Cerrando sus ojos contra el calor y el ruido, Felix se recordó a sí mismo severamente que Canningbury era uno de los suburbios más progresistas con un historial envidiable de buenos servicios públicos, y que no todo el mundo quería vivir en una tranquila casa de estilo georgiano en Greenwich donde llegaban del río los dedos blancos de bruma y sólo los amigos más persistentes encontraban el camino hasta su puerta. Se alegró cuando cambiaron las luces del semáforo y, bajo la guía de la señora Proctor, avanzaron en una serie de suaves sacudidas y doblaron a la izquierda saliendo de la carretera principal. Aquí se encontraba la resaca del centro comercial, las mujeres que van de regreso a sus casas con la canastas cargadas, las pocas tiendas de vestidos y peluquerías más pequeñas con nombres pseudo franceses sobre las ventanas modificadas de los salones. Después de unos pocos minutos doblaron de nuevo por una calle tranquila, donde una hilera de casas idénticas se extendía hasta donde alcanzaba la vista. Pese a que eran idénticas en cuanto a estructura, sin embargo su aspecto difería mucho porque casi ninguno de los pequeños jardines del frente eran iguales. Todos estaban esmeradamente cultivados y cuidados. Algunos de sus dueños habían manifestado su personalidad con araucarias, afectados enanos de piedra pescando en pilas o jardines de roca espurios, pero la mayoría se habían contentado con crear una pequeña muestra de color y fragancia que humillaba la aburrida insignificancia de la casa que tenía detrás. Las cortinas mostraban señales de una elección cuidadosa si bien equivocada y de un lavado frecuente, y estaban complementadas con medias cortinas de encaje o tul drapeadas que se veían cuidadosamente corridas contra la curiosidad de un mundo vulgar. Windermere Crescent tenía el aire respetable de una calle que está un grado por encima de sus vecinas y cuyos habitantes están decididos a mantener esa superioridad.
Éste, entonces, había sido el hogar de Sally Jupp, de cuyo nivel había descendido tan lamentablemente. El coche se arrimó al bordillo frente a la entrada del número diecisiete y la señora Proctor apretó contra su pecho el bolso negro informe y empezó a tantear la puerta.
—Permítame —dijo Deborah, y se inclinó sobre ella para quitar el seguro.
La señora Proctor logró salir y comenzó su copioso agradecimiento que Deborah interrumpió:
—Por favor no. Nos encantó venir. Me pregunto si podría molestarla por un vaso de agua antes de que nos vayamos. Es una tontería, ya lo sé, pero conducir da tanta sed con este calor. En serio, nada más que agua. Casi nunca bebo otra cosa.
«¡Que no lo haces, por Dios!», pensó Felix mientras las dos mujeres entraban en la casa.
Se preguntó qué se proponía Deborah ahora, con la esperanza de que la espera no fuera muy larga. A la señora Proctor no le había quedado otra alternativa que invitar a su benefactora a entrar en la casa. Difícilmente podría haber traído un vaso de agua hasta el coche. Sin embargo, Felix estaba seguro de que no había recibido con agrado la intrusión. Había echado una mirada inquieta calle arriba antes de que entraran, y él supuso que se estaba haciendo peligrosamente tarde y deseaba con desesperación que el coche partiera antes de que su esposo regresara. Algo de la ansiedad que demostró cuando se encontraron con ella en el cementerio había vuelto. Sintió un repentino acceso de irritación hacia Deborah. Era improbable que el ejercicio resultara útil y era una vergüenza preocupar a esa patética mujercita.
Deborah, insensible a tan sutil refinamiento era introducida en salón. Una chica en edad escolar estaba colocando su música en el piano, evidentemente preparándose para practicar, pero fue despedida de prisa con una rápida indicación: «Trae un vaso de agua, querida», dicho en el tono falsamente alegre que usan a menudo los padres en presencia de extraños. La niña se fue sin muchas ganas, pensó Deborah, y no sin antes mirarla larga y deliberadamente. Era una criatura notablemente fea, pero el parecido con su prima muerta era inconfundible. La señora Proctor no la había presentado y Deborah se preguntó si esto era un olvido debido al nerviosismo o un deseo deliberado de que la niña permaneciera ignorante de las actividades de su madre durante esa tarde. En ese caso, presumiblemente se urdiría alguna historia para explicar la visita, pese a que la señora Proctor no la había impresionado como poseyendo demasiada inventiva.
Se sentaron en sillones enfrentados, cada uno con su funda bordada que mostraba una mujer de miriñaque y toca recogiendo malvas, y almohadones rechonchos e inmaculados. Era obviamente la mejor habitación, usada sólo para recibir o para la práctica de piano. Tenía un ligero olor a humedad, amalgama de cera, muebles nuevos y ventanas pocas veces abiertas. Sobre el piano había dos fotografías de niñas pequeñas, en traje de ballet, sus cuerpos sin gracia torcidos en poses forzadas y angulosas y sus caras endurecidas en sonrisas decididas bajo las guirnaldas de rosas artificiales. Una de ellas era la niña que acababa de dejar la habitación. La otra era Sally. Era extraño cómo, aun a esa edad, el mismo colorido de familia y una estructura ósea similar pudieron haber producido una distinción natural en una y en la otra una marcada fealdad que prometía poco para el futuro. La señora Proctor notó la dirección de su mirada.
