Authors: Charlaine Harris
—No —dijo—. Llamó Octavia, que no te conocía. Recibí la llamada de un chico pantera que conocí en la boda de tu hermano. Créeme, no saliste para nada a relucir en nuestra conversación. Llamó Alcide, realmente disgustado. Y Tanya, pero no le dije nada.
—Gracias, compi —dije—. ¿Ya te has recuperado?
—Sí, ya me encuentro mejor, y Octavia se ha ido ya a casa de la familia con la que vive en Monroe.
—Perfecto, nos vemos luego.
—¿Llegarás a tiempo para ir a trabajar?
—Sí, tengo que llegar a tiempo para ir a trabajar. —Había pasado aquella semana en Rhodes y tenía que cumplir escrupulosamente con mis horarios durante una buena temporada; de lo contrario, las demás camareras me echarían en cara que Sam me daba todos los días libres que yo quería. Colgué—. No se lo contó a nadie —dije.
—De modo que tú... y Eric, tuvisteis una placentera cena en un restaurante caro, junto con otro hombre.
Lo miré con incredulidad. Aquello no venía a cuento. Me concentré. Nunca me había inmerso en una investigación mental que estuviera tan confusa. Alcide estaba dolido por María Estrella, se sentía culpable por no haberla protegido, estaba enfadado por que yo hubiera sido arrastrada a ese conflicto y, por encima de todo, tenía ganas de partir unas cuantas cabezas. Y como guinda del pastel, Alcide —de forma completamente irracional— odiaba la idea de que yo hubiera salido con Eric.
Intenté mantener la boca cerrada por respeto a su pérdida; eso de las emociones en conflicto no era desconocido para mí. Pero descubrí que de repente me había cansado totalmente de él.
—Está bien —dije—. Lucha tú tus propias batallas. Vine cuando me lo pediste. Te he ayudado cuando me pediste que lo hiciera, tanto en la batalla para elegir el líder de la manada como hoy, a costa de mi propio dolor emocional. Que te jodan, Alcide. A lo mejor Furnan es mejor lobo que tú. —Giré sobre mis talones y capté la mirada que Tray Dawson le lanzaba a Alcide cuando yo salía de la cocina, bajaba las escaleras y me dirigía al cobertizo donde estaban aparcados los coches. De haber encontrado una lata por el suelo, le hubiera atizado un puntapié.
—Te llevaré a casa —dijo Tray, apareciendo de repente a mi lado. Seguí mi camino hacia el lado del pasajero, agradecida de que me proporcionara un medio para marcharme de allí. Cuando salí de estampida de la casa, no pensé en lo que sucedería a continuación. Quedaría fatal en una salida tan buena tener que volver a entrar y buscar en el listín el número de teléfono de algún taxi.
Creía que después de la debacle de Debbie, Alcide me odiaría de verdad. Pero, al parecer, aquel odio no era total.
—Vaya ironía, ¿no te parece? —dije después de un buen rato de silencio—. Anoche casi me pegan un tiro porque Patrick Furnan piensa que con eso fastidiaría a Alcide. Hasta hace diez minutos, ni se me habría ocurrido que pudiera ser así.
Tray tenía más el aspecto de estar cortando cebollas que de estar metido en la conversación. Después de otra pausa, dijo:
—Alcide actúa como un imbécil, pero debes tener en cuenta que tiene muchas cosas en la cabeza.
—Lo entiendo —dije, y cerré la boca antes de pronunciar una palabra más.
Y resultó que llegué a tiempo para ir a trabajar aquella noche. Estaba tan enfadada mientras me cambiaba que a punto estuve de romper el pantalón negro, de tanto que tiré de él. Me cepillé el pelo con una fuerza tan innecesaria, que no sé cuánto dejé en el cepillo.
—Los hombres son unos idiotas incomprensibles —le dije a Amelia.
