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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (23 page)

—Bueno, a los jóvenes de hoy no parece preocuparles tanto como me enseñaron a mí.

—No es que pequen menos, sino que se toman sus pecados más a la ligera. Pero no tenemos ninguna prueba de que ése sea el caso de la señorita Bowers. Es fácil que lo que ocurrió la haya afectado mucho. No me impresiona como una persona poco convencional, está muy enamorada y no se destaca por su habilidad para ocultarlo. Pienso que está desesperadamente ansiosa por casarse con el doctor Maxie y, a fin de cuentas, sus probabilidades han aumentado a partir del sábado por la noche. Estaba presente durante la escena en el salón. Era consciente de lo que podía perder.

—¿Piensa que el asunto todavía sigue, señor?

El sargento Martín nunca conseguía ser más explícito respecto de estos pecados de la carne. Había visto y oído lo suficiente en treinta años de labor policial como para haber destrozado las ilusiones de la mayoría de los hombres, sin embargo era de un carácter duro pero bondadoso y nunca podía creer que los hombres fuesen tan malos o tan débiles como lo demostraban conscientemente las evidencias.

—Me parecería muy poco probable. Es factible que, ese fin de semana, haya sido su única excursión por la pasión. Quizá no fue particularmente exitosa. Tal vez fue, como usted tan poco generosamente sugiere, una mera fruslería. Pese a todo es una complicación. El amor, esa clase de amor, siempre es una complicación. Catherine Bowers es el tipo de mujer que le dice a su hombre que hará cualquier cosa por él, y a veces lo hace.

—Sin embargo, ¿podría haber sabido acerca de los comprimidos, señor?

—Nadie admite habérselo dicho y creo que decía la verdad cuando expresó que no sabía nada. Sally Jupp pudo habérselo dicho pero no se trataban demasiado, en realidad no se trataban para nada, por lo que veo, y parece improbable. Pero eso no prueba nada. La señorita Bowers debe haber sabido que había pastillas para dormir de alguna clase en la casa y dónde era probable que las guardaran, y lo mismo puede decirse del señor Hearne.

—Parece raro que pueda quedarse por aquí.

—Eso probablemente significa que cree que uno de los de la familia lo hizo y quiere estar cerca para evitar que pensemos lo mismo. Puede saber realmente quién lo hizo. Si es así, no es probable que se le escape, me temo. Hice que Robson lo investigara también. Su informe, quitándole la jerga psicológica sobre todos los que entrevistó, es en buena medida lo que yo esperaba. Aquí está. Todos los detalles acerca de Felix Georges Mortimer Hearne. Tiene un muy buen historial de guerra, claro. Dios sabe cómo lo hizo o qué le hizo a él. A partir de 1945 parece haber revoloteado por ahí escribiendo un poco y sin hacer mucho más. Es socio en Hearne & Illingworth, la editorial. Su bisabuelo era el viejo Mortimer Hearne que fundó la firma. Su padre se casó con una francesa,
mademoiselle
Annette D’Apprius, en 1919. El matrimonio aportó más dinero a la familia. Felix nació en 1921. Se educó en los colegios habituales y caros. Conoció a la señora Riscoe a través de su esposo que estaba en su mismo colegio, aunque era bastante menor, y por lo que pudo averiguar Robson, nunca vio a Sally Jupp hasta que la conoció en esta casa. Tiene una casita muy agradable en Greenwich, fiel a su tipo como ve, y un ex ordenanza del ejército a su servicio. Los rumores dicen que él y la señora Riscoe son amantes, pero no hay pruebas, y Robson dice que por el lado de su criado no se podría averiguar nada. Dudo que haya algo que averiguar. Es seguro que la señora Riscoe mentía cuando dijo que pasaron juntos toda la noche del sábado. Supongo que Felix Hearne pudo haber asesinado a Sally Jupp para evitarle una vergüenza a la señora Riscoe, pero un jurado no lo creería y yo tampoco.

