Authors: Charlaine Harris
Cuando salí del trabajo, no me apetecía hablar con nadie de nada.
Aunque, naturalmente, no tuve elección.
Al llegar a casa me encontré con dos mujeres esperándome en el jardín, y ambas irradiaban malhumor. A una de ellas la conocía: Frannie Quinn. La mujer que la acompañaba debía de ser la madre de Quinn. El severo resplandor de la luz de seguridad me ofreció una buena imagen de la mujer cuya vida había sido un desastre. Caí entonces en la cuenta de que nunca nadie me había mencionado su nombre. Seguía siendo guapa, pero tenía un estilo gótico que no encajaba en absoluto con su edad. Aparentaba cuarenta y pico años, su rostro estaba demacrado y los ojos enmarcados por las sombras. Tenía el pelo oscuro con canas y era muy alta y delgada. Frannie llevaba una camiseta de tirantes que dejaba entrever el sujetador, pantalones vaqueros ceñidos y botas. Su madre iba vestida prácticamente igual pero con colores distintos. Me imaginé que Frannie era la encargada de vestir a su madre.
Aparqué a su lado, pues no tenía la mínima intención de invitarlas a entrar en casa. Salí del coche a regañadientes.
—¡Bruja! —dijo Frannie con pasión. Su joven rostro se había quedado tenso de la rabia—. ¿Cómo has podido hacerle eso a mi hermano? ¡Con todo lo que él ha hecho por ti!
Era una forma de verlo, la verdad.
—Frannie —dije, manteniendo mi voz lo más calmada y equilibrada posible—, lo que suceda entre Quinn y yo no es asunto tuyo.
En aquel momento se abrió la puerta de la casa y Amelia salió al porche.
—¿Me necesitas, Sookie? —me preguntó, y olí enseguida que estaba rodeada de magia.
—Entro en un segundo —dije con claridad, pero no le dije que volviera a entrar en casa. La señora Quinn era una mujer tigre de pura sangre y Frannie lo era a medias; ambas tenían mucha más fuerza que yo.
La señora Quinn dio un paso al frente y me miró con perplejidad.
—Tú eres a la que amaba John —dijo—. Tú eres la que has roto con él.
—Sí, señora. Lo nuestro no podía funcionar.
—Dicen que tengo que regresar a aquel lugar en medio del desierto —dijo—. Donde almacenan a los cambiantes locos.
«No me digas...».
—¿Ah, sí? —dije, para dejar claro que yo no tenía nada que ver con el tema.
—Sí —replicó ella, y se quedó en silencio, lo que suponía un gran alivio.
Frannie, sin embargo, no había terminado todavía conmigo.
—Te presté mi coche —dijo—. Vine a avisarte.
—Y te lo agradezco —dije. El corazón me dio un vuelco. No se me ocurría ninguna palabra mágica que pudiera aliviar el dolor que flotaba en el ambiente—. Créeme, me gustaría que todo hubiera sido distinto. —Poco convincente, pero cierto.
—¿Qué tiene de malo mi hermano? —preguntó Frannie—. Es guapo, te quiere, tiene dinero. Es un gran chico. ¿Qué te pasa a ti que no lo quieres?
La respuesta sincera —que realmente admiraba a Quinn, pero que no quería desempeñar un papel secundario con respecto a sus necesidades familiares— era simplemente inexpresable por dos razones: era innecesariamente dolorosa y podría tener como consecuencia que yo resultara gravemente herida. La señora Quinn tal vez no estuviera en sus cabales, pero seguía la conversación con creciente atención. No quería ni imaginarme lo que podía suceder si adoptaba la forma de tigre. Podía huir hacia el bosque, o podía atacar. La escena me pasaba por la cabeza en pequeñas imágenes. Tenía que decir alguna cosa.
—Frannie —dije lenta y deliberadamente, pues no tenía ni idea de cómo seguir—. Tu hermano no tiene nada de malo. Pienso que es el mejor. Pero tenemos demasiadas cosas en contra como pareja. Y yo deseo que tenga la oportunidad de encontrar a alguien que le acompañe; será una mujer muy, muy afortunada. Por eso le he dado la carta de libertad. Créeme, también yo lo estoy pasando mal. —Y era cierto. Confiaba, no obstante, en que Amelia tuviera en la punta de los dedos algún tipo de magia que me ayudara. Y confiaba en que no se equivocara con su hechizo. Por si acaso, empecé a alejarme de Frannie y su madre.
