A medida que Felix se acercaba a ellas se volvieron para observarlo y pudo ver que los labios de la señorita Liddell se movían. Se unió a ellas y tuvieron lugar las inevitables presentaciones. Una mano delgada, enguantada en rayón negro barato, tomó la suya tímidamente por un breve segundo y luego se dejó caer. Aun en ese contacto apático y casi imperceptible sintió que estaba temblando. Los ojos grises ansiosos se apartaron de los suyos cuando habló.
—La señora Riscoe y yo nos preguntábamos si podríamos llevarla en coche hasta su casa —dijo suavemente—. Habrá una larga espera para el autobús y nos agradaría mucho el viaje.
Eso por lo menos era verdad. Ella vaciló. Justo cuando la señorita Liddell aparentemente había decidido que el ofrecimiento, pese a ser inesperado, por decoro no podía ser rechazado y hasta podía ser aceptado sin riesgo y había comenzado a propugnar esta alternativa, Deborah se detuvo junto a ellos en el Renault de Felix y el asunto quedó arreglado. La tía de Sally le fue presentada como la esposa de Victor Proctor y quedó cómodamente instalada al lado de ella en el asiento delantero antes de que nadie pudiese decir nada. Felix se acomodó detrás, consciente de una cierta aversión por la empresa, pero dispuesto a admirar a Deborah en acción. «Especialista en extracciones sin dolor» pensó cuando el coche se alejaba camino abajo por la colina. Se preguntó a qué distancia tenían que ir y si Deborah se había molestado en decirle a su madre cuánto tardarían en volver.
—Creo que sé aproximadamente dónde vive —le escuchó decir—. Es justo en las afueras de Canningbury, ¿no es cierto? Lo atravesamos cuando vamos para Londres. Pero tendré que confiar en usted para que me indique el camino. Es muy agradable de su parte que nos permita llevarla a su casa. Los entierros son tan espantosos. Realmente es un alivio alejarse por un rato.
El resultado de esto fue inesperado. De repente la señora Proctor estaba llorando, sin ruido, casi sin mover su cara. Como si le fuera imposible controlar sus lágrimas, las dejó deslizarse a raudales, por sus mejillas, y caer sobre sus manos enlazadas. Cuando habló, su voz era baja pero lo suficientemente clara como para ser escuchada por encima del ruido del motor.
—En realidad no debí haber venido. Al señor Proctor no le gustaría si supiese que vine. No habrá regresado cuando yo llegue a casa y Beryl está en la escuela, así que no se enterará. Pero no le gustaría. Hizo su propia cama, que duerma en ella. Eso es lo que él dice y no se le puede culpar. No después de lo que hizo por ella. Nunca se marcó ninguna diferencia entre Sally y Beryl. Nunca. Eso lo diré hasta el día de mi muerte. No sé por qué tuvo que ocurrirnos a nosotros.
El eterno lamento de los desafortunados le resultó irrazonable a Felix. No estaba enterado de que los Proctor hubieran asumido ninguna responsabilidad por Sally desde su embarazo y, ciertamente, habían logrado disociarse de su muerte. Se inclinó hacia adelante para escuchar con más claridad. Deborah quizás emitió algún sonido alentador, no podía estar seguro. Pero no iba a haber ninguna necesidad de sondear a este testigo. Había estado guardándose las cosas demasiado tiempo.
—La criamos decentemente. Nadie puede decir que no. No siempre fue fácil. Consiguió esa beca, pero igualmente tuvimos que alimentarla. No era una criatura fácil. Yo pensaba que era por el bombardeo, pero el señor Proctor no lo aceptaba. Estaban con nosotros en ese momento, saben. Entonces teníamos una casa en Stoke Newington. No había habido muchos bombardeos y de alguna manera nos sentíamos seguros con el refugio Anderson y todo. Uno de esas bombas VI mató a Lil y George. No recuerdo nada de eso ni de haber sido desenterrada. No me dijeron nada acerca de Lil hasta después de una semana. Nos sacaron a todos, pero Lil estaba muerta y George murió en el hospital. Nosotros fuimos los que tuvimos suerte. Por lo menos pienso que lo fuimos. El señor Proctor estuvo realmente mal por mucho tiempo y, naturalmente, tiene su pensión por invalidez. Pero dijeron que nosotros éramos los que tuvimos suerte.
«Como yo», pensó Felix amargamente. «Uno de los que tuvo suerte».
—Y entonces se hicieron cargo de Sally y la criaron —apuntó Deborah.
—En realidad no había nadie más. Mamá no podría haberse hecho cargo. No estaba en condiciones para eso. Traté de pensar que a Lil le hubiera gustado, pero ese tipo de pensamientos no pueden ayudarlo a uno a querer a un niño. No era afectuosa en realidad. No como Beryl. Pero Sally ya tenía diez años cuando llegó Beryl y me imagino que fue duro para ella después de haber sido la única durante tanto tiempo. Pero nunca hicimos ninguna diferencia. Siempre tuvieron lo mismo, lecciones de piano y todo lo demás. Y ahora esto. La policía vino después que murió. No estaban de uniforme ni nada por el estilo, pero uno podía ver quiénes eran. Todo el mundo se enteró. Preguntaron quién era el hombre pero, claro, no podíamos decirlo.
