Authors: Charlaine Harris
—¿Lo conoces? —le susurré a Bill.
—Sí —respondió Bill—. Lo conozco. —Pero no añadió más detalles y permaneció perdido en un debate interno. Jamás en mi vida había deseado con mayor intensidad conocer lo que alguien pensaba que en aquel momento. El silencio me superaba.
—¿Amigo o enemigo? —grité.
Víctor se echó a reír. Era una risa buena de verdad..., genial, una risa con ganas que decía «Me río contigo, no de ti».
—Una pregunta excelente —dijo—, de la que sólo tú tienes la respuesta. ¿Tengo el honor de hablar con Sookie Stackhouse, afamada telépata?
—Tienes el honor de hablar con Sookie Stackhouse, camarera —respondí gélidamente. Y escuché una especie de sonido gutural, la vocalización de un animal. De un animal grande.
El corazón me cayó a los pies.
—Las defensas se mantendrán en pie —repetía Amelia en un rápido susurro para sus adentros—. Las defensas se mantendrán, las defensas se mantendrán. —Bill me miraba con sus ojos oscuros, mientras una rápida sucesión de ideas le iluminaba su rostro. Frannie tenía la mirada perdida y distante, pero los ojos clavados en la puerta. También había oído el sonido.
—Quinn está ahí fuera con ellos —le susurré a Amelia, pues era la única en la estancia que no se lo había imaginado.
—¿Pero él está de su lado? —preguntó Amelia.
—Tienen a su madre —le recordé. Pero interiormente sentía náuseas.
—Y nosotros tenemos a su hermana —dijo Amelia.
Eric parecía tan pensativo como Bill. De hecho, se estaban mirando, y los imaginé manteniendo un auténtico diálogo sin cruzar palabra.
Tanto pensar no era bueno. Significaba que no tenían decidido hacía dónde decantarse.
—¿Podemos pasar? —preguntó aquella voz tan encantadora—. ¿O podemos tratar directamente con alguno de vosotros? En la casa parece haber protecciones suficientes.
Amelia flexionó el brazo, sacando bíceps, y dijo:
—¡Sí! —Me sonrió.
Un poco de autoalabanza bien merecida no tenía nada de malo, por mucho que estuviera algo fuera de lugar en aquel momento. Le devolví la sonrisa, aunque con tirantez.
Eric se armó de valor y después de lanzarse una última y prolongada mirada, él y Bill se relajaron. Eric se volvió hacia mí, me dio un ligero beso en los labios y se me quedó mirando un buen rato.
—A ti te perdonará la vida —dijo Eric, y comprendí que en realidad no me hablaba a mí, sino que lo hacía para sus adentros—. Eres demasiado única para echarte a perder.
Y entonces abrió la puerta.
Desde el interior de la casa pudimos ver bien la escena, pues el salón seguía oscuro y el exterior estaba iluminado por la luz de seguridad. El vampiro, que estaba aparentemente solo, no era un hombre especialmente alto, pero sí singular. Iba vestido de traje. Tenía el pelo corto, rizado y negro, aunque la luz no era lo bastante potente como para poder asegurar el color al cien por cien. Había adoptado la pose típica de un modelo de portada de GQ.
Eric ocupaba casi todo el umbral de la puerta, por lo que poco más podía ver. Me pareció de mal gusto desplazarme hasta la ventana para verlo mejor.
—Eric Northman —dijo Víctor Madden—. Hacía varias décadas que no nos veíamos.
—Sé que has estado trabajando duro en el desierto —dijo Eric con cierto tono de indiferencia.
—Sí, los negocios van viento en popa. Tengo temas que discutir contigo... temas bastante urgentes, me temo. ¿Puedo pasar?
—¿Con cuántos has venido? —preguntó Eric.
—Diez —le susurré a Eric—. Nueve vampiros y Quinn. —Si los cerebros humanos dejaban un agujero lleno de zumbidos en mi conciencia, los de vampiro dejaban un agujero vacío. Se trataba, simplemente, de contar los agujeros.
