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Authors: Charlaine Harris

De muerto en peor (16 page)

De modo que salí hacia el aparcamiento con mi bolso y sin quitarme ni el delantal. Tray estaba apoyado en mi coche y di un salto antes de que pudiera evitarlo.

—¿Te marchas corriendo y asustada?

—No, me marcho corriendo y enfadada —dije—. ¿Qué haces aquí?

—Voy a seguirte hasta casa —dijo—. ¿Está Amelia?

—No, esta noche ha quedado con alguien.

—En ese caso, vigilaré la casa —dijo el hombretón, y subió a su furgoneta para seguirme hacia Hummingbird Road.

No veía ningún motivo para objetar lo contrario. De hecho, tener a alguien conmigo, a alguien en quien confiaba, me hacía sentir bien.

La casa estaba tal y como la había dejado o, mejor dicho, tal y como Amelia la había dejado. Las luces de seguridad exteriores se habían encendido automáticamente y Amelia había dejado encendida tanto la luz que había sobre el fregadero de la cocina como la del porche trasero. Llaves en mano, me dirigí hacia la puerta de la cocina.

La manaza de Tray me agarró por el brazo justo cuando empezaba a girar el pomo.

—No hay nadie —dije, pues lo había comprobado a mi manera—. Y Amelia lo ha dejado todo tal y como tiene que estar.

—Tú quédate aquí mientras yo echo un vistazo —dijo con amabilidad. Asentí y le dejé entrar. Pasados unos segundos de silencio, abrió la puerta para decirme que podía pasar a la cocina. Me disponía ya a seguirlo por toda la casa, cuando me dijo—: Lo que si te agradecería es un vaso de Coca-Cola, si es que tienes.

Me había eludido a la perfección, pasando de seguirme a rogar mi hospitalidad. Mi abuela me habría pegado con un cazamoscas de no haberle servido al instante una bandeja con una Coca-Cola.

Cuando reapareció en la cocina y declaró que la casa estaba libre de intrusos, el refresco con hielo estaba ya servido en la mesa, acompañado por un sándwich de pastel de carne. Y una servilleta doblada.

Sin decir palabra, Tray se sentó, colocó la servilleta sobre sus rodillas, comió el sándwich y bebió la Coca-Cola. Yo me senté delante de él con mi bebida.

—Me han dicho que tu chico ha desaparecido —dijo Tray mientras se secaba la boca con la servilleta.

Moví afirmativamente la cabeza.

—¿Qué crees que le ha pasado?

Le expliqué las circunstancias.

—Así que, ya ves, no tengo noticias de él —dije para finalizar. El relato empezaba a salirme casi automático, como si lo tuviera grabado.

—Una pena. —Fue todo lo que dijo. Por alguna razón, aquella discusión tranquila y sin dramatismos de un tema tan sensible me hizo sentirme mejor. Pasado un minuto de pensativo silencio, dijo Tray—: Espero que lo encuentres pronto.

—Gracias. Estoy ansiosa por saber qué es de él. —Un eufemismo enorme.

—Bueno, mejor que me vaya —dijo—. Si por la noche te pones nerviosa, llámame. Estoy aquí en diez minutos. No es bueno que estés aquí sola con esta guerra en ciernes.

Tuve una imagen mental de tanques avanzando por el camino de acceso a mi casa.

—¿Crees que la cosa podría ponerse muy mal? —pregunté.

—Mi padre me contó lo de la última guerra, que fue cuando su padre era pequeño. La manada de Shreveport se enfrentó a la manada de Monroe. En la manada de Shreveport eran unos cuarenta, contando los medios. —«Medios» era el término comúnmente empleado para los hombres lobo que se convertían en tales a través de mordedura. Sólo podían convertirse en un ser medio hombre, medio lobo, y no alcanzaban a conseguir la forma perfecta de lobo que los hombres lobo de nacimiento consideraban inmensamente superior—. Pero la manada de Monroe contaba con un puñado de universitarios, de modo que alcanzaban también los cuarenta o cuarenta y cinco. Al final de la batalla, ambas manadas quedaron reducidas a la mitad.