—¿El hombre que la mató? —Deborah parecía no creerlo.
—Oh no. El padre del bebé. Supongo que pensaban que podía haberlo hecho. Pero no pudimos decirles nada.
—Supongo que les hicieron muchas preguntas acerca de dónde estuvieron por la noche.
Por primera vez la señora Proctor pareció darse cuenta de sus lágrimas. Tanteó en su bolso y se las secó. El interés por su historia parecía haber calmado cualquier dolor a que se hubiese entregado. Felix pensó que no era probable que llorara por Sally. ¿Era el recuerdo reavivado de Lil, de George y de la criatura indefensa que dejaron tras ellos lo que había causado esas lágrimas, o era sólo el cansancio y un sentimiento de fracaso? Casi como si intuyera su pregunta dijo:
—No sé por qué estoy llorando. Llorar no hace que vuelvan los muertos. Supongo que fue el servicio. Tuvimos ese himno para Lil,
El Señor es mi pastor
. No parece adecuado para ninguna de las dos en realidad. Me estaba preguntando por la policía. Supongo que ustedes también han tenido su ración de ellos. Claro que vinieron a nosotros. Les dije que yo estaba en casa con Beryl. Nos preguntaron si fuimos a la kermés en Chadfleet. Les dije que no sabíamos nada de ella. No es que hubiéramos ido. Nunca veíamos a Sally y no queríamos ir a curiosear donde trabajaba. Recordaba muy bien el día. En realidad fue gracioso. La señorita Liddell llamó por la mañana para hablar con el señor Proctor, lo que no había hecho desde que Sally consiguió su nuevo trabajo. Beryl contestó el teléfono y la hizo sentirse muy rara. Pensó que algo tenía que haberle pasado a Sally para que llamara la señorita Liddell. Pero era sólo para decir que a Sally le iba muy bien. Pero fue raro. Sabía que no queríamos enterarnos.
También le debió haber parecido extraño a Deborah, porque preguntó:
—¿La señorita Liddell les había llamado antes para decirles cómo le iba a Sally?
—No. No desde que Sally fue a Martingale. Nos llamó para contarnos eso. Por lo menos creo que lo hizo. Tal vez le escribió al señor Proctor, pero no puedo estar segura. Supongo que pensó que deberíamos saber que Sally dejaba el Hogar, como el señor Proctor es su tutor. Al menos lo era, pero desde que cumplió los veintiuno y es independiente no es cosa nuestra adónde va. Nunca nos quiso, a ninguno de nosotros, ni siquiera a Beryl. Pensé que era mejor ir hoy porque parece raro si no hay nadie de la familia, diga lo que diga el señor Proctor. Pero en realidad tenía razón. No se puede ayudar a los muertos por el hecho de estar allí y sólo le hace sentir mal a uno. Toda esa gente, además. Deberían tener algo mejor que hacer.
—¿Así que el señor Proctor no había visto a Sally desde que dejó la casa de ustedes? —insistió Deborah.
—Oh, no. No hubiera tenido ningún sentido, ¿verdad?
—Me imagino que la policía le preguntó dónde estuvo la noche en que murió. Siempre lo hacen. Claro que no es más que una formalidad.
Si Deborah había tenido miedo de ofenderla fue una preocupación innecesaria.
—Es curioso cómo insisten. Usted se hubiera imaginado que nosotros sabíamos algo del asunto por la forma en que hablaban. Haciendo preguntas sobre la vida de Sally y si tenía expectativas y quiénes eran sus amigos. Cualquiera creería que era alguien importante. Hicieron venir a Beryl para preguntarle sobre la llamada de la señorita Liddell. Hasta le preguntaron al señor Proctor qué hizo la noche en que murió Sally. No es que fuéramos a olvidar esa noche. Fue cuando tuvo su accidente con la bicicleta. No volvió hasta las doce, y la verdad es que estaba en mal estado con su labio todo hinchado y la bicicleta torcida. Además perdió su reloj y eso fue un disgusto porque su padre se lo había dejado y era de oro puro. Muy valioso, siempre nos decían. No nos vamos a olvidar en seguida de esa noche, se lo digo.
La señora Proctor ya se había recuperado completamente de los efectos emocionales del entierro y estaba charlando con la avidez de quien está más acostumbrado a escuchar que a conseguir que lo escuchen. Deborah no estaba teniendo cuidado al conducir. Sus manos se apoyaban suavemente en el volante y sus ojos azules contemplaban fijamente el camino, pero Felix no dudaba que tenía su mente en otras cosas. Emitió sonidos de comprensión en respuesta a la historia de la señora Proctor:
—¡Qué impresión espantosa para ustedes dos! Debió haber estado terriblemente preocupada cuando se le hacía tan tarde. ¿Cómo ocurrió?
