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Authors: Charlaine Harris

De muerto en peor (36 page)

—Dawson se ocupará del tema —dijo Sam. Su voz sonaba tan extraña como la mía. También él había creído que iba a morir—. Ya sé que habitualmente repara motos, pero estoy seguro de que podrá arreglarte el coche. Trabaja siempre por su cuenta.

—Hagan lo que sea necesario —dijo con grandilocuencia Castro—. Lo pagaré. Eric, ¿te importaría explicarme lo que acaba de suceder? —Su voz sonaba notablemente más intransigente.

—Eso tendrías que preguntárselo a los tuyos —replicó Eric, con cierta justificación—. ¿No te dijeron que Sigebert, el guardaespaldas de la reina, había muerto? Pues aquí lo tienes.

—Tienes razón. —Castro miró el cuerpo en el suelo—. De modo que se trataba del legendario Sigebert. Se reunirá con su hermano, Wybert. —Se le veía satisfecho.

Realmente, aquel par de hermanos eran únicos, pero no sabía que fuesen famosos entre los vampiros. Su descomunal físico, su inglés cortado y primitivo, su profunda devoción hacia la mujer que los convirtió hace tantos siglos... Era una historia capaz de fascinar a cualquier vampiro en sus cabales, por supuesto. Noté entonces que empezaba a flaquear y Eric, veloz como una centella, corrió a cogerme en brazos. Un momento muy al estilo de Scarlet y Rhett, estropeado sólo por el hecho de que estaban presentes dos hombres más, de que nos encontrábamos en un insípido aparcamiento y de que me sentía infeliz por los daños sufridos por mi coche. Y también un poco conmocionada.

—¿Cómo lo ha hecho para poder con tres tipos fuertes como vosotros? —pregunté. No me molestaba que Eric me hubiera cogido en brazos. Me hacía sentirme diminuta, una sensación de la que no disfrutaba muy a menudo.

Hubo un momento de desconcierto general.

—Yo estaba de pie de espaldas al bosque —explicó Castro—. El tenía las cadenas preparadas para tirarlas... con un lazo. Lanzó primero sobre mí y, naturalmente, fue una auténtica sorpresa. Antes de que Eric pudiera abalanzarse sobre él, lo cogió también. El dolor provocado por la plata... enseguida nos tuvo sometidos. Cuando él —realizó un ademán con la cabeza en dirección a Sam— llegó en nuestra ayuda, Sigebert lo golpeó, lo dejó inconsciente, cogió una cuerda del maletero del furgón de Sam y lo ató.

—Estábamos demasiado inmersos en nuestra discusión para estar alerta —dijo Eric. Su voz sonaba lúgubre, y no lo culpé de ello. Pero decidí mantener la boca cerrada.

—Vaya ironía que necesitemos que una chica humana venga a rescatarnos —dijo despreocupadamente el rey, pronunciando el mismo pensamiento que yo había decidido no expresar en voz alta.

—Sí, muy gracioso —dijo Eric con una voz en absoluto graciosa—. ¿Por qué has vuelto, Sookie?

—Sentí tu..., tu rabia al ser atacado. —Una «rabia» que yo interpreté como «desesperación».

El nuevo rey parecía muy interesado.

—Un vínculo de sangre. Qué interesante.

—No, en realidad no —dije—. Sam, me pregunto si te importaría llevarme a casa. No sé dónde habrán dejado sus coches estos caballeros, o si han venido hasta aquí volando. Me pregunto cómo habrá averiguado Sigebert dónde estabais.

Felipe de Castro y Eric compartían una expresión casi idéntica de estar pensando profundamente en el tema.

—Lo averiguaremos —dijo Eric, y me dejó en el suelo—. Y cuando lo hagamos, rodarán cabezas. —Eric sabía cómo hacer rodar cabezas. Era una de sus aficiones favoritas. Apostaría dinero a que Castro compartía esa misma predilección, pues vi que el rey se regocijaba sólo de pensarlo.