—Vengo con cuatro compañeros —dijo Victor, en apariencia completamente sincero y franco.
—Me parece que te has olvidado de contar —dijo Eric—. Creo que ahí fuera hay nueve vampiros y un cambiante.
La silueta de Victor se enderezó mientras se retorcía la mano.
—Veo que es imposible venderte la moto, viejo amigo.
—¿Viejo amigo?—murmuró Amelia.
—Que salgan del bosque para que pueda verlos —gritó Eric.
Amelia, Bill y yo abandonamos nuestra discreción y nos acercamos a las ventanas para mirar. Uno a uno, los vampiros de Las Vegas fueron saliendo de entre los árboles. Estaban en la zona oscura, por lo que no podía verlos muy bien, pero me llamó la atención una mujer escultural con abundante melena castaña y un hombre, más o menos de mi altura, que llevaba una barba cuidada y un pendiente.
El último en salir del bosque fue el tigre. Estaba segura de que Quinn había adoptado su forma animal porque no quería mirarme a la cara. Me inspiró una lástima terrible. Me imaginé que por muy destrozada que estuviese yo por dentro, las entrañas de él debían de parecer carne de hamburguesa.
—Veo unas cuantas caras conocidas —dijo Eric—. ¿Están todos a tu cargo?
No comprendí el sentido de su pregunta.
—Sí —replicó con firmeza Victor.
La respuesta significó alguna cosa para Eric. Se retiró del umbral de la puerta y los que estábamos dentro nos volvimos para mirarlo.
—Sookie —dijo Eric—, no soy yo quien debe invitarlo a pasar. Es tu casa. —Eric se volvió hacia Amelia—. ¿Son específicas tus defensas? —le preguntó—. ¿Le dejarán pasar sólo a él?
—Sí —respondió Amelia. Me hubiera gustado que su respuesta hubiera sonado más rotunda—. Tiene que ser invitado por alguien aceptado por las defensas, como Sookie.
Bob, el gato, apareció en aquel momento en la puerta. Se sentó en el umbral, con la cola alrededor de las patas, y examinó con decisión al recién llegado. Al principio, cuando llegó Bob, Victor se echó a reír, una risa que se esfumó pasado un segundo.
—Esto no es un simple gato —dijo Victor.
—No —dije, lo bastante fuerte como para que Victor me oyese—. Como tampoco lo es ése que está ahí fuera. —El tigre emitió una especie de bufido, que interpreté como amistoso. Me imaginé que era lo más parecido que podía hacer Quinn a decirme que lamentaba todo lo que estaba pasando. O tal vez no fuera así. Me coloqué junto a Bob. El gato levantó la cabeza para mirarme y se largó con la misma indiferencia con la que había llegado. Gatos.
Victor Madden se acercó al porche. Evidentemente, las defensas no le permitían pisar los tablones de madera del suelo, de modo que se quedó esperando a los pies de la escalera. Amelia encendió las luces del porche y Victor pestañeó ante la repentina iluminación. Era un hombre muy atractivo, aunque no exactamente guapo. Tenía grandes ojos de color castaño y mandíbula marcada. Una sonrisa torcida dejaba entrever una dentadura perfecta. Me miró con atención.
—Los informes respecto a tu atractivo no eran exagerados —dijo, un comentario que tardé un momento en descifrar. Estaba demasiado asustada para que mi inteligencia estuviese a su máximo nivel. Entre los vampiros del jardín descubrí a Jonathan, el espía.
—Pues muy bien —dije, sin dejarme impresionar—. Puedes entrar tú solo.
—Encantado —dijo, haciendo una reverencia. Ascendió con cautela un peldaño y se mostró aliviado. A continuación, atravesó el porche con tanta ligereza que de repente me lo encontré a mi lado, el pañuelo de su bolsillo, juro por Dios que era blanco como la nieve, casi rozaba mi camiseta blanca. Me costó un gran esfuerzo no encogerme de miedo, pero conseguí permanecer inmóvil.
