceptible cadencia de maracas allá lejos, y ella se ve que tiene las manos temblando, los ojos se le llenan de ternura, alcanza el cigarrillo a un traspunte que está entre bambalinas, toma su posición al lado de la columna griega, y empieza con una voz grave y muy melodiosa a decir la introducción, casi hablada, pensando en el muchacho «… todos dicen que la ausencia es causa de olvido, … y yo te aseguro que no es la verdad, …desde aquel último instante que pasé contigo, mi vida parece… llena de crueldad», y ahí la orquesta invisible empieza a todo volumen y larga ella toda su voz, «… tú, te llevaste en tus labios, aquel beso sagrado… que yo había guardado ¿para ti?, sí, para ti… Tú, te llevaste en tus ojos, todo el mundo de antojos, que hallaste en los míos, para ti…», y ahí viene un intermedio de la orquesta, y ella hace un pequeño paseo y en medio de la pista vuelve a atacar, a toda voz, «… ¡Cómo pudiste dejarme, queriéndonos tanto! … cuando habías encontrado en mi pecho guardado tanto… tanto frenesí… Tú, aunque estemos muy lejos, llorarás como un niño, buscando un cariño como el que te di…»