Pensé en todos los lobos que conocía.

—Confío en que la guerra no vaya a más —dije.

—No parará —dijo Tray, siempre muy práctico—. Han probado el sabor de la sangre, y asesinar a la chica de Alcide en lugar de hacerlo con él ha sido una forma cobarde de iniciar la lucha. E intentar acabar contigo..., eso sólo ha servido para empeorar las cosas. No tienes ni una gota de sangre de lobo en tus venas. Eres amiga de la manada. Eso debería convertirte en intocable, no en blanco de los ataques. Y esta misma tarde, Alcide ha encontrado muerta a Christine Larrabee.

Me quedé de nuevo conmocionada. Chistine Larrabee era —había sido— la viuda de uno de los anteriores líderes de la manada. Ocupaba una posición destacada en la comunidad de los lobos y había apoyado a regañadientes a Jackson Herveaux para que fuera el líder de la manada. Se la habían devuelto con creces.

—¿No ataca a los hombres? —conseguí decir por fin.

El rostro de Tray se ensombreció de puro desprecio.

—No —dijo—. Yo sólo puedo interpretarlo de la siguiente manera: Furnan pretende que Alcide pierda los estribos, predisponer a todo el mundo a responder con violencia, mientras que él permanece frío y controlado. Y está a punto de conseguir lo que quiere. Entre el dolor y el insulto personal, Alcide acabará explotando como una bomba de relojería. Cuando en realidad tendría que actuar más bien como un francotirador.

—¿Crees que la estrategia de Furnan es realmente... inusual?

—Sí —respondió Tray con contundencia—. No sé qué le ha dado. Por lo que parece, no quiere enfrentarse a Alcide en un combate personal. No quiere simplemente derrotar a Alcide. Por lo que veo, pretende matar a Alcide y a toda su gente. Algunos hombres lobo, los que tienen hijos pequeños, se han puesto ya de su lado. Temen lo que pueda hacerles a sus hijos, después de los ataques contra mujeres. —Se levantó—. Gracias por la comida. Tengo que ir a dar de comer a mis perros. Cierra bien cuando me vaya, ¿entendido? ¿Y dónde tienes el teléfono móvil?

Se lo entregué, y con unos movimientos sorprendentemente ágiles para unas manos tan grandes como las suyas, Tray grabó su número de móvil en mi agenda. Y a continuación se fue, despidiéndose con la mano. Tenía una casita junto a su taller y me sentí aliviada al pensar que el desplazamiento desde su casa a la mía era sólo de diez minutos. Cerré la puerta con llave y verifiqué las ventanas de la cocina. Amelia se había dejado una abierta. Después de ese descubrimiento, me sentí obligada a verificar todas las ventanas de la casa, incluso las de arriba.

Terminada esa tarea y con sensación de seguridad, encendí el televisor y me senté, aun sin hacer mucho caso a lo que sucedía en la pantalla. Tenía mucho en lo que pensar.

Meses atrás, había asistido a la competición para elegir al líder de la manada porque Alcide me lo había pedido. Quería que le ayudase a discernir las posibles trampas que pudieran producirse. Fue mala suerte que mi presencia acabase descubriéndose y que la traición de Furnan se hiciese pública. No me gustaba haberme visto arrastrada a aquella batalla, en la que yo no tenía nada que ver. En resumen: conocer a Alcide no me había traído más que desgracias.

Casi me sentí aliviada al notar que empezaba a enojarme ante tal injusticia, aunque mi mejor yo me instaba a cortarlo de raíz. No era culpa de Alcide que Debbie Pelt hubiera sido la bruja asesina que era, ni tampoco que Patrick Furnan hubiera decidido hacer trampas en la competición. Por otro lado, Alcide no era responsable de que Furnan quisiera consolidar su manada utilizando métodos tan sangrientos y comunes. Me pregunté, incluso, si aquel comportamiento sería realmente típico de los lobos.