Frannie estaba a punto de entrar en acción y su madre parecía cada vez más inquieta. Amelia estaba ya en las escaleras del porche. El olor a magia se intensificó. Durante un largo momento, fue como si la noche contuviera la respiración.
Y entonces, Frannie dio media vuelta.
—Vámonos, mamá —dijo, y ambas mujeres entraron en el coche de Frannie. Aproveché el momento para subir corriendo al porche. Amelia y yo nos quedamos pegadas, hombro con hombro, hasta que Frannie puso en marcha el coche y desapareció.
—Bien —dijo Amelia—. Por lo que entiendo, has roto con él.
—Sí. —Me sentía agotada—. Su equipaje era excesivo. —Hice entonces una mueca—. Caray, jamás me imaginé diciendo esto, pensando solamente en mí.
—Tenía que cargar con su madre. —Aquella noche, Amelia estaba muy perceptiva.
—Sí, es por lo de su madre. Oye, gracias por salir de la casa y arriesgarte a acabar vapuleada.
—¿Para qué sirven si no las compañeras de casa? —Amelia me abrazó y continuó diciendo—: Me parece que lo que necesitas es un buen tazón de caldo y meterte en cama.
—Sí —dije—. Me parece buena idea.
Al día siguiente me levanté muy tarde. Dormí como un tronco. No soñé. Ni me agité en la cama, ni me moví. Ni siquiera me levanté a hacer un pipí. Cuando me desperté, era casi mediodía, de modo que fue una suerte que no tuviera que ir al Merlotte's hasta última hora de la tarde.
Oí voces en la sala de estar. Era el inconveniente de compartir la casa. Cuando te levantabas siempre había alguien y, a veces, esa persona tenía compañía. Por otro lado, Amelia me preparaba siempre un café muy bueno cuando se levantaba antes que yo. La perspectiva consiguió sacarme de la cama.
Tenía que vestirme, pues había visita; además, la otra voz era masculina. Me acicalé rápidamente en el baño y me quité el camisón. Me puse un sujetador, una camiseta y unos pantalones de algodón. Correcto. Fui derecha a la cocina y descubrí que Amelia había preparado una cafetera grande. Y que me había servido ya una taza. Estupendo. Cogí el café y puse un par de rebanadas de pan en la tostadora. Oí cerrarse la puerta del porche trasero y, sorprendida, me volví y vi que se trataba de Tyrese Marley que entraba cargado con un montón de leña.
—¿Dónde guardas la leña dentro de casa? —me preguntó.
—Tengo un estante junto a la chimenea de la sala de estar. —Había estado partiendo la leña que Jason había cortado y almacenado en el cobertizo la primavera anterior—. Muy amable por tu parte —dije, vacilando—. ¿Has tomado café? ¿Te apetece una tostada? O... —Miré el reloj—. ¿Qué tal un sándwich de jamón o de pastel de carne?
—Buena idea —dijo, caminando por el pasillo como si la leña no pesara más que una pluma.
De manera que el invitado que estaba en la sala era Copley Carmichael. No tenía ni idea de qué hacía el padre de Amelia en casa. Preparé un par de bocadillos, un vaso de agua y puse dos tipos de patatas fritas junto al plato para que Marley eligiese lo que más le apeteciera. Me senté entonces en la mesa y finalmente bebí mi café y me comí mi tostada. Aún me quedaba mermelada de ciruela de mi abuela para untar, e intentaba no ponerme melancólica cada vez que la utilizaba. No tenía sentido tirar a la basura una mermelada tan sabrosa como aquélla. Mi abuela, a buen seguro, habría pensado exactamente eso.
Marley reapareció y tomó asiento delante de mí sin mostrar el mínimo indicio de incomodidad. Me relajé.
—Gracias por el trabajo —dije, después de que empezara él a comer.