—Sí —dijo—, hicimos todo por ella. Todo. Nunca se hizo ninguna diferencia. Tuvo lecciones de piano también, igual que Beryl, aunque nunca tuvo la misma aptitud que Beryl. Pero siempre las tratamos del mismo modo. Es algo espantoso que todo haya terminado así. La otra foto es la de conjunto que nos sacamos después del bautismo de Beryl. Ahí estamos yo y el señor Proctor con el bebé y Sally. Era una ricura entonces, lástima que no haya durado.
Deborah se acercó a la foto. El grupo había sido colocado rígidamente en pose en pesadas sillas talladas y contra un fondo preparado, de cortinas drapeadas, que hacía que la foto pareciera más vieja de lo que era. La señora Proctor, más joven y rolliza, sostenía sin gracia a su hija y parecía incómoda con su ropa nueva.
Sally parecía enfurruñada. El marido estaba colocado detrás de ellas, sus manos enguantadas apoyadas en manifestación de propiedad sobre los respaldos de sus sillas. Había algo artificial en su postura, pero su cara no delataba nada. Deborah lo miró cuidadosamente. Tenía la seguridad de haber visto esa cara antes en alguna parte, pero el reconocimiento era tenue y poco satisfactorio. Era, después de todo, una cara que no tenía nada de notable y la fotografía tenía más de diez años. Le había dicho muy poco y casi no sabía qué más había esperado sacar de ella.
Beryl Proctor volvió con el vaso de agua, uno de los mejores vasos en una pequeña bandeja de
papier mâché
. No hubo presentaciones y Deborah tuvo conciencia, mientras bebía, de que ambas querían que se fuera. De repente ella misma no deseó otra cosa que estar fuera de la casa y libre de ellas. Su venida había respondido a un impulso incomprensible. Había sido inducido en parte por el aburrimiento, en parte por la esperanza y en muy gran medida por la curiosidad. Sally muerta se había tornado más interesante que Sally viva, y había querido ver de qué clase de hogar había sido rechazada Sally. Esa curiosidad parecía ahora presunción y su entrada a la casa una intrusión que no quería prolongar. Dijo sus «hasta pronto» y se reunió con Felix. El tomó el volante y no hablaron hasta que dejaron atrás la ciudad y el coche se estaba sacudiendo de encima los tentáculos del suburbio y ascendiendo al campo.
—Y bien —dijo por fin Felix—, ¿valió la pena el ejercicio detectivesco? ¿Estás segura de que quieres proseguirlo?
—¿Por qué no?
—Porque podrías encontrar hechos que preferirías no conocer.
—¿Tales como que en mi familia hay un asesino?
—No dije eso.
—Has estado solícitamente cuidadoso de no decirlo, pero yo preferiría la sinceridad al tacto. Eso es lo que crees, ¿no es cierto?
—Hablando yo mismo como asesino, admito que es una posibilidad.
—Estás pensando en la Resistencia. Eso no era asesinato. No mataste mujeres.
—Maté a dos. Admito que fue con disparos, no por estrangulación, y en ese momento me pareció conveniente.
—Esta muerte ciertamente fue conveniente, para alguien —dijo Deborah.
—¿Entonces por qué no dejárselo a la policía? Su dificultad mayor va a ser conseguir pruebas suficientes como para justificar una acusación. Si comenzamos a interferir quizá sólo les proporcionemos las pruebas que quieren. El caso está completamente abierto. Stephen y yo entramos por la ventana de Sally. También pudo haberlo hecho casi cualquiera. La mayoría de la gente del pueblo debe haber sabido dónde se guardaba la escalera. La evidencia de esa puerta cerrada es incontrovertible. Como quiera que sea que entró el asesino, no salió por la puerta. Lo único que relaciona este crimen con Martingale es el Sommeil y ambos no tienen por qué estar relacionados. Aunque lo estuvieran, otra gente tenía acceso al producto.
—¿No estás confiando demasiado en la coincidencia? —preguntó Deborah fríamente.
—Todos los días ocurren coincidencias. Un jurado promedio podrá recordar media docena de casos de su propia experiencia. Hasta ahora la interpretación más probable de los hechos es que alguien que Sally conocía entró por su ventana y la mató. Puede o no haber usado la escalera. Hay rayaduras en la pared como si se hubiera deslizado por el caño de la chimenea y perdido asidero cuando casi había llegado al suelo. La policía las debe haber visto, pero no sé cómo pueden probar cuándo fueron hechas. Sally puede haber hecho entrar visitantes por esa vía en ocasiones anteriores.
—Parece algo extraño de decir pero, por algún motivo, no puedo creerlo. No va con ella. Me gustaría creerlo por el bien de todos nosotros, pero no puedo. Sally nunca me gustó, pero no creo que fuera promiscua. No quiero la seguridad al precio de manchar más aún la reputación de la pobre diabla ahora que no está aquí para defenderse.