Me imaginé que, simplemente, sería típico de Patrick Furnan.

Sonó el teléfono y di un brinco.

—¿Diga? —respondí, descontenta al notar que mi voz sonaba asustada.

—Me ha llamado ese hombre lobo, Herveaux —dijo Eric—. Me confirma que está en guerra con el líder de su manada.

—Sí—dije—. ¿Necesitabas la confirmación de Alcide? ¿No te bastaba con mi mensaje?

—Había pensado en una alternativa a la teoría de que fueras atacada por culpa de una lucha contra Alcide. Estoy seguro de que Niall te mencionó que tiene enemigos.

—Sí.

—Me preguntaba si era posible que alguno de esos enemigos hubiera actuado a gran velocidad. Si los hombres lobo tienen espías, también pueden tenerlos las hadas.

Reflexioné sobre la idea.

—Y, por lo tanto, al querer conocerme casi habría provocado mi muerte.

—Pero tuvo la inteligencia de pedirme que te escoltara hasta Shreveport y luego de vuelta a casa.

—De modo que salvó mi vida, aun poniéndola en peligro.

Silencio.

—La verdad —dije, saltando a un terreno emocional más firme— es que me salvaste la vida, y te estoy agradecida por ello. —Casi esperaba que Eric me preguntara cuán agradecida me sentía, que se refiriera al beso... pero seguía sin decir nada.

Sin embargo, justo cuando estaba a punto de soltar una estupidez para romper el silencio, dijo el vampiro:

—Sólo interferiré en la guerra de los hombres lobo para defender nuestros intereses. O para defenderte a ti.

El silencio corrió entonces de mi parte.

—De acuerdo —dije con voz débil.

—Si ves problemas en el horizonte, si intentan involucrarte más en el tema, llámame inmediatamente —me dijo Eric—. La verdad es que creo que el asesino lo envió el líder de la manada. Era un hombre lobo.

—La gente de Alcide lo reconoció por mi descripción. Ese tipo, Lucky no sé qué más, acababa de empezar a trabajar como mecánico para Furnan.

—Me parece extraño que confiara ese encargo a alguien a quien apenas conocía.

—Pues el tipo tuvo mala suerte.

Eric rió entre dientes.

—No tocaré más este tema con Niall. Aunque, naturalmente, le he contado lo sucedido.

Sentí una ridícula punzada de dolor momentánea al pensar que Niall no había corrido a mi lado ni había llamado para preguntarme si estaba bien. Lo había visto sólo una vez pero ahora me entristecía que no actuase como mi niñera.

—Bien, Eric, muchas gracias —dije, y colgué mientras él se despedía de mí. Tendría que haberle preguntado otra vez por mi dinero, pero no me apetecía; además, Eric poco podía hacer al respecto.

Me preparé para irme a la cama sin dejar de estar nerviosa, pero no pasó nada que aumentara mi ansiedad. Me recordé unas cincuenta veces que Amelia había protegido la casa con defensas. Las defensas funcionarían, estuviera ella en casa o no.

Tenía buenas cerraduras.

Estaba cansada.

Al final, me dormí, pero me desperté más de una vez, a la espera de oír la llegada del asesino.

Capítulo 8

Al día siguiente me levanté con los ojos pesados. Estaba grogui y me dolía la cabeza. Tenía resaca emocional. Debía hacer algo para cambiar la situación. No podía pasar otra noche como aquélla. Me pregunté si debería llamar a Alcide para ver si había montado ya el campamento con sus soldados. A lo mejor me dejaban un rinconcito para mí. Pero la idea de tener que hacer eso para sentirme segura me ponía rabiosa.

No podía impedir que me pasase constantemente por la cabeza la siguiente idea: «Si Quinn estuviera aquí, podría permanecer tranquila en casa sin ningún miedo». Y por un momento, no me sentí tan sólo preocupada por mi novio herido y desaparecido, sino que además me enfadé con él.