Sam buscó las llaves en su bolsillo sin decir palabra y subí con él a su furgón. Dejamos a los dos vampiros enfrascados en su conversación. El cadáver de Sigebert, todavía parcialmente oculto debajo de mi pobre coche, había casi desaparecido, dejando un residuo graso y oscuro sobre la gravilla del aparcamiento. Es lo bueno que tienen los vampiros: nadie tiene que ocuparse de hacer desaparecer el cadáver.

—Llamaré a Dawson esta misma noche —dijo inesperadamente Sam.

—Oh, Sam, muchas gracias —dije—. Me alegro mucho de que estuvieras aquí.

—Es el aparcamiento de mi bar —dijo, y tal vez fuera sólo por mi reacción de culpabilidad, pero creí detectar cierto tono de reproche. De pronto me di cuenta de que Sam se había encontrado en aquella situación en su propia casa, una situación en la que él no se jugaba nada y por la que no tenía ningún interés, y que había estado a punto de morir como resultado de ello. ¿Y por qué estaba Eric en el aparcamiento de la parte trasera del Merlotte's? Porque quería hablar conmigo. Y Felipe de Castro había aparecido por allí porque quería hablar con Eric..., aunque no estaba muy segura acerca de qué. Pero el caso era que si estaban allí era por mi culpa.

—Oh, Sam —dije casi llorando—. Lo siento mucho. No sabía que Eric estaría esperándome y es evidente que tampoco sabía que el rey llegaría detrás. Aún no sé qué hacía allí. Lo siento mucho —repetí, y lo repetiría un centenar de veces si con ello conseguía eliminar aquel tono de la voz de Sam.

—No ha sido culpa tuya —dijo—. Fui yo quien le pidió a Eric que viniese. Es culpa de ellos. No sé qué hacer para alejarte de ellos.

—Ha sido horrible, pero me parece que no te lo estás tomando como deberías.

—Lo único que quiero es que me dejen en paz —dijo inesperadamente—. No quiero verme involucrado en temas políticos sobrenaturales. No quiero tener que tomar partido en toda esa mierda de los hombres lobo. No soy un hombre lobo. Soy un cambiante, y los cambiantes no están organizados. Somos demasiado distintos. Y odio el politiqueo de los vampiros más aún que el de los hombres lobo.

—Estás enfadado conmigo.

—¡No! —Me dio la impresión de que le costaba decir lo que iba a decir—. ¡Tampoco quiero todo eso para ti! ¿No eras más feliz antes?

—¿Te refieres a antes de que conociera a los vampiros? ¿A antes de que conociera todo ese mundo que está más allá de todos los límites?

Sam asintió.

—En cierto sentido sí. Estaba bien eso de tener un camino claro por delante de mí —dije—. El politiqueo y las batallas me tienen harta. Pero mi vida no era ningún regalo, Sam. Cada día tenía que pelear para actuar como si fuera una persona normal y corriente, como si no supiera todo lo que sé sobre las demás personas. El engaño y la infidelidad, los pequeños actos deshonestos, la falta de consideración. Las opiniones realmente horribles que los unos tienen de los otros. Su falta de caridad. Cuando sabes todo eso, resulta complicado salir adelante. Conocer el mundo sobrenatural lo pone todo en una perspectiva distinta. No sé por qué. Las personas no son ni mejores ni peores que los seres sobrenaturales, y tampoco son todo lo que existe.

—Supongo que te comprendo —dijo Sam, aunque algo dubitativo.

—Además —dije muy despacio—, me gusta que me valoren precisamente por lo mismo que lleva a la gente normal a pensar que estoy loca.

—Esto sí que lo entiendo —dijo Sam—. Pero eso tiene un precio.

—Oh, de eso no me cabe la menor duda.

—¿Estás dispuesta a pagarlo?

—Hasta cierto punto.

Enfilamos el camino de acceso a mi casa. No había luces encendidas. La pareja de brujas debía de haberse acostado ya pues, de lo contrario, estarían charlando o formulando hechizos.