—No tengo nada más que hacer mientras habla con Amelia —dijo Marley—. Además, si ella sigue aquí en invierno, su padre se alegrará de que pueda tener un buen fuego. ¿Quién te cortó toda esa leña sin partirla después?
—Mi hermano —respondí.
—Pues vaya —dijo Marley, y se puso a comer en serio.
Terminé mis tostadas, me serví una segunda taza de café y le pregunté a Marley si necesitaba alguna cosa.
—Estoy bien, gracias —dijo, y abrió la bolsa de patatas fritas con sabor barbacoa.
Me excusé para ir a ducharme. El día estaba más fresco y saqué una camiseta de manga larga de un cajón que llevaba meses sin abrir. Hacía el tiempo típico de Halloween. Ya tendría que haber comprado una calabaza y algunos caramelos..., aunque tampoco es que vinieran por aquí muchos niños a pedírmelos. Por primera vez en muchos días, me sentía normal; es decir, cómodamente feliz conmigo misma y con mi mundo. Había mucho que lamentar, y lo haría, pero ya no tenía la sensación de andar por ahí esperando que en cualquier momento me partieran la cara.
Pero, naturalmente, en el momento en que pensé en eso, empecé a preocuparme por cosas malas. Me di cuenta de que no tenía noticias de los vampiros de Shreveport, y a continuación me pregunté por qué pensaba o creía que tendría que haber recibido noticias de ellos. El periodo de adaptación de un régimen a otro estaría lleno de tensión y negociaciones, y lo mejor era dejarlos tranquilos. Tampoco había sabido nada de los hombres lobo de Shreveport. Y eso era bueno, teniendo en cuenta que la investigación sobre la desaparición de toda aquella gente seguía en marcha.
Y la ruptura con mi novio significaba (en teoría) que estaba libre y sin compromiso. Me maquillé los ojos como un gesto a favor de mi nueva libertad. Y lo rematé con un poco de lápiz de labios. En realidad, resultaba difícil sentirse aventurera. La verdad es que no deseaba estar libre y sin compromiso.
Amelia llamó a la puerta de mi habitación cuando estaba terminando de hacer la cama.
—Pasa —dije, doblando el camisón y guardándolo en el cajón—. ¿Qué sucede?
—Mi padre quiere pedirte un favor —dijo.
Noté que mi expresión se tornaba sombría. Naturalmente, algo debía de querer Copley para desplazarse desde Nueva Orleans para hablar con su hija. Y me imaginaba lo que era.
—Continúa —dije, cruzando los brazos sobre mi pecho.
—¡Oh, Sookie, tu lenguaje corporal ya me está diciendo que no!
—Ignora mi lenguaje corporal y di lo que tengas que decir.
Suspiró exageradamente para indicarme lo reacia que era a meterme en los asuntos de su padre. Pero adiviné que se había sentido de lo más satisfecha cuando su padre le pidió ayuda.
—Como le conté lo del golpe de estado de los vampiros de Las Vegas, quiere restablecer su vínculo empresarial con éstos. Quiere una reunión de presentación. Confía en que tú puedas..., eh, interferir por él.
—Ni siquiera conozco a Felipe de Castro.
—Ya lo sé, pero conoces a ese tal Victor. Y me da la impresión de que tiene ganas de escalar.
—Tú lo conoces tan bien como yo —le indiqué.
—Tal vez, pero lo que importa aquí es que él sabe quién eres tú y yo soy simplemente una mujer más entre las presentes —dijo Amelia, y comprendí adonde quería llegar..., aunque no me gustaba nada esa idea—. Quiero decir que él sabe quién soy, quién es mi padre, pero en quien en realidad se fijó fue en ti.
—Oh, Amelia —gimoteé, y por un momento me sentí como si estuviera arreándole un puntapié.
—Sé que no va a gustarte, pero me ha dicho que está dispuesto a pagarte una especie de tarifa por ayudarle —murmuró Amelia, notablemente incómoda.
Sacudí las manos delante de mí para ahuyentar aquella idea. No pensaba permitir que el padre de mi amiga me pagara por realizar una llamada telefónica o lo que quiera que tuviera que hacer. En aquel mismo momento me di cuenta de que había decidido hacer aquello por el bien de Amelia.