Le miré a los ojos y sentí la presión que había detrás de ellos. Estaba probando trucos mentales para ver si funcionaban conmigo.
Poco resultaría, lo sabía por experiencia. Después de dejar que le quedase claro, me eché hacia atrás para que pudiera pasar.
Victor se quedó inmóvil nada más cruzar la puerta. Miró a todos los presentes con cautela, sin que su sonrisa se desvaneciera ni un instante. Y cuando vio a Bill, la sonrisa se iluminó.
—¡Ah, Compton! —dijo, y aunque esperaba que siguiese la exclamación con un comentario más brillante, no fue así. Analizó en profundidad a Amelia—. El origen de la magia —murmuró, y la saludó con una inclinación de cabeza. La evaluación de Frannie fue más rápida. Cuando Victor la reconoció, su expresión momentánea fue de insatisfacción.
Debería haberla escondido. No se me había ocurrido. Ahora, el grupo de Las Vegas sabía que Quinn había enviado a su hermana para alertarnos. Me pregunté si sobreviviríamos a todo aquello.
Si seguíamos con vida al amanecer, las tres humanas podíamos largarnos de allí en coche, y si los coches no funcionaban, teníamos móviles y llamaríamos a quien fuera para que nos recogiera. Pero era imposible saber qué otra ayuda diurna, además de Quinn, podían tener los vampiros de Las Vegas. Y en cuanto a si Eric y Bill serían capaces de abrirse camino entre el conjunto de vampiros que había fuera de la casa..., podían intentarlo. No tenía ni idea de hasta dónde podrían llegar.
—Toma asiento, por favor —dije, aunque mi voz sonó tan acogedora como la de una beata de iglesia obligada a acoger a un ateo. Nos instalamos entre el sofá y las sillas. Dejamos a Frannie donde estaba. Lo mejor era mantener toda la calma posible. La tensión en la estancia era casi palpable.
Encendí algunas luces y les pregunté a los vampiros si les apetecía beber algo. Se quedaron sorprendidos. Sólo Victor aceptó la oferta. Como resultado de un gesto por mi parte, Amelia se dirigió a la cocina para calentar un poco de TrueBlood. Eric y Bill ocuparon el sofá, Victor se había sentado en el sillón y yo me instalé en la punta de la butaca, con las manos cruzadas sobre mi regazo. Se produjo un largo silencio mientras Victor seleccionaba su frase de apertura.
—Tu reina ha muerto, vikingo —dijo.
La cabeza de Eric dio una sacudida. Amelia, que entraba en el salón en aquel momento, se detuvo en seco un segundo antes de entregarle la copa de TrueBlood a Victor. El vampiro la aceptó con una pequeña reverencia. Amelia se quedó mirándolo y me di cuenta de que tenía la mano escondida entre los pliegues del batín. Justo cuando cogía aire para decirle que no hiciese una locura, se apartó de él y se acercó a mi lado.
—Me lo imaginaba —dijo Eric—. ¿Y cuántos sheriffs? —Era un tipo duro, había que admitirlo. Su voz no daba a entender cómo se sentía.
Victor hizo un gran despliegue de gestos simulando que consultaba la respuesta en su memoria.
—Veamos. ¡Oh, sí! Todos.
Cerré la boca con fuerza para impedir que se escapase cualquier sonido. Amelia cogió la silla de respaldo recto que teníamos siempre a un lado de la chimenea. La puso a mi lado y se dejó caer en ella como un saco de arena. Ahora que estaba sentada, pude ver que lo que llevaba en la mano era un cuchillo, el cuchillo de la carne de la cocina. Estaba muy afilado.
—¿Y su gente? —preguntó Bill. Él también imitaba a alguien que quería hacer borrón y cuenta nueva.