—Llamaré a Dawson —dijo Sam—. Mirará el coche para ver si puedes conducirlo o lo llevará en una grúa hasta su taller. ¿Crees que encontrarás a alguien que te lleve hasta el trabajo?

—Sí, seguro que sí —dije—. Puede llevarme Amelia.

Sam me acompañó hasta la puerta trasera como si me estuviese llevando a casa después de una cita. La luz del porche estaba encendida, todo un detalle por parte de Amelia. Sam me abrazó, lo cual fue para mí una auténtica sorpresa, y acercó su cabeza a la mía. Nos quedamos los dos disfrutando un buen rato de nuestro mutuo calor.

—Sobrevivimos a la guerra de los hombres lobo —dijo—. Superaste el golpe de estado de los vampiros. Ahora nos hemos salvado del ataque del guardaespaldas enloquecido. Espero que sigamos así.

—Ahora eres tú el que empieza a asustarme —dije al recordar todas las demás cosas a las que también había sobrevivido. Podría estar muerta, no me cabe la menor duda.

Me rozó la mejilla con sus cálidos labios.

—A lo mejor es bueno que sea así —dijo, y se volvió para regresar a su coche.

Lo miré subir al mismo y echar marcha atrás. A continuación, abrí la puerta y me dirigí a mi habitación. Después de la adrenalina, el miedo y el ritmo acelerado de vida (y muerte) del aparcamiento del Merlotte's, mi habitación parecía un lugar tranquilo, limpio y seguro. Aquella noche había hecho todo lo posible por matar a alguien. Había sido pura casualidad que Sigebert sobreviviera a mi intento de homicidio con coche. Por dos veces. Me di cuenta de que no sentía ningún tipo de remordimiento. Sería un fallo por mi parte, pero en aquel momento me daba igual. Es evidente que había cosas de mi carácter que no aprobaba y quizá, de vez en cuando, tenía momentos en los que no me gustaba mucho cómo era. Pero afrontaba los días tal y como llegaban, y hasta el momento había sobrevivido a todo lo que la vida me había puesto por delante. Sólo cabía esperar que la supervivencia valiera el precio que tenía que pagar por ella.

Capítulo 20

Para consuelo mío, me desperté en una casa vacía. Los impulsos mentales de Amelia y Octavia no estaban bajo mi tejado. Permanecí acostada en la cama disfrutando de aquella idea. Tal vez cuando volviera a tener un día libre, podría pasarlo completamente sola. No me parecía una posibilidad muy factible, pero las chicas podemos soñar, ¿no? Después de planificar la jornada (llamar a Sam para averiguar el estado de mi coche, pagar algunas facturas, ir a trabajar...), me metí en la ducha y me lavé a fondo. Utilicé toda el agua que me apeteció. Me pinté las uñas de los pies y de las manos, me puse unos pantalones de chándal y una camiseta y me preparé café. La cocina estaba reluciente; bendita sea Amelia.

El café estaba estupendo, la tostada untada con mermelada de arándanos, deliciosa. Incluso mis papilas gustativas se sentían felices. Después de limpiar los cacharros del desayuno, canturreaba por el puro placer de estar sola. Regresé a mi habitación para hacer la cama y maquillarme un poco.

Y, naturalmente, fue entonces cuando una llamada a la puerta de atrás casi me hace saltar del susto. Pisé unos zapatos de camino a la puerta.

Era Tray Dawson, sonriente.

—Hola, Sookie, tu coche está bien —dijo—. He tenido que hacer algunos cambios aquí y allá y ha sido la primera vez que saco ceniza de vampiro de un chasis, pero el coche funciona.

—¡Oh, gracias! ¿Quieres pasar?

—Sólo un minuto —dijo—. ¿Tendrás por casualidad una Coca-Cola en la nevera?

—Claro que sí. —Le serví el refresco, le pregunté si le apetecían unas galletas o un sándwich de mantequilla de cacahuete para acompañarlo y, después de que rechazara mi oferta, me disculpé para poder acabar de maquillarme. Me imaginé que Dawson me acompañaría hasta el coche, pero resultó que había venido con él hasta casa, por lo que era yo quien debía llevarlo de vuelta.