—¿No me digas? —dijo ella—. Cuando hoy buscaba a Bob por el bosque, encontré una gata con cachorritos. ¿Y sabes qué? Todos eran blancos y negros.
La verdad es que no supe qué responderle.
—De modo que al infierno con la promesa que le hice, ¿o no? Voy a divertirme. Si él puede andar follando por ahí, yo también. Y si vuelve a vomitar encima de mi colcha, le perseguiré con la escoba.
Intenté no mirar directamente a Amelia.
—No te culparé por ello —dije, tratando de no alterarme. Era bueno estar a punto de estallar en carcajadas en lugar de querer pegar a alguien. Cogí mi bolso, estudié en el espejo del baño del vestíbulo cómo me había quedado la cola de caballo y salí por la puerta trasera para coger el coche e ir al Merlotte s.
Me sentía cansada incluso antes de cruzar la puerta de empleados, una mala manera de iniciar mi turno.
No vi a Sam cuando guardé el bolso en el cajón grande del escritorio que todas utilizábamos para ello. Cuando salí del vestíbulo que daba acceso a los aseos, al despacho de Sam, al almacén y a la cocina (aunque la puerta de ésta estaba cerrada con llave desde dentro la mayoría de las veces), no vi tampoco a Sam; lo encontré por fin detrás de la barra. Lo saludé con un movimiento de cabeza mientras me ataba el delantal blanco que acababa de coger del montón donde había docenas de ellos. Guardé en el bolsillo mi libreta para tomar nota de los pedidos y un lápiz, miré a mi alrededor en busca de Arlene, a quien me tocaba sustituir, y examiné con la vista las mesas de nuestra sección.
Mi corazón dio un vuelco. No sería una noche tranquila. En una de las mesas había unos cuantos imbéciles con camisetas de la Hermandad del Sol. La Hermandad era una organización radical que creía que los vampiros (a) eran pecaminosos por naturaleza, casi demonios, y (b) debían ser ejecutados. Los «predicadores» de la Hermandad no proclamaban eso en público, pero la Hermandad defendía la erradicación completa de los no muertos. Había oído decir que incluso existía un librito elemental que asesoraba a los miembros sobre cómo llevar eso a cabo. Después del atentado de Rhodes, su odio se había vuelto más descarado.
El grupo de la Hermandad del Sol aumentaba en número a medida que los norteamericanos batallaban por aceptar algo que resultaba imposible comprender... y a medida que centenares de vampiros llegaban al país que, de entre todas las naciones del planeta, les había dado la recepción más favorable. Desde que unos pocos países decididamente musulmanes y católicos habían adoptado la política de matar en el acto a los vampiros, Estados Unidos había empezado a aceptar a éstos como refugiados y víctimas de la persecución política o religiosa; la reacción contra esta política estaba siendo violenta. Recientemente había visto una pegatina en un coche que decía: «Diré que los vampiros están vivos cuando arranques mis fríos dedos de muerto de mi garganta desgarrada».
Consideraba a los miembros de la Hermandad del Sol intolerantes e ignorantes y odiaba a los que se contaban entre sus filas. Pero estaba acostumbrada a mantener la boca cerrada sobre el tema cuando estaba en el bar, igual que también a evitar discusiones sobre el aborto, el control de las armas o la presencia de gays en el ejército.
Naturalmente, aquellos tipos de la Hermandad del Sol eran probablemente colegas de Arlene. Mi indecisa ex amiga había mordido el anzuelo y había caído en la pseudoreligión que los de la Hermandad propagaban.
Arlene me informó brevemente sobre las mesas mientras se dirigía a la puerta trasera, mostrando una expresión dura. Viéndola marchar, me pregunté qué tal les iría a sus hijos. Hace tiempo yo solía ser su canguro con frecuencia. Pero ahora, lo más seguro era que, si hacían caso a su madre, me aborrecieran.
