Authors: Charlaine Harris
Moví afirmativamente la cabeza. Lo comprendía. Pero resultaba un poco desalentador tener un nuevo pariente y tener prohibido hablar de él. La mano de Niall abandonó mi mejilla para posarse de nuevo sobre mi mano.
—¿Y Jason? —pregunté—. ¿Piensa hablar también con él?
—Jason —dijo, expresando disgusto en su rostro—. No sé por qué, pero esa chispa especial le pasó de largo. Sé que está hecho del mismo material que tú, pero mi sangre sólo se ha puesto de manifiesto en él en su capacidad para atraer amantes, algo que, al fin y al cabo, no es muy recomendable. Ni comprendería ni valoraría nuestra relación.
Mi bisabuelo dijo aquello con un tono algo altanero. Me dispuse a salir en defensa de Jason, pero cerré la boca. En secreto, tenía que admitir que, con toda probabilidad, Niall tenía razón. Jason le pediría un montón de cosas y se iría de la lengua.
—¿Lo veré a menudo? —pregunté entonces, tratando de no parecer indiferente. Era consciente de que me expresaba con torpeza, pero no sabía aún cómo enmarcar aquella nueva y extraña relación.
—Intentaré visitarte con la frecuencia con la que lo haría cualquier otro pariente —dijo.
Traté de imaginármelo. ¿Niall y yo comiendo en el Palacio de la Hamburguesa? ¿Compartiendo el banco en la iglesia algún domingo? Me parecía que no.
—Me da la sensación de que hay muchas cosas que no me cuenta —dije sin rodeos.
—Así tendremos de qué hablar la próxima vez —dijo, y me guiñó uno de sus ojos verde mar. De acuerdo, eso no me lo esperaba. Me dio su tarjeta, lo que también me sorprendió. En ella decía simplemente «Niall Brigant» y aparecía un número de teléfono—. Puedes llamarme a este número en cualquier momento. Siempre responderá alguien.
—Gracias —dije—. Me imagino que conoce también mi número. —Asintió. Supuse que iba a marcharse ya, pero se hizo el remolón. Parecía tan reacio a irse como yo—. Y bien —dije, y tosí para aclararme la garganta—. ¿A qué se dedica todo el día? —No sé cómo explicar lo extraño y fantástico que me resultaba estar en compañía de un familiar. Yo sólo tenía a Jason, y no era lo que puede decirse un hermano de aquellos a los que se lo explicas todo. Sabía que podía contar con él en caso de apuro, pero ¿salir juntos? Eso no iba a suceder nunca.
Mi bisabuelo respondió a mi pregunta, pero cuando posteriormente traté de recordar su respuesta, no conseguí nada concreto. Supongo que es debido a su magia de príncipe de las hadas. Me contó que era copropietario de un par de bancos, de una empresa que fabricaba mobiliario para jardín y —y eso me pareció extraño— de otra dedicada a la medicina experimental.
Lo miré dubitativa.
—Medicamentos para humanos —dije, para asegurarme de que lo había entendido correctamente.
—Sí. En su mayoría —replicó—. Pero algunos de los científicos que trabajan allí crean cosas especiales para nosotros.
—Para las hadas.
Asintió, acompañando el movimiento de su cara con ese pelo tan fino como la barba de maíz.
—Hoy en día hay mucho hierro —dijo—. No sé si te has dado cuenta de que somos muy sensibles al hierro. Y aunque siempre llevamos guantes, podrían resultar demasiado llamativos en el mundo actual. —Miré la mano derecha que tenía posada sobre la mía. La retiré y acaricié su piel. Resultaba curiosamente suave.
—Es como un guante invisible —dije.
—Exactamente. —Asintió—. Una de sus fórmulas. Pero ya basta de hablar de mí.
«Justo cuando la cosa empezaba a ponerse interesante», pensé. Pero noté que mi bisabuelo aún no tenía la confianza necesaria en mí como para revelarme todos sus secretos.
