Authors: Charlaine Harris
La cara de Amelia se quedó hecha un cuadro mientras observaba a Octavia realizar su hechizo, que al parecer consistía en recitar algunas palabras en latín, y acompañarlas de unos cuantos movimientos y la ya mencionada hierba. Al final, Octavia pronunció lo que debe de ser el equivalente esotérico de «¡Abracadabra!» y señaló el gato.
No pasó nada.
Octavia repitió la frase con más ímpetu. Volvió a señalar el gato con el dedo.
Y de nuevo sin resultados.
—¿Sabéis qué pienso? —pregunté. Nadie daba la impresión de querer saberlo, pero estábamos en mi casa y yo tenía mis derechos—. Me pregunto si Bob no sería un gato desde el principio y por algún motivo disfrutaba temporalmente del estado humano. Tal vez por eso no conseguís transformarlo. A lo mejor es que en realidad es un gato.
—Eso es ridículo —espetó la anciana. Estaba consternada por su fracaso. Y Amelia intentaba con todas sus fuerzas disimular una risilla.
—Si, después de esto, tan segura está de que Amelia es una incompetente, algo que yo dudo bastante, tal vez quiera plantearse venir con nosotras al apartamento de María Estrella —dije—. Para asegurarse de que Amelia no se mete en más problemas.
Amelia se indignó durante un segundo, pero enseguida comprendió mi plan y sumó su súplica a la mía.
—Muy bien, iré —dijo Octavia con grandilocuencia.
Me resultaba imposible leerle la mente a aquella bruja, pero llevaba tiempo suficiente trabajando en el bar como para conocer a una persona solitaria en cuanto veía una.
Amanda me dio la dirección y me dijo que Dawson estaría vigilando la casa hasta que llegáramos allí. Lo conocía y me caía bien, pues ya me había ayudado con anterioridad. Era propietario de un taller de reparación de motos situado a unos cinco kilómetros de Bon Temps y a veces sustituía a Sam cuando éste, por algún motivo, tenía que ausentarse del Merlotte's. Dawson no era miembro de ninguna manada, y la noticia de que estuviera del bando de la facción rebelde de Alcide resultaba significativa.
No puedo decir que el viaje en coche hasta los alrededores de Shreveport fuera una experiencia que nos uniera mucho a las tres, pero aproveché el tiempo para poner al corriente a Octavia de los problemas de la manada. Y le expliqué mi implicación en el tema.
—Cuando se celebró la competición para elegir al líder de la manada —le dije—, Alcide quiso que estuviera allí a modo de detector de mentiras. Así fue como sorprendí mintiendo al oponente, lo que estuvo bien. Pero después, aquello se convirtió en una pelea a muerte y Patrick Furnan resultó ser el más fuerte. Mató a Jackson Herveaux.
—Me imagino que encubrirían la muerte. —La anciana bruja no parecía ni asombrada ni sorprendida.
—Sí, depositaron el cuerpo en una remota granja de su propiedad, conscientes de que nadie lo buscaría allí durante un buen tiempo. Las heridas no serían reconocibles para cuando lo encontraran.
—¿Ha sido un buen líder ese tal Patrick Furnan?
—La verdad es que no lo sé —admití—. Alcide está rodeado por un grupo de descontentos, que son además las personas a las que mejor conozco de la manada, por lo que me imagino que estoy del lado de Alcide.
—¿Te planteaste alguna vez mantenerte neutral? ¿Dejar que ganara el mejor lobo?
—No —dije sinceramente—. Me habría alegrado igual si Alcide no me hubiera llamado y no me hubiera contado los problemas de la manada. Pero ahora que lo sé, le ayudaré si puedo. No es que sea un ángel ni nada por el estilo. Pero Patrick Furnan me odia y ayudar a su enemigo me parece una postura inteligente, punto número uno. Y María Estrella me caía bien, punto número dos. Además, alguien intentó matarme anoche, alguien a quien Furnan podría haber contratado, punto número tres.
Octavia asintió. Era evidente que no era una anciana cobardica.
María Estrella vivía en un edificio de apartamentos algo anticuado situado junto a la Autopista 3, entre Benton y Shreveport. Era un complejo pequeño, con dos edificios, el uno junto al otro, y un aparcamiento, justo al lado de la autopista. Detrás de los edificios había campo y los comercios existentes en los bajos eran establecimientos de día: un agente de seguros y un dentista.
Cada uno de los dos edificios de ladrillo rojo estaba pidido en cuatro apartamentos. Delante del edificio de la derecha vi una camioneta que me resultó familiar enseguida. Aparqué junto a ella. Los apartamentos estaban en un recinto cerrado: había una entrada común que comunicaba con un vestíbulo y, a cada lado, una puerta que daba a la escalera de acceso al segundo piso. María Estrella vivía en el apartamento de la planta baja del lado izquierdo. Era fácil de apinar, pues Dawson estaba apoyado en la pared, junto a la puerta.