Me sacudí la melancolía, pues Sam no me pagaba para estar malhumorada. Pasé por turnos por todos los clientes, les serví más bebidas, me aseguré de que todo el mundo tuviera la comida que había pedido, le llevé un tenedor limpio a una mujer a la que se le había caído el suyo al suelo, y más servilletas a la mesa donde Catfish Hennessy comía tiras de pollo rebozado e intercambié unas animadas palabras con los tipos sentados en la barra. Traté a los de la mesa de la Hermandad del Sol igual que trataba a todo el mundo, y no me pareció que me prestaran especial atención, lo que me pareció estupendo. Confiaba en que se marcharan sin causar más problemas... hasta que llegó Pam.
Pam es blanca como una hoja de papel y tiene el aspecto que tendría Alicia en el País de las Maravillas si al hacerse mayor se hubiera convertido en vampiro. De hecho, aquella noche Pam llevaba incluso una cinta azul en su pelo rubio y liso, y se había puesto un vestido en lugar de su habitual conjunto con pantalón. Estaba encantadora..., a pesar de que pareciera un vampiro salido de
Las desventuras de Beaver
. El vestido tenía manguitas abullonadas con el ribete blanco, y un cuello con idéntico remate. Los diminutos botones de la parte frontal del vestido eran blancos, conjuntados con los topitos de la falda. Iba sin medias, me fijé, porque cualquier media que se comprara resultaría extraña, dada la palidez de su piel.
—Hola, Pam —dije al ver que se acercaba directamente a mí.
—Sookie —dijo cariñosamente, y me dio un beso tan ligero como un copo de nieve. Noté la frialdad de sus labios en mi mejilla.
—¿Qué sucede? —le pregunté. Normalmente, Pam trabajaba en Fangtasia por las noches.
—Tengo una cita —dijo—. ¿Crees que voy bien? —Se dio la vuelta.
—Por supuesto que sí —contesté—. Tú siempre estás bien, Pam. —Era la pura verdad. Aunque la vestimenta que Pam elegía era a menudo ultraconservadora y raramente salía con nadie, eso no quería decir que no despertase interés. Tenía un encanto dulce, pero letal—. ¿Quién es el afortunado?
Puso una cara tan picara como un vampiro de doscientos años puede llegar a poner.
—¿Y quién te ha dicho que sea un chico? —dijo.
—Oh, claro. —Miré a mi alrededor—. ¿Quién es la persona afortunada?
Justo en aquel momento apareció mi compañera de casa. Amelia llevaba unos pantalones preciosos de lino negro, tacones, un jersey de color hueso y un par de pendientes de ámbar y carey. Un conjunto también conservador, pero de un estilo más moderno. Amelia avanzó hacia nosotras, sonrió a Pam y dijo:
—¿Has pedido ya una copa?
Pam sonrió como nunca antes la había visto sonreír, de una forma... tímida.
—No, estaba esperándote.
Se sentaron en la barra y las atendió Sam. Enseguida se pusieron a charlar y se levantaron para irse en cuanto terminaron sus bebidas.
Cuando, de camino hacia la salida, pasaron por mi lado, dijo Amelia:
—Ya nos veremos. —Era su manera de decirme que tal vez no pasaría la noche en casa.
—Estupendo, que os divirtáis —dije. Su salida fue seguida por más de un par de ojos masculinos. Si las córneas se empañasen con la humedad como los cristales, todos los tíos del bar estarían viendo borroso.
Volví a hacer la ronda de mis mesas, llevando más cervezas a una, la cuenta a otra, hasta que llegué a la mesa ocupada por los dos tipos con camisetas de la Hermandad del Sol. Seguían mirando la puerta, como si esperaran que Pam volviera a entrar y les gritara: «¡UUH!».