Niall me preguntó sobre mi trabajo y sobre mi rutina diaria, como haría cualquier bisabuelo de verdad. Aunque me di cuenta de que no le gustaba mucho la idea de que su bisnieta trabajara, que lo hiciera en un bar no pareció molestarle especialmente. Como ya he dicho, era complicado leer a Niall. Sus pensamientos eran exclusivamente suyos, pero sí advertí que de vez en cuando dejaba alguna cosa sin decir.
Acabamos por fin de cenar y miré el reloj. Me quedé asombrada al ver que habían pasado muchas horas. Tenía que irme. Me tocaba trabajar al día siguiente. Me disculpé, le agradecí a mi bisabuelo la cena (me daban aún escalofríos al pensar en él en esos términos) y, dubitativa, me incliné para darle un beso en la mejilla igual que él había hecho previamente. Me pareció que contenía la respiración al recibir mi beso. Su piel era cálida y lustrosa al contacto. Pese a su aspecto humano, el tacto no lo era en absoluto.
Se levantó para despedirse de mí pero se quedó en la mesa... para pagar la cuenta, me imaginé. Salí sin advertir por dónde pasaba. Eric me esperaba en el aparcamiento. Mientras lo hacía, se había tomado un TrueBlood y había estado leyendo en el coche, aparcado bajo una farola.
Me sentía agotada.
No me di cuenta de hasta qué punto me había destrozado los nervios la cena con Niall hasta que me alejé de su presencia. Pese a que había pasado toda la cena sentada en una silla cómoda, estaba cansada como si hubiéramos estado hablando mientras corríamos.
Niall había logrado ocultarle a Eric el olor a hada, pero por el movimiento de sus aletas de la nariz comprendí que yo estaba impregnada de aquel aroma tan embriagador. Eric cerró los ojos extasiado y hasta se relamió. Me sentía como un costillar al alcance de un perro hambriento.
—Basta ya —dije. No estaba de humor.
Eric se controló con un enorme esfuerzo.
—Cuando hueles así—dijo—, lo único que quiero es follarte y morderte y restregarme contra ti.
Una explicación bastante clara, y no voy a decir que por un segundo (dividido entre lujuria y miedo) no me imaginara tal actividad. Pero tenía asuntos más importantes en los que pensar.
—Para el carro —dije—. ¿Qué sabes sobre las hadas? Aparte de lo de su olor.
Eric me miró ya más tranquilo.
—Tanto masculinas como femeninas, resultan encantadoras. Son increíblemente duras y feroces. No son inmortales, pero viven mucho tiempo a menos que algo les suceda. Se les puede matar con hierro, por ejemplo. Hay otras formas de matarlas, pero es complicado. Suelen ser reservadas. Les gustan los climas templados. No sé qué comen ni qué beben cuando están solas. Prueban la comida de otras culturas; he visto incluso cómo un hada probaba sangre. Se tienen en más alta estima de la que deberían. Si dan su palabra, la cumplen. —Se detuvo un momento a pensar—. Tienen distintos hechizos. No todas pueden hacer las mismas cosas. Y son muy mágicas. Su esencia es ésa. No tienen dioses, excepto su propia raza, por lo que a menudo se las confunde con dioses. De hecho, las hay que incluso han adoptado los atributos de una deidad.
Me quedé mirándolo.
—¿A qué te refieres?
—No me refiero a que sean sagradas —dijo Eric—. Me refiero a que las hadas que habitan en los bosques se identifican de tal manera con el bosque que hacerle daño al uno es herir al otro. Por eso su número ha disminuido tanto. Evidentemente, los vampiros no podemos meternos con las políticas de las hadas ni con sus problemas de supervivencia, ya que somos peligrosos para ellas... por el simple hecho de que nos resultan embriagadoras.