—¿No hay ninguna mención de que tuviera la droga en su poder?

—Ninguna en absoluto. No creo que haya muchas dudas de que la droga usada para narcotizar a Sally Jupp vino del frasco que se sacó del botiquín del señor Maxie. Sin embargo, hay otros que también la tuvieron. El frasco de Martingale pudo haber sido escondido de esa forma melodramática como una pantalla. Según el doctor Epps, le recetó Sommeil al señor Maxie, a sir Reynold Price y a la señorita Pollack del St. Mary. Ninguno de estos insomnes puede dar cuenta de la dosis correcta. No me sorprende. La gente es muy descuidada con las medicinas. ¿Dónde está ese informe? Sí, aquí estamos. Del señor Maxie ya sabemos todo. Sir Reynold Price. Su Sommeil fue recetado en enero de este año y despachado por Goodliffes de la City el catorce de enero. Tenía veintitrés comprimidos de doscientos miligramos, y dice que tomó alrededor de la mitad y se olvidó del resto. Aparentemente su insomnio se curó pronto. El sentido común indicaría que era de él el frasco con nueve comprimidos que estaba en su abrigo y encontró el doctor Epps. Sir Reynold está dispuesto a reconocerlos como suyos sin poder recordar habérselos echado al bolsillo. No es un sitio muy común donde guardar pastillas para dormir, pero a veces pasa la noche fuera de casa y dice que probablemente las cogió apurado. Lo sabemos todo acerca de sir Reynold Price, nuestro hombre de negocios y granjero local, con pérdidas calculadas en esa segunda actividad para compensar sus ganancias en la primera. Echa pestes sobre lo que él llama la profanación de Chardfleet New Town desde un seudocastillo victoriano tan feo que me sorprende que nadie haya formado un fideicomiso para preservarlo. Sir Reynold sin duda es un filisteo pero, creo yo, no un asesino. No cabe duda de que no tiene ninguna coartada para el sábado pasado por la noche y todo lo que sabemos por su personal es que dejó su casa alrededor de las diez y no volvió hasta el domingo por la mañana temprano. Sir Reynold se siente tan culpable y turbado por esta ausencia, está tratando de un modo tan patente de conservar una reticencia caballeresca, que creo que podemos suponer que hay de por medio una «mujercita». Cuando realmente lo presionemos y comprenda que hay en juego una acusación de asesinato, creo que tendremos el nombre de la dama. Estas excursiones de una sola noche son bastante habituales en él y no creo que tuvieran nada que ver con Jupp. Difícilmente se pondría en evidencia llevando su Daimler en una visita subrepticia a Martingale.

»Sabemos acerca de la señorita Pollack. Parece haber considerado las pastillas como debería un cocainómano considerar la cocaína pero muy pocas veces lo hace. Luchó mucho tiempo con los males gemelos de la tentación y el insomnio y terminó tratando de tirar el Sommeil por el inodoro. La señorita Liddell la disuade y las devuelve al doctor Epps. El doctor Epps, de acuerdo nuevamente con Robson, piensa que se las pueden haber devuelto, pero no está seguro. No había suficiente cantidad como para constituir una dosis realmente peligrosa, y tenían su etiqueta. Horriblemente descuidado por parte de alguien, pero después de todo la gente es descuidada. Y el Sommeil, claro, no está en el D.D.A.
[2]
. Además, sólo se necesitaron tres comprimidos para narcotizar a Sally Jupp, y el sentido común indicaría que provenían del frasco de Martingale.

—Lo que nos lleva de vuelta a los Maxie y sus invitados.