En realidad, podía estar enfadada con cualquiera. El ambiente estaba cargado de excesivas emociones.

Vaya, parecía el comienzo de un día muy especial, ¿verdad?

No tenía noticias de Amelia. Cabía suponer que había pasado la noche con Pam. Que tuvieran una relación no me suponía ningún problema. Pero me habría gustado que Amelia estuviera en casa para no sentirme tan sola y asustada. Su ausencia dejaba un puntito negro en mi paisaje personal.

El aire era más fresco. Se notaba que se acercaba el otoño, que estaba a punto de invadir el suelo y reclamar para él hojas, hierba y flores. Me puse un jersey por encima del camisón y salí al porche para disfrutar de mi primera taza de café. Permanecí un rato escuchando el canto de los pájaros; no resultaban tan ruidosos como en primavera, pero sus canciones y sus discusiones sirvieron para darme a entender que aquella mañana no sucedía nada anormal en el bosque. Terminé el café e intenté planificar la jornada, pero chocaba continuamente con mi bloqueo mental. Resulta complicado hacer planes cuando sospechas que alguien intenta matarte. Si lograra dejar de lado el tema de mi posible muerte inminente, podría pasar el aspirador en la planta baja, poner una lavadora e ir a la biblioteca. Y si sobrevivía a esas tareas, después tendría que ir a trabajar.

Me pregunté dónde estaría Quinn.

Me pregunté cuándo volvería a tener noticias de mi nuevo bisabuelo.

Me pregunté si durante la noche habrían muerto más lobos.

Me pregunté cuándo sonaría el teléfono.

Viendo que no pasaba nada en el porche, volví a entrar en casa y seguí mi rutina matutina habitual. Cuando me miré al espejo, sentí lástima al verme con una cara tan preocupada. No estaba ni descansada ni relajada. Tenía el aspecto de una persona inquieta que no había logrado conciliar el sueño. Me puse un poco de corrector en las ojeras, más sombra de ojos de la habitual y colorete para tener un poco más de color. Pero enseguida decidí que parecía un payaso y me lavé de nuevo la cara. Después de darle de comer a Bob y de regañarle por lo de los cachorrillos, repasé de nuevo todas las puertas y ventanas y subí al coche para ir a la biblioteca.

La sucursal de Bon Temps de la biblioteca parroquial de Renard no es un edificio grande. Nuestra bibliotecaria se graduó por la Luisiana Tech de Ruston y es una dama estupenda, que roza los cuarenta y se llama Barbara Beck. Su esposo, Alcee, es detective de la policía de Bon Temps, y confío sinceramente en que Barbara no sepa lo que su marido se lleva entre manos. Alcee Beck es un hombre duro que hace cosas buenas... a veces. También hace bastantes cosas malas. Alcee tuvo suerte cuando consiguió que Barbara aceptara casarse con él, y lo sabe.

Barbara es la única empleada a tiempo completo de la biblioteca y no me sorprendió encontrarla sola cuando abrí la pesada puerta. Estaba colocando libros en las estanterías. Barbara vestía con un estilo que yo calificaría de «chic cómodo»: conjuntos de punto de colores alegres y zapatos a juego. Le gustaba también la bisutería llamativa.

—Buenos días, Sookie —me dijo sonriendo.

—Barbara —dije, tratando de devolverle la sonrisa. Se dio claramente cuenta de que yo no estaba de muy buen humor, pero no comentó nada. Aunque, debido a mi pequeña tara, y pese a que no lo dijo en voz alta, supe lo que pensaba. Dejé los libros que devolvía en la correspondiente mesa y empecé a mirar las estanterías de las novedades. En su mayoría eran obras de distintos tipos de autoayuda. A tenor de lo populares que eran y de lo mucho que se prestaban, todo el mundo en Bon Temps debería haber alcanzado la perfección a estas alturas.

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