Nunca se me había ocurrido preguntarle a Claudine detalles de este tipo. Para empezar, no parecía gustarle mucho hablar sobre las hadas y siempre que aparecía, era en el momento en que yo andaba metida en problemas y, por lo tanto, obsesionada en mí misma. Por otro lado, hasta aquel momento yo me había imaginado que en el mundo habría tan sólo un puñado de hadas, pero Eric estaba contándome que en su día fueron tan numerosas como los vampiros, aunque la raza de las hadas estuviera ahora en decadencia.
En contraste, los vampiros —al menos en Estados Unidos— estaban en auge. En el Congreso había tres proyectos de ley en marcha relacionados con la inmigración de vampiros. Estados Unidos (junto con Canadá, Japón, Noruega, Suecia, Inglaterra y Alemania) había respondido a la Gran Revelación con una calma relativa.
La noche de aquella cuidadosamente orquestada presentación en sociedad, vampiros de todo el mundo habían aparecido en persona en la televisión y la radio, dependiendo de cuál fuera el medio de comunicación más adecuado en cada caso, para decirle a la población humana: «¡Hola! Existimos. ¡Pero no queremos matar a nadie! La nueva sangre sintética japonesa satisface todas nuestras necesidades alimenticias».
Los seis años transcurridos desde entonces habían sido una gran curva de aprendizaje.
Y esta noche sumaba una cantidad importante a mi reserva de conocimientos sobre el mundo sobrenatural.
—De modo que los vampiros tenéis la sartén por el mango —dije.
—No estamos en guerra —replicó Eric—. Llevamos siglos sin estar en guerra.
—¿Quieres decir con esto que en el pasado las hadas y los vampiros se enfrentaron? ¿Que hubo batallas encarnizadas?
—Sí —respondió Eric—. Y si volviéramos a ello, el primero al que aniquilaría sería Niall.
—¿Por qué?
—Es muy poderoso en el mundo de las hadas. Es muy mágico. Si su deseo de acogerte bajo su ala es sincero, considérate tanto afortunada como desgraciada. —Eric puso el coche en marcha y abandonamos el aparcamiento. No había visto salir a Niall del restaurante. A lo mejor había decidido esfumarse por arte de magia del comedor. Confiaba en que antes hubiese pagado la cuenta.
—Me imagino que debería pedirte que te explicaras —dije. Pero tenía la sensación de que no me apetecía conocer la respuesta.
—En su día, en Estados Unidos había miles de hadas —dijo Eric—. Ahora sólo son cientos. Pero los que quedan de su raza son supervivientes muy fuertes. Y no todos son amigos de los amigos del príncipe.
—Justo lo que necesitaba: otro grupo de seres sobrenaturales que no está de mi lado —murmuré.
Continuamos en silencio, avanzando por la carretera interestatal que conducía hacia el este y llevaba a Bon Temps. Eric estaba pensativo. Y yo también tenía mucho a lo que darle vueltas.
Descubrí que, en general, me sentía cautelosamente feliz. Estaba bien eso de que de repente te apareciese un bisabuelo. Niall parecía realmente ansioso por establecer una relación conmigo. Yo tenía aún un montón de preguntas que formularle, aunque podían esperar hasta conocernos mejor.
El Corvette de Eric podía ir condenadamente rápido y, en aquellos momentos, advertí que él no respetaba en absoluto los límites de velocidad. No me sorprendió, pues, ver que nos hacían luces desde atrás. Lo que me asombró fue que el coche de la poli llegara a alcanzar a Eric.
—Vaya —dije, y Eric maldijo en un idioma que seguramente llevaba siglos sin hablarse. Pero hoy en día, incluso el sheriff de la Zona Cinco estaba obligado a obedecer las leyes humanas o, como mínimo, a simular que lo hacía. Eric se detuvo.
—¿Qué te esperabas con una matrícula personalizada con las letras CHPSGR de «chupasangre»? —le pregunté, disfrutando en secreto de aquel momento. Vi la forma oscura del policía saliendo del coche que acababa de detenerse detrás de nosotros y se acercaba con algo en la mano... ¿una libreta?, ¿una linterna?