—Creo que tienes razón acerca de ella —dijo Felix—. Pero no te aconsejo que le hagas al inspector el regalo de tu opinión. Déjalo que haga su propia evaluación psicológica de Sally. Todo el caso puede quedar en la nada si mantenemos nuestras cabezas frías y nuestras bocas cerradas. El Sommeil es el peligro mayor. El ocultamiento del frasco hace que las dos cosas parezcan relacionadas. Aun así, la droga fue puesta en tu taza de beber. Cualquiera podría haberla puesto allí.
—Hasta yo.
—Hasta tú. Lo podría haber puesto Sally. Pudo haber cogido la taza para fastidiarte. Creo que lo hizo. Pero puede haber echado la droga en su chocolate por una razón tan poco siniestra como el deseo de pasar una buena noche. No era una dosis letal.
—En cuyo caso, ¿por qué fue escondido el frasco?
—Digamos que fue escondido o por alguien que erróneamente pensó que la droga y el asesinato estaban relacionados y quería ocultar ese hecho, o por alguien que sabía que no lo estaban, pero que quería implicar a la familia. Como tu estaca señalaba el escondite, podemos asumir que tal persona deseaba implicarte a ti específicamente. Ahí tienes una idea agradable para trabajar.
Ahora estaban alcanzando la cima de la colina que dominaba Little Chadfleet. Abajo se extendía el pueblo y tuvieron una vista fugaz de las altas chimeneas grises de Martingale por encima de los árboles. Con el regreso a casa, la opresión y temor que el viaje había aliviado sólo en parte los envolvió, como una nube negra.
—Si nunca resuelven este crimen —dijo Deborah— ¿puedes realmente imaginarnos viviendo tranquilamente en Martingale? ¿Nunca sientes que debes conocer la verdad? Sinceramente ¿nunca te convences de que lo hizo Stephen, o yo?
—¿Tú? No con esas manos y uñas. ¿No te diste cuenta de que se empleó mucha fuerza y de que su cuello estaba magullado pero no arañado? Stephen es una posibilidad. También lo son Catherine y tu madre y Martha. También yo. La abundancia de sospechosos es nuestra mayor protección. Deja que Dalgliesh haga su elección. En cuanto a no seguir viviendo en Martingale con un crimen sin resolver sobre vuestras cabezas me imagino que la casa ha visto ya su cuota de violencia en los últimos trescientos años. No todos tus antepasados vivieron vidas tan bien regladas, aunque hayan muerto asistidos por la Iglesia. Dentro de doscientos años, la muerte de Sally Jupp será una de las leyendas que se contarán en el día de todos los santos para asustar a tus bisnietos. Y si realmente no puedes soportar a Martingale siempre estará Greenwich. No voy a aburrirte con eso de nuevo, pero sabes lo que siento.
Su voz carecía casi de expresión. Sus manos se apoyaban suavemente en el volante y sus ojos aún miraban el camino que tenían por delante con una concentración natural y distendida. Debió saber lo que ella estaba pensando porque dijo:
—No dejes que te preocupe. Complicaré las cosas lo menos que pueda. Es sólo que no quiero que ninguno de esos tipos musculosos con los que andas malentiendan mi interés.
—¿Me querrías, Felix, si estuviera huyendo?
—¿No es eso ser melodramática? ¿Qué otra cosa hemos estado haciendo la mayoría de nosotros estos últimos diez años? Pero si quieres el matrimonio para escaparte de Martingale todavía puede ser que ese sacrificio sea innecesario. Cuando dejábamos Canningbury nos cruzamos con Dalgliesh y uno de sus esbirros que entraban. Mi suposición es que estaban en camino a la misma diligencia. Tu instinto acerca de Proctor puede no haber sido tan erróneo después de todo.
Dejaron el coche en el garaje en silencio y entraron a la frescura del vestíbulo. Catherine Bowers estaba subiendo la escalera. Llevaba una bandeja cubierta con un lienzo y el delantal blanco de nailon que usaba habitualmente cuando hacía de enfermera para Simon Maxie parecía fresco, eficiente y no le sentaba mal. Nunca resultaba agradable ver a otra persona cumplir competente y públicamente tareas que la conciencia sugiere que son las de uno, y Deborah era lo suficientemente honrada como para reconocer el motivo de su repentino acceso de irritación. Trató de ocultarlo con un desacostumbrado estallido de confianza:
—¿No fue espantoso el entierro, Catherine? Lamento muchísimo que Felix y yo nos hayamos escapado así. Llevamos a la señora Proctor a su casa. Tuve un súbito impulso de cargarle el asesinato al tío malvado.
Eso no impresionó a Catherine.
—Le pregunté al inspector por el tío la segunda vez que me interrogó. Dijo que la policía está convencida de que el señor Proctor no pudo haber matado a Sally. No explicó por qué. Yo le dejaría el trabajo a él. Dios sabe que hay suficiente trabajo que hacer aquí.