—Se cayó al pie de una colina en alguna parte por el lado de Finchworthy. No sé exactamente dónde. Estaba bajando rápido y alguien había dejado vidrios rotos en el camino. Naturalmente, le desgarraron la rueda de adelante y perdió el control, fue a parar a una zanja. Se podría haber matado, como le dije, o quedar malherido y en ese caso Dios sabe qué hubiera pasado porque esos caminos son muy solitarios. Uno podría quedar tirado horas sin que pase nadie. Al señor Proctor no le gusta andar en bicicleta por caminos de mucho tránsito y no me extraña. No hay paz sino se anda solo.
—¿Le gusta andar en bicicleta? —preguntó Deborah.
—Loco por la bicicleta. Desde siempre. Claro que ahora no se dedica a entrenarse. No desde la guerra y la bomba. De joven sí. Pero todavía le gusta andar por ahí, generalmente los sábados por la tarde casi no lo vemos.
Había un matiz de alivio en la voz de la señora Proctor que ninguno de sus oyentes dejó de percibir. Una bicicleta y un accidente pueden ser una coartada útil, pensó Felix, pero no puede ser un verdadero sospechoso si estaba de vuelta a las doce. Le llevaría por lo menos una hora volver de Martingale, aunque el accidente hubiese sido simulado y hubiese podido usar la bicicleta todo el camino. También resultaba difícil imaginar un motivo adecuado ya que, obviamente, Proctor no había encontrado razón alguna para asesinar a su sobrina antes de su admisión en el St. Mary y, aparentemente, no había estado en contacto con ella desde entonces. La mente de Felix jugó con la posibilidad de una futura herencia para Sally que, a su muerte, correspondería oportunamente a Beryl Proctor. Pero en el fondo de su corazón sabía que no estaba buscando al asesino de Sally Jupp sino a alguien con motivo y oportunidad suficientes como para distraer la investigación policial de otros sospechosos más probables. Parecía una esperanza lejana en lo que a los Proctor se refería, pero era evidente que Deborah había decidido que algo se podía obtener de ellos. El factor tiempo aparentemente también la estaba preocupando.
—¿Esperó levantada a su esposo, señora Proctor? Ya debía estar bastante desesperada a medianoche a menos que habitualmente vuelva tarde.
—Bueno, por lo general llegaba un poco tarde y decía siempre que no le esperara levantada, así que no lo hice. La mayoría de los sábados voy al cine con Beryl. Tenemos la televisión, claro, y a veces nos quedamos viéndola, pero salir de casa una vez a la semana es un cambio.
—¿Así que estaba en cama cuando volvió su esposo? —insistió suavemente Deborah.
—Tenía su propia llave, naturalmente, así que no tenía sentido quedarme levantada. Si hubiese sabido que iba a tardar tanto habría sido diferente. Generalmente subo a acostarme a las diez cuando el señor Proctor ha salido. Cierto es que los domingos por la mañana no hay el mismo apuro, pero nunca fui persona de trasnochar. Eso es lo que le expliqué a la policía, «Nunca fui persona de trasnochar», dije. Estaban preguntando por el accidente del señor Proctor también. El inspector estuvo muy comprensivo. «No volvió a casa hasta cerca de la medianoche», les dije. Pudieron ver que había sido una noche inquieta sin que a Sally la mataran así.
—Supongo que el señor Proctor la despertó cuando llegó. La debe haber preocupado mucho verlo en esas condiciones.
—¡Oh, claro que sí! Lo oí en el cuarto de baño y cuando lo llamé vino a verme. Tenía la cara hecha un espanto, un color verde horrible veteado de sangre, y temblaba de arriba abajo. No sé cómo llegó hasta la casa. Me levanté a prepararle una taza de té mientras se bañaba. Recuerdo qué hora era porque me llamó desde arriba para preguntármela. Había perdido el reloj, me comprende, después del accidente, y sólo teníamos el relojito de la cocina y el que está en el salón. Ese decía diez minutos pasada la medianoche y el de la cocina decía lo mismo. Le digo que fue un golpe para mí. Deben haber sido las doce y media para cuando estuvimos de nuevo en cama y no pensé que pudiera levantarse a la mañana siguiente. Pero lo hizo, lo mismo que siempre. Baja primero y hace el té. Cree que nadie puede prepararlo como él. El golpe aún lo tiene mal. Es por eso que no fue a la encuesta. Y encima la policía llega esa mañana para decirnos lo de Sally. No nos vamos a olvidar pronto de esa noche.
A
HORA habían llegado a Canningbury y hubo una larga espera en los semáforos que regulan la marejada de tráfico que se encuentra en la intersección de la carretera con Broadway. Obviamente, era una tarde de compras populares en este suburbio superpoblado del este de Londres. Las aceras estaban rebosantes de amas de casa que, cada tanto, como impulsadas por algún instinto primario, fluían con exasperante lentitud a través de la senda del tráfico. Los negocios a ambos lados de la carretera habían sido alguna vez una hilera de casas, y sus magníficas vidrieras y fachadas contrastaban incongruentemente con los modestos techados y ventanas de más arriba. El edificio del Ayuntamiento, que daba la impresión de haber sido concebido por una comisión de retardados en un exceso de alcohol y orgullo cívico, se erguía en un aislamiento espléndido entre dos solares bombardeados en los que sólo ahora comenzaba la reconstrucción.