Lo miré con más atención. Mi oído interno recibió una masa confusa de agresividad y miedo.
—¡Un hombre lobo! Algo va mal —dije, y la mano de Eric me empujó hacia el suelo, lo que podría haberme servido de cobijo si el coche no hubiera sido un Corvette.
Y entonces, el policía se acercó a la ventanilla e intentó dispararme.
Eric se había vuelto para llenar el espacio de la ventanilla e impedir que el resto del coche quedara dentro del alcance del atacante y recibió por ello un disparo en el cuello. Durante un terrible momento, se derrumbó en el asiento, con el rostro libido y la sangre oscura resbalando por su piel blanca. Grité como si el sonido pudiera protegerme y me encontré con el arma apuntándome en el instante en que el atacante se inclinó y se adentró en el coche.
Había que ser idiota. En un abrir y cerrar de ojos, la mano de Eric ya sujetaba la muñeca del hombre y empezaba a apretarla. El «policía» comenzó también a gritar y a combatir inútilmente a Eric con la mano que le quedaba libre. El arma cayó encima de mí. Tuve suerte de que no se disparara al hacerlo. No sé mucho de pistolas, pero aquella era grande y tenía un aspecto letal. Conseguí enderezarme y apunté con ella al atacante.
Se quedó helado, con el cuerpo medio metido en el coche. Eric le había partido ya el brazo y seguía sujetándolo con fuerza. Aquel imbécil debería haber temido más al vampiro que lo sujetaba que a la camarera que apenas sabía cómo disparar la pistola, pero era el arma lo que seguía reteniendo su atención.
Estaba bastante segura de que si la patrulla de la autopista hubiera decidido empezar a disparar a todo aquel que sobrepasara la velocidad en lugar de detenerlo para multarle me habría enterado.
—¿Quién eres? —dije, sin que nadie fuera a culparme si mi voz sonaba algo temblorosa—. ¿Quién te ha enviado?
—Ellos me dijeron que lo hiciera —dijo con voz entrecortada el hombre lobo. Ahora que tenía tiempo para observar los detalles, me di cuenta de que no llevaba el uniforme reglamentario. Era del color adecuado, y el sombrero era también el correcto, pero los pantalones no eran los de la policía.
—¿Quiénes son ellos? —pregunté.
Eric clavó los colmillos en el hombro del hombre lobo. A pesar de su herida. Eric seguía empujando al falso agente contra el coche centímetro a centímetro. Me parecía justo que recuperara algo de sangre después de haber perdido tanta. El asesino se puso a llorar.
—No dejes que me convierta en uno de ellos —me suplicó.
—Ojalá tuvieras esa suerte —dije, no porque pensara que era estupendo ser vampiro, sino porque estaba segura de que Eric tenía algo mucho peor en mente.
Salí del coche porque no tenía sentido tratar de convencer a Eric para que soltara al hombre lobo. Con ese ansia de sangre tan fuerte, no me haría ni caso. Mi vínculo con Eric era el factor crucial de la decisión. Me alegraba de que Eric estuviera disfrutando, de que obtuviera la sangre que necesitaba. Estaba furiosa porque hubiesen intentado hacerle daño. Y ya que estos dos sentimientos no formaban normalmente parte de mi paleta emocional, comprendí cuál era el motivo de que aparecieran.
El interior del Corvette resultaba cada vez más sofocante e incómodo, pues lo ocupábamos Eric, yo y la mayor parte del hombre lobo.
Milagrosamente, no pasaron coches mientras yo corría por la calzada en dirección al vehículo del atacante, que —no me sorprendió— resultó ser un coche blanco, normal y corriente, con una sirena ilegal adherida al techo. Apagué las luces del coche y, tocando o desconectando todos los cables y botones que fui capaz de encontrar, logré hacer lo mismo con las luces intermitentes. Ya no éramos tan llamativos. Eric también había apagado las luces del Corvette momentos antes del ataque.