—Naturalmente. Y no es un crimen tan estúpido como parece. A menos que podamos encontrar esas pastillas y alguna prueba de que uno de los Maxie las administró, no hay esperanza de conseguir una condena. Es fácil ver cómo sería la cosa. Sally Jupp sabía acerca de las pastillas. Las pudo haber tomado ella misma. Fueron puestas en la taza de la señora Riscoe. No hay pruebas de que estaban destinadas a Sally Jupp. Cualquiera pudo haber entrado en la casa durante la kermés y quedarse al acecho de la chica. Ningún motivo adecuado. Otros tenían acceso al Sommeil. Por lo que sé hasta el momento, él podría tener razón.

—Pero si el asesino hubiese usado más pastillas y matado a la chica de esa manera, entonces podría no haber habido sospecha de asesinato.

—No podría hacerse. Esos barbitúricos son de una acción muy lenta si se quiere matar. La chica podría haber estado en coma durante días y luego recuperarse. Cualquier médico lo sabría. Por otra parte, sería difícil asfixiar a una chica joven y sana, o hasta entrar en su habitación inadvertido, a menos que estuviese narcotizada. La combinación era arriesgada para el asesino, pero no tanto como uno de los métodos por sí solo. Además, dudo que alguien pudiese tragarse una dosis fatal sin sospechar algo. El Sommeil se supone que es menos amargo que la mayoría de estas píldoras para dormir, pero no carece de sabor. Es por eso, probablemente, que Sally Jupp dejó la mayor parte de su chocolate. Difícilmente pudo haberse sentido soñolienta habiendo tomado una dosis tan pequeña, y sin embargo murió sin luchar. Eso es lo curioso. Quienquiera que entró en ese dormitorio debió haber sido aguardado por Jupp o al menos no temido. Y si eso fuera así, ¿por qué narcotizarla? Puede no haber conexión, pero realmente es demasiada casualidad que alguien colocara en su bebida una dosis peligrosa de barbitúrico la misma noche en que alguien más decide estrangularla. Además, está la extraña distribución de las huellas dactilares. Alguien bajó por ese caño de la chimenea, pero las únicas huellas son las de la misma Jupp y posiblemente no sean recientes. La lata de chocolate apareció vacía en el cubo de basura y sin su forro de papel. La lata tenía las huellas de Jupp y Bultitaft. La cerradura del dormitorio sólo tiene una huella de Jupp, aunque está muy emborronada. Hearne dice que protegió la cerradura con su pañuelo cuando abrió la puerta lo que, dadas las circunstancias, muestra cierta presencia de ánimo. Quizá demasiada presencia de ánimo. De todas esas personas, Hearne es el que menos probablemente perdería la cabeza o pasaría por alto cualquier punto esencial.

—Algo le había alterado bastante para el momento del interrogatorio.

—En efecto, sargento. Yo podría haber reaccionado de un modo más positivo ante su comportamiento ofensivo si no hubiera sabido que no era más que miedo. A algunos les afecta así. El pobre diablo casi daba lástima. Viniendo de él, fue una exhibición sorprendente. Hasta Proctor se comportó mejor y Dios sabe que estaba bastante asustado.

—Sabemos que Proctor no pudo haberlo hecho.

—Presumiblemente también Proctor lo sabe. Sin embargo, mentía sobre unas cuantas cosas y cuando llegue el momento lo quebraremos. Creo que decía la verdad sobre esa llamada de teléfono, o al menos parte de la verdad. Tuvo mala suerte en que su hija atendiera la llamada. Si él hubiera contestado el teléfono, dudo que nos hubieran hablado de ella. Aún afirma que la llamada fue de la señorita Liddell, y Beryl Proctor confirma que quien llamó dio ese nombre. Primero Proctor nos dice a su mujer y a nosotros que simplemente le llamaba para darle noticias de Sally. Cuando le interrogamos de nuevo y le decimos que Liddell niega haber hecho esa llamada, aún persiste en que la llamada era de ella o de alguien que se hacía pasar por ella, pero admite que le dijo que Sally estaba comprometida con Stephen Maxie. Ése sí hubiese sido un motivo más razonable para la llamada que un informe general sobre cómo andaba su sobrina.