—¿He visto realmente lo que creo que acabo de ver? —me preguntó uno de los dos hombres. Tendría treinta y pico años, iba bien afeitado, pelo castaño, un tipo corriente. Al otro, le habría mirado con recelo de haber compartido juntos un ascensor. Era delgado, tenía una barbita continuándole la mandíbula, llevaba algunos tatuajes de aspecto casero (típicos de cárcel) y un cuchillo sujeto con correas al tobillo, algo que no me habría resultado difícil de detectar en cuanto hubiera captado mentalmente que iba armado.
—¿Y qué cree haber visto? —le pregunté con dulzura. Cabello Castaño me tomaba por una simplona. Pero era un buen camuflaje, y significaba que Arlene no había ido contándole a todo el mundo mis pequeñas peculiaridades. Nadie en Bon Temps diría que la telepatía existe si te ponías a preguntar un domingo a la salida de cualquier iglesia. Pero, en caso de hacerlo a la salida del Merlotte's un sábado por la noche, más de uno te habría dicho que sí.
—Me ha parecido ver entrar una vampira, como si tuviera derecho a hacerlo. Y creo haber visto a una mujer salir feliz de aquí acompañándola. Juro por Dios que me cuesta creerlo. —Me miró como si yo tuviera que compartir su indignación. Tatuado Carcelero asintió con vigor.
—Perdone..., han visto a dos mujeres saliendo juntas de un bar, ¿y eso les molesta? No entiendo dónde está el problema. —Por supuesto que lo entendía, pero a veces toca fingir.
—¡Sookie! —Sam estaba llamándome.
—¿Desean los caballeros alguna cosa más? —pregunté, ya que sin duda alguna Sam trataba de reclamarme de un modo u otro.
Los dos hombres me miraron con extrañeza después de haber deducido correctamente que yo no compartía exactamente sus creencias.
—Supongo que vamos a marcharnos ya —dijo Tatuado Carcelero, confiando claramente en que los clientes tenían que hacerme sufrir para cobrar—. ¿Tienes la cuenta preparada? —Tenía la cuenta preparada y la deposité sobre la mesa, entre los dos. Ambos le echaron un vistazo, pusieron cada uno un billete de diez y retiraron las sillas.
—En un segundo vuelvo con su cambio —dije, y di media vuelta.
—Quédate el cambio —contestó Cabello Castaño, con tono amargado y no muy emocionado por mis servicios.
—Imbéciles —murmuré entre dientes de camino a la caja registradora de la barra.
—Sookie, tienes que cerrar el pico —dijo Sam.
Me sentí tan sorprendida que me quedé mirándolo. Ambos estábamos detrás de la barra y Sam andaba preparando un combinado de vodka. Continuó tranquilamente su trabajo, con la mirada fija en sus manos.
—Tienes que atenderlos como a cualquier cliente.
No era muy frecuente que Sam se dirigiera a mí como una empleada, pues solía tratarme más bien como un socio de confianza. Dolía, sobre todo si me daba cuenta de que tenía razón. Aunque superficialmente me había mostrado educada, tendría (y debería) que haberme tragado sus últimos comentarios sin rechistar... si no hubieran llevado aquellas camisetas de la Hermandad. El Merlotte's no era mi negocio. Era el negocio de Sam. Y el que sufriría las consecuencias si los clientes no volvían sería él.
—Lo siento —dije, aunque me costara decirlo. Le sonreí a Sam y me dispuse a hacer una nueva e innecesaria ronda a mis mesas, una ronda en la que probablemente cruzaría la línea que separaba ser atenta de ser pesada. Pero si me encerraba en el baño de empleados o en los lavabos de señoras, acabaría llorando, porque que te amonesten, duele, y duele también equivocarse; pero, por encima de todo, lo que más duele es que te pongan en tu debido lugar.
Cuando aquella noche cerramos, me marché lo más rápida y silenciosamente posible. Sabía que tenía que superar el sentirme dolida, pero prefería superarlo sola en mi propia casa. No me apetecía tener una «charla» con Sam..., ni con nadie, en realidad. Holly me observaba con curiosidad extrema.