Me senté en la mesa, delante de aquel hombretón, con el talonario abierto y un bolígrafo y le pregunté cuánto le debía.

—Ni un centavo —dijo Dawson—. El nuevo lo ha pagado.

—¿El nuevo rey?

—Sí, me llamó a media noche. Me contó la historia, más o menos, y me preguntó si podía echarle un vistazo al coche a primera hora de la mañana. Cuando llamó estaba despierto, de modo que no me molestó. Esta mañana me he acercado al Merlotte's y le he dicho a Sam que había desperdiciado una llamada telefónica porque ya estaba al corriente del asunto. Sam ha conducido el coche hasta el taller y yo le he seguido. Lo hemos subido al potro y lo he mirado a fondo.

Un discurso muy largo para Dawson. Guardé el talonario en el bolso y le escuché con atención. Le pregunté si le apetecía más Coca-Cola señalándole el vaso con el dedo. Negó con la cabeza para darme a entender que ya había bebido bastante.

—Hemos tenido que apretar unas cuantas cosas, sustituir el depósito de líquido del limpiaparabrisas. Sabía que en Rusty's Salvage tenían otro coche como el tuyo y no he tardado nada en arreglarlo todo.

No pude sino darle de nuevo las gracias. Acompañé a Dawson a su taller. Desde la última vez que había estado allí, vi que había arreglado el jardín delantero de su casa, una casita modesta pero aseada justo al lado del taller. Dawson había almacenado además en algún lado todas las piezas de moto, en lugar de tenerlas por allí tiradas, una solución útil pero poco atractiva. Y su camioneta estaba impoluta.

Cuando Dawson salió del coche, le dije:

—Te estoy muy agradecida. Sé que los coches no son tu especialidad y aprecio mucho que te hayas ofrecido a reparar el mío. —El mecánico del inframundo, ése era Tray Dawson.

—Lo he hecho porque he querido —dijo Dawson, e hizo una pausa—. Si lo ves posible, me gustaría que le hablaras de mí a tu amiga Amelia.

—No tengo mucha influencia sobre Amelia —dije—. Pero no tendré ningún problema en contarle que eres una persona excelente.

Me respondió con una amplia sonrisa, sin cortarse. Creo que nunca había visto a Dawson esbozar una sonrisa como aquélla.

—Amelia parece muy sana —dijo, y como yo no tenía ni idea de cuáles eran los criterios de admiración de Dawson, aquélla fue una buena pista.

—Tú llámala, que yo le daré referencias —dije.

—Trato hecho.

Nos despedimos contentos y felices y él cruzó dando grandes zancadas el aseado jardín en dirección al taller. No sabía si Dawson sería o no del gusto de Amelia, pero haría lo posible para convencerla de que le diera una oportunidad.

Mientras conducía de vuelta a casa presté atención al coche por si oía algún ruido extraño. Funcionó sin problemas.

Amelia y Octavia llegaron justo cuando yo me iba a trabajar.

—¿Qué tal estás? —preguntó Amelia, como si supiera que algo había pasado.

—Bien —respondí automáticamente. Entonces comprendí que pensaba que la noche anterior no la había pasado en casa. Que creía que había estado pasándomelo bien con alguien—. Recuerdas a Tray Dawson, ¿verdad? Lo conociste en el apartamento de María Estrella.

—Claro.

—Te llamará. Sé cariñosa con él.

La dejé sonriendo mientras yo subía en el coche.

Por una vez, el trabajo fue aburrido y normal. Terry ocupaba el puesto de Sam, pues a éste no le gustaba nada trabajar los domingos por la tarde. El Merlotte's tenía un día tranquilo. Los domingos abríamos tarde y cerrábamos temprano, de modo que a las siete ya estaba lista para volver a casa. En el aparcamiento no apareció nadie y pude acercarme directamente al coche sin que nadie se me acercara dispuesto a mantener una larga y estrambótica conversación y sin que nadie me atacara.

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