—Es interesante cuánta gente afirma haber sabido de este compromiso antes de que efectivamente tuviese lugar.

—O antes del momento en que Maxie admite que tuvo lugar. Aún insiste en que se le declaró como resultado de un impulso cuando se encontraron en el jardín a eso de las siete y cuarenta del sábado por la noche, y que nunca antes había pensado en pedirle que se casara con él. Eso no significa que ella no lo hubiese pensado. Hasta podría haberlo esperado. Pero con seguridad era buscarse problemas difundir las buenas noticias por adelantado. ¿Y qué motivo posible tenía para decírselo a su tío como no fuera un deseo comprensible de regocijarse de él o desconcertarlo? Y aun así, ¿por qué simular ser la señorita Liddell?

—¿Entonces está convencido de que Sally Jupp hizo esa llamada, señor?

—Bueno… ¿se nos ha dicho, no es cierto, qué buena imitadora era? Creo que podemos tener la certeza de que Jupp hizo esa llamada y es importante que Proctor todavía no esté dispuesto a admitirlo. Otro misterio menor, que muy probablemente nunca aclararemos, es dónde pasó las horas Sally Jupp entre el momento en que acostó a su hijo el sábado por la noche y su aparición final en la escalera principal de Martingale. Nadie admite haberla visto.

—¿No es probable, por eso, que se quedara en su cuarto con Jimmy y luego bajara para buscar su última bebida de la noche cuando sabía que Martha se había acostado y no habría moros en la costa?

—Por cierto que es la explicación más probable. Difícilmente hubiera resultado bienvenida en el salón o en la cocina. Quizá quería estar sola. ¡Sabe Dios que debe haber tenido bastante en que pensar!

Permanecieron sentados en silencio por un momento. Dalgliesh reflexionó sobre la extraña diversidad de claves que le resultaban destacadas en el caso. Estaba la renuencia de Martha a extenderse sobre los defectos de Sally. Estaba el frasco de Sommeil enterrado apresuradamente en la tierra. Había una lata vacía de chocolate, una chica de pelo dorado riendo hacia Stephen Maxie mientras él recuperaba el globo de un chico enredado en un olmo de Martingale, una llamada telefónica anónima y una mano enguantada brevemente entrevista cuando cerraba la trampilla del henil de Bocock. Y en el corazón del misterio, la clave que podía aclarar todo, estaba la personalidad compleja de Sally Jupp.

Capítulo VIII
1

L
A lista del jueves por la mañana en el St. Luke había sido pesada y no fue hasta sentarse a almorzar que Stephen Maxie se acordó de Sally. Entonces, como siempre, el recuerdo cayó como un cuchillo, cortando el apetito, aislándolo del placer despreocupado y poco exigente de la vida de todos los días. La conversación en la mesa sonaba falsa; una andanada de trivialidades destinadas a encubrir la incomodidad de sus colegas ante su presencia. Los periódicos estaban demasiado cuidadosamente plegados para evitar que un titular fortuito llamara la atención sobre la presencia entre ellos de un sospechoso de asesinato. Lo incluían con mucho cuidado en su conversación. No demasiado, para que no pensara que le tenían lástima. No demasiado poco, para que no pensara que le evitaban. La carne en su plato era tan insulsa como el cartón. Hizo un esfuerzo y tragó unos pocos bocados más (no sería conveniente que el sospechoso rechazara la comida) y desdeñó ostentosamente el budín. Sentía la necesidad de acción. Si la policía no podía forzar el desenlace de este asunto, quizás él pudiese. Murmuró una disculpa y dejó a los residentes con sus especulaciones. ¿Y por qué no? ¿Era tan sorprendente que quisieran hacerle la pregunta crucial? Su madre, la mano sobre la suya en el teléfono, la cara devastada vuelta hacia él en desesperada indagación, había querido preguntarle lo mismo. Y él había contestado: «No necesitas preguntar. No tengo nada que ver. Lo juro».

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