—Quedan unos cuantos con vida. Un joven de color llamado Rasul..., unos pocos servidores de Arla Yvonne. La gente de Cleo Babbit murió con ella incluso después de habernos ofrecido su rendición y, al parecer, Sigebert falleció junto con Sophie-Anne.
—¿Fangtasia? —Eric había reservado esta pregunta para el último lugar porque no soportaba la idea de tener que hablar de ello. Deseaba acercarme a él y abrazarlo, aunque no valorase mi gesto. Le parecería una debilidad.
Se produjo un silencio mientras Victor daba un trago a su TrueBlood.
Dijo entonces:
—Eric, tu gente sigue en el club. No se han rendido. Dicen que no lo harán hasta que tengan noticias tuyas. Estamos listos para prender fuego al local. Uno de tus acólitos ha huido, creemos que es una mujer, y está eliminando a cualquiera de los míos que sea lo bastante estúpido como para separarse de los demás.
¡Pam! Agaché la cabeza para esconder una sonrisa involuntaria. Amelia me sonrió. Incluso Eric pareció satisfecho por una décima de segundo. El rostro de Bill no se alteró en lo más mínimo.
—¿Por qué de entre todos los sheriffs sólo sigo yo con vida? —preguntó Eric... Era la pregunta del millón de dólares.
—Porque eres el más eficiente, el más productivo y el más práctico. —Victor tenía la respuesta a punto de caramelo—. Y porque en tu área y trabajando para ti tienes a uno de los que da más dinero. —Hizo un ademán en dirección a Bill—. A nuestro rey le gustaría dejarte en tu puesto, siempre y cuando le jures lealtad.
—Me imagino que sé lo que sucederá si me niego.
—La gente que tengo apostada en Shreveport está preparada con antorchas —dijo Victor con una alegre sonrisa—. Con más cosas, de hecho, pero ya tienes tu respuesta. Y, naturalmente, podemos ocuparnos también de este grupito de aquí. Veo que te enorgulleces de la diversidad, Eric. Te he seguido hasta aquí pensando en encontrarte con tus vampiros de élite, y te encuentro en tan extraña compañía.
Ni siquiera se me ocurrió mosquearme. Éramos una compañía extraña, sin duda. Me di cuenta también de que ninguno de nosotros tenía voz ni voto. Que todo dependía de lo orgulloso que llegara a ser Eric.
En silencio, me pregunté cuánto tiempo pasaría Eric reflexionando su decisión. Si no cedía, moriríamos todos. Sería la forma de «ocuparse de nosotros», por mucho que Eric hubiera pensado en voz alta que yo era demasiado valiosa para morir. Me imaginaba que mi «valor» le importaba un pimiento a Victor y mucho menos el de Amelia. Aun en el caso de que superaran a Victor (y entre Bill y Eric creía que podrían conseguirlo), el resto de los vampiros que aguardaban fuera prenderían fuego a la casa igual que amenazaban hacer con Fangtasia y desapareceríamos todos. Tal vez ellos no pudieran entrar en el edificio sin previa invitación, pero lo que era evidente es que nosotros tendríamos que salir de él.
Mi mirada se cruzó con la de Amelia. Aunque estaba realizando un esfuerzo supremo para mantenerse erguida, su cerebro generaba el típico sonido metálico del miedo. Si llamaba a Copley, éste negociaría por su liberación, y el hombre disponía de los medios necesarios para negociar con efectividad. Si tantas ganas tenían los vampiros de Las Vegas de invadir Luisiana, también les apetecería aceptar un soborno a cambio de la vida de la hija de Copley Carmichael. ¿Y cómo iba a sucederle algo a Frannie con su hermano allí fuera? ¿No tendrían que perdonarle la vida a ella para que Quinn siguiera mostrándose sumiso? Victor ya había indicado que Bill, con una base de datos tan lucrativa como la que había producido, poseía las habilidades que ellos necesitaban. De modo que Eric y yo éramos los más prescindibles.