Lo presenté a las dos brujas como «Dawson», pues no conocía su nombre de pila. Era un gigante. Y estaba segura de que contra aquellos bíceps podías incluso partir nueces. Tenía el pelo castaño oscuro con algunas canas, y un bigote bien recortado. Lo conocía de toda la vida, pero no en profundidad. Seguramente tendría siete u ocho años más que yo, y había estado casado. Y se había porciado. Su hijo, que vivía con la madre, jugaba al fútbol americano con el equipo de la Clarice High School. Dawson tenía aspecto de ser un tipo muy duro. No sé si era por lo oscuro de sus ojos, o por su rostro siempre serio, o simplemente por lo grande que era.
La puerta del apartamento estaba sellada con la típica cinta de escena del crimen. Se me llenaron los ojos de lágrimas al ver aquello. María Estrella había muerto de forma violenta hacía sólo escasas horas. Dawson sacó unas llaves (¿las de Alcide?), abrió la puerta y pasamos por debajo de la cinta para poder entrar.
Y nos quedamos todos inmóviles y en silencio, impresionados por el estado de la sala de estar. Mi avance se vio interrumpido por una mesita auxiliar patas arriba y con una raja profunda en la madera. Mis ojos parpadearon al ver unas manchas oscuras e irregulares en las paredes, hasta que mi cerebro me dijo que se trataba de sangre.
Había un olor débil, pero desagradable. Empecé a respirar superficialmente para no marearme.
—¿Y ahora qué quieres que hagamos? —preguntó Octavia.
—Pensé que podríais hacer una reconstrucción ectoplásmica, como la que hizo Amelia en su día —respondí.
—¿Que Amelia hizo una reconstrucción ectoplásmica? —Octavia había dejado su tono altanero y parecía sinceramente sorprendida y admirada—. Jamás he visto hacer una.
Amelia asintió con modestia.
—Con Terry, Bob y Patsy —dijo—. Salió muy bien. Y eso que teníamos una zona muy grande que cubrir.
—Entonces estoy segura de que también podemos hacerla aquí —dijo Octavia. Se la veía interesada y excitada. Era como si su rostro se hubiera despertado de repente. Y entonces comprendí que hasta aquel momento sólo había visto una cara deprimida. Y ahora que había dejado de estar concentrada en impedirme el paso a su cerebro, podía leer sus pensamientos y saber que Octavia había pasado el mes posterior al Katrina preguntándose cómo se las arreglaría para comer, dónde dormiría noche tras noche. Al parecer, aunque no lo veía muy claro, ahora vivía con una familia.
—He traído las cosas —dijo Amelia. Su cerebro irradiaba orgullo y alivio. Aún cabía la posibilidad de que consiguiera superar el contratiempo de Bob sin tener que pagar un precio considerable.
Dawson permanecía apoyado contra la pared, escuchando con evidente interés. Era un hombre lobo y leer sus pensamientos me resultaba complicado, aunque veía claro que estaba relajado.
Le envidiaba, pues a mí me resultaba imposible sentirme cómoda en aquel pequeño apartamento que se hacía eco de la violencia vivida entre sus paredes. Me daba miedo sentarme en el sofá de dos plazas o en el sillón, ambos tapizados a cuadros azules y blancos. La alfombra era de un tono azul más oscuro y las paredes estaban pintadas de blanco. Todo combinaba. Era un apartamento un poco monótono para mi gusto, aunque aseado y cuidado. Era un lugar que menos de veinticuatro horas antes había sido un verdadero hogar.
Inspeccioné el dormitorio, la cama por hacer. Era la única señal de desorden en el dormitorio o la cocina. El escenario de la violencia había sido la sala de estar.
A falta de un lugar mejor donde instalarme, me apoyé en la pared desnuda, al lado de Dawson.
Pese a que hacía pocos meses el mecánico de motos había resultado herido de bala por salir en mi defensa, creo que nunca habíamos mantenido una conversación muy larga. Había oído rumores de que «la ley» (en este caso, Andy Bellefleur y su compañero, el detective Alcee Beck) sospechaba que en el taller de Dawson sucedían cosas que nada tenían que ver con las motos, pero nunca habían sorprendido a Dawson haciendo algo ilegal. Dawson trabajaba además de vez en cuando como guardaespaldas, o quizá prestara sus servicios de manera voluntaria. La verdad es que estaba bien dotado para ese trabajo.
—¿Erais amigas? —preguntó Dawson, moviendo la cabeza en dirección a la mancha de sangre más grande del suelo, la que indicaba el lugar donde había fallecido María Estrella.
—Éramos más bien conocidas —dije, pues no quería mostrar más dolor del necesario—. Coincidí con ella en una boda hace un par de noches. —Iba a decir que cuando la había visto estaba estupendamente bien, pero era una estupidez. Nadie tiene por qué encontrarse mal antes de ser asesinado.
—¿Cuándo fue la última vez que alguien habló con María Estrella? —le preguntó Amelia a Dawson—. Necesito establecer un intervalo horario.
—A las once de anoche —respondió—. Fue una llamada de Alcide. Él se encontraba fuera de la ciudad, tiene testigos. Los vecinos oyeron jaleo una media hora después de eso, llamaron a la policía. —Un discurso muy largo para venir de Dawson. Amelia continuó con sus preparativos. Vi que Octavia estaba leyendo un librito que Amelia había sacado de su pequeña mochila.