Entramos en la sala de estar para hablar directamente con Copley.
Me saludó con mucho más entusiasmo del que había mostrado en su primera visita. Me clavó la mirada, como queriendo decir «A partir de ahora te presto toda mi atención». Lo miré con escepticismo. Y, como no era tonto, lo captó de inmediato.
—Siento mucho, señorita Stackhouse, aparecer de nuevo por aquí tan poco tiempo después de mi primera visita —dijo, consciente de su comportamiento inadecuado—. Pero la situación en Nueva Orleans es desesperada. Estamos intentando reconstruir la ciudad para volver a crear empleo. Es un contacto muy importante para mí, y tengo a mucha gente empleada.
Punto número uno: no creía que Copley Carmichael tuviera una necesidad apremiante de encontrar nuevos negocios, incluso sin los contratos de reconstrucción de las propiedades de los vampiros. Punto número dos: ni por un momento se me ocurrió pensar que su única motivación fuera la mejoría de la maltrecha ciudad; aunque, después de leer sus pensamientos durante un momento, me dispuse a admitir que sí tenía algo de relación con sus urgencias.
Además, Marley me había partido la leña para el invierno y la había metido en casa. Eso contaba para mí más que cualquier otro aliciente basado en emociones.
—Llamaré esta noche a Fangtasia —dije—. A ver qué me dicen. Pero ése es el límite de mi implicación.
—Sookie, estoy en deuda contigo —dijo—. ¿Qué puedo hacer por ti?
—Ya lo ha hecho su chófer —respondí—. Si pudiera acabar de partirme esa madera de roble, me haría un favor inmenso. —No soy muy buena partiendo leña, y lo sé porque lo he intentado. Al cabo de tres o cuatro troncos, estoy destrozada.
—¿Ha estado haciendo eso? —A Copley le salía muy bien lo de mostrarse sorprendido. No estaba segura de si lo decía de verdad o no—. Una gran iniciativa por parte de Marley.
Amelia sonreía e intentaba que su padre no se diera cuenta de ello.
—De acuerdo, todo arreglado entonces —dijo rápidamente—. ¿Te preparo un sándwich o una sopa, papá? Tenemos patatas fritas o ensalada de patata.
—Me parece bien —dijo, pues estaba aún intentando jugar a ser amigos.
—Marley y yo ya hemos comido —dije, sin darle importancia, y añadí—: Tengo que irme corriendo a la ciudad, Amelia. ¿Necesitas alguna cosa?
—Unos sellos —dijo—. ¿Pasarás por correos?
Me encogí de hombros.
—Me pilla de camino. Adiós, señor Carmichael.
—Llámame Cope, por favor, Sookie.
Sabía que iba a decir exactamente eso. Y que a continuación intentaría mostrarse galante. Y, efectivamente, me sonrió con una mezcla perfecta de admiración y respeto.
Cogí el bolso y me dirigí a la puerta trasera de la casa. Marley seguía trabajando en mangas de camisa con el montón de madera. Confiaba en que hubiera sido idea suya. Y también en que consiguiera un aumento de sueldo.
En realidad no tenía nada que hacer en la ciudad. Pero quería evitar más conversaciones con el padre de Amelia. Pasé por el supermercado y compré más servilletas de papel, pan y atún y también fui a Sonic y me compré un helado de Oreo. Era una mala chica, no me cabe la menor duda. Estaba sentada en el coche, dando buena cuenta de mi batido, cuando divisé a una pareja interesante sentada a un par de coches de distancia del mío. No me habían visto, pues Tanya y Arlene estaban enfrascadas en su conversación. Estaban las dos sentadas en el Mustang de Tanya. Arlene llevaba el pelo recién teñido, rojo encendido de la raíz a las puntas y recogido con un pasador. Mi antigua amiga tenía puesta una camiseta con estampado de leopardo; era lo único que podía ver de su conjunto. Tanya llevaba una blusa verde lima muy bonita y un jersey marrón oscuro. Y escuchaba con atención.