—¿Has presenciado alguna vez una cosa de éstas? —me preguntó Dawson.
—Sí, en Nueva Orleans. Por lo que tengo entendido, es algo muy excepcional y difícil de conseguir. Amelia es muy buena.
—¿Vive contigo?
Asentí.
—Es lo que había oído —dijo. Permanecimos un momento en silencio. Dawson estaba demostrando ser un compañero relajante, además de un útil puñado de músculos.
Hubo gesticulaciones y cantos, Octavia siguiendo la estela de la que en su día fuera su alumna. Tal vez Octavia no hubiera realizado nunca una reconstrucción ectoplásmica, pero cuanto más avanzaba el ritual, más poder reverberaba en la pequeña estancia, hasta que me sentí imbuida por la magia. Dawson no parecía asustado, pero se encontraba claramente en estado de alerta. Descruzó los brazos y se enderezó, igual que yo.
Aunque sabía lo que me esperaba, me quedé sorprendida al ver a María Estrella aparecer en la habitación, a nuestro lado. Noté que Dawson se estremecía. María Estrella estaba pintándose las uñas de los pies. Llevaba el pelo recogido en una cola de caballo alta. Estaba sentada en la alfombra delante del televisor con un periódico abierto bajo los pies. La imagen mágicamente recreada tenía el aspecto acuoso de la otra reconstrucción que había presenciado, cuando observé a mi prima Hadley durante sus últimas horas en este mundo. María Estrella no se veía a todo color. Era más bien una imagen rellenada con un gel brillante. Y el efecto resultaba extraño, pues el apartamento no estaba en el mismo orden que en la realidad. Estaba sentada justo delante de la mesa auxiliar que ahora se encontraba bocarriba.
No tuvimos que esperar mucho tiempo. María Estrella acabó de pintarse las uñas y se sentó a mirar la tele (ahora oscura y apagada) mientras esperaba a que se secaran. Realizó unos cuantos ejercicios de piernas en ese rato. Luego cogió la laca de uñas y los separadores de espuma que había utilizado y dobló el periódico. Se levantó y fue al cuarto de baño. La puerta real del cuarto de baño estaba ahora entreabierta, y la acuosa María Estrella tuvo que atravesarla. Dawson y yo podíamos ver el interior desde nuestro ángulo, pero Amelia, que tenía las manos extendidas, se encogió levemente de hombros para dar a entender que María Estrella no estaba haciendo nada importante. Tal vez haciendo un pipí ectoplásmico.
La chica volvió a aparecer en cuestión de minutos, esta vez vestida con un camisón. Entró en su habitación y preparó la cama. De pronto, su cabeza se volvió hacia la puerta.
Era como ver una pantomima. María Estrella había oído un sonido en su puerta, un sonido inesperado. No tenía ni idea de si había oído el timbre, unos golpes en la puerta o alguien que intentaba abrir la cerradura.
Su postura en alerta se convirtió en un gesto de alarma, incluso en pánico. Regresó a la sala de estar, cogió su teléfono móvil (lo vimos aparecer en cuanto lo tocó) y marcó un par de números. Llamaba a alguien mediante los números de marcación directa. Pero antes de que el teléfono pudiera sonar al otro lado de la línea, la puerta se abrió de repente y un hombre se abalanzó sobre ella, mejor dicho, un ser medio hombre, medio lobo. Apareció porque era un ser vivo, pero se vio más claro cuando se acercó a María Estrella, el objetivo del hechizo. Derribó a María Estrella y le mordió el hombro con fuerza. María Estrella abrió la boca, lo que hacía apinar que estaba gritando y luchando como una mujer lobo, pero el hombre la había cogido totalmente por sorpresa y le impedía mover los brazos. Unos hilillos brillantes indicaban la sangre producida por el mordisco.
Dawson me cogió por el hombro, mientras un rugido salía de su garganta. No sabía si estaba furioso por el ataque que estaba sufriendo María Estrella, excitado por la acción y la impresión de la sangre, o una combinación de ambas cosas.
Entonces apareció un segundo hombre lobo detrás del primero. Estaba en forma humana. Blandía un cuchillo en la mano derecha. Lo hundió en el pecho de María Estrella, lo retiró, lo echó hacia atrás y volvió a clavárselo. La sangre salpicó las paredes. Podíamos ver las gotas de sangre, por lo que intuí que la sangre contenía también ectoplasma (o lo que quiera que eso sea).
El primer hombre era un desconocido. Pero al segundo lo reconocí. Era Cal Myers, un secuaz de Furnan y detective de la policía de Shreveport.
El ataque sorpresa había durado segundos. En el instante en que María Estrella quedó mortalmente herida, salieron por la puerta y la cerraron a sus espaldas. Me sorprendió la repentina y terrible crueldad del asesinato, y noté que mi respiración se aceleraba. María Estrella, brillante y casi transparente, permaneció tendida ante nosotros un momento en medio de aquel desastre, con las manchas de sangre brillante en el camisón y en el suelo, a su alrededor, y entonces, en el momento de su muerte, la imagen desapareció.