—¿Qué ocurrió? —preguntó—. ¿Dónde está mi madre?
—Arriba, con el señor Maxie. Ahora pasa la mayor parte del día con él. Le dijimos que el inspector Dalgliesh estaba haciendo una visita de rutina. No hay necesidad de sumarle una preocupación más. Ni a Martha. Si Martha se asusta o decide irse habrá que hacer venir otra enfermera profesional y justo en este momento no podemos hacer frente a eso. Aunque pudiéramos encontrar una dispuesta a venir.
—¿No estás olvidando algo? —dijo Stephen bruscamente—. ¿Qué hay de Deborah? ¿Nos quedamos todos sentados esperando otra tentativa?
Le molestaba tanto la tranquila asunción de responsabilidades por parte de Felix en lo que concernía a los asuntos de familia, como el hecho de que alguien tuviera que hacerse cargo de esas cuestiones mientras el vástago de la familia anteponía sus responsabilidades profesionales a la atención de los suyos. Fue Dalgliesh quien contestó.
—Doctor, yo me estoy haciendo cargo de la seguridad de la señora Riscoe. ¿Quisiera por favor examinar su cuello y darme su parecer?
Stephen se volvió hacia él.
—Prefiero no hacerlo. El doctor Epps es nuestro médico de cabecera. ¿Por qué no hacerlo venir?
—Le estoy pidiendo que examine el cuello, no que lo trate. No es el momento de ceder a falsos escrúpulos profesionales. Haga lo que le digo, por favor.
Stephen nuevamente inclinó su cabeza. Un momento después se enderezó y dijo:
—Tomó el cuello con ambas manos justo por encima y por detrás de los omóplatos. Hay bastantes magulladuras, pero no hay rastros de arañazos ni huellas de pulgares. Podría haberla tomado con la base de los pulgares delante y los dedos detrás. Casi con seguridad la laringe está intacta. Pienso que las magulladuras desaparecerán en un día o dos. No hay ninguna lesión seria —agregó—. Al menos en cuanto a lo físico.
—En otras palabras —dijo Dalgliesh— ¿fue más bien un trabajo de aficionado?
—¡Si prefiere llamarlo así!
—Lo prefiero. ¿No le sugiere que este agresor conocía su trabajo bastante bien? ¿Que sabía dónde presionar y en qué medida sin causar daño? ¿Hemos de suponer que la persona que mató a la señorita Jupp con tanta pericia no pudo desempeñarse mejor esta vez? ¿Qué opina, señora Riscoe?
Deborah estaba abotonando su camisa. Se liberó de las manos posesivas de Catherine y volvió a atar el pañuelo de gasa alrededor de su cuello.
—Lamento que esté desilusionado, inspector. Quizá la próxima vez él tenga éxito. Para mi gusto parecía bastante experto, gracias.
—Debo decir que parece estar tomándolo con mucha tranquilidad —exclamó indignada Catherine—. Si la señora Riscoe no hubiese conseguido zafarse y gritar no estaría viva ahora. Obviamente la tomó lo mejor que pudo en la oscuridad, pero cuando ella gritó, se asustó. Y ésta puede no haber sido la primera tentativa. No olvide que el narcótico fue puesto en la taza de Deborah.
—No lo he olvidado, señorita Bowers. Tampoco que el frasco faltante se encontró bajo la estaca con su nombre. ¿Dónde estuvo anoche?
—Ayudando a atender al señor Maxie. La señora Maxie y yo pasamos toda la noche juntas, salvo cuando fuimos al baño. Ciertamente estuvimos juntas de la medianoche en adelante.
—Y el doctor Maxie estaba en Londres. Esta agresión ciertamente ocurrió en un momento muy conveniente para todos ustedes. ¿Pudo ver a este estrangulador misterioso, señora Riscoe? ¿O reconocerlo?
—No. No estaba profundamente dormida. Creo que tenía una pesadilla. Desperté cuando sentí el primer contacto de sus dedos con mi garganta. Pude sentir su aliento sobre mi cara pero no pude reconocerlo. Cuando grité y busqué el interruptor de la luz, escapó por la puerta. Encendí la luz y grité. Estaba aterrorizada. Ni siquiera era un miedo racional. De algún modo mi sueño y la agresión se habían fundido. No podía saber dónde terminaba un espanto y comenzaba el otro.
—Y sin embargo, cuando llegó la señora Bultitaft, usted no dijo nada.
—No quise asustarla. Todos sabemos que por ahí anda un estrangulador, pero tenemos que seguir adelante con nuestras cosas. Enterarse no le hubiera servido de nada.
—Eso muestra una encomiable preocupación por su tranquilidad de ánimo, pero no tanto por su seguridad. Debo felicitarlos a todos por su tranquilidad ante la presencia de este maníaco homicida. Porque evidentemente eso es lo que es. ¿Seguramente ustedes no están tratando de decirme que la señorita Jupp fue asesinada por error, que la confundieron con la señora Riscoe?
Por primera vez, Felix habló:
—No estamos tratando de decirle nada. A usted le corresponde informarnos a nosotros. Sólo sabemos lo que ocurrió. Estoy de acuerdo con la señorita Bowers en que la señora Riscoe está en peligro. Presumiblemente usted está en condiciones de ofrecerle la protección a la que tiene derecho.
Dalgliesh le miró.
—¿A qué hora llegó a la habitación de la señora Riscoe esta mañana?
—Medio minuto después que la señora Bultitaft, me imagino. Salté de la cama en cuanto la señora Riscoe gritó.
—¿Y ni usted ni la señora Bultitaft vieron al intruso?
—No. Supongo que para cuando dejamos nuestras habitaciones ya había bajado la escalera. Naturalmente no emprendí ningún tipo de búsqueda porque hasta esta tarde no se me informó acerca de lo que había pasado. He estado buscando desde entonces, pero no hay rastro de nadie.
—¿Tiene alguna idea de cómo entró esta persona, señora Riscoe?
—Pudo haber sido por una de las puertas ventana del salón. Anoche salimos al jardín y debemos haber olvidado cerrarla con llave. Martha dijo que esta mañana la encontró abierta.
—¿Al decir «salimos» se refiere a usted y al señor Hearne?
—Sí.
—¿Tenía puesta su bata para cuando su criada llegó a su habitación?
—Sí, acababa de ponérmela.
—¿Y la señora Bultitaft aceptó su historia de una pesadilla y sugirió que pasara el resto de la noche junto a la estufa eléctrica en la habitación de ella?
—Sí. Ella misma no quería volver a acostarse, pero la convencí. Primero tomarnos té junto a su estufa.
—De modo que, en resumidas cuentas, la cosa es así —dijo Dalgliesh—. Usted y el señor Hearne salen a dar un paseo nocturno por el jardín de una casa en la que recientemente se ha cometido un asesinato y dejan una puerta ventana abierta cuando regresan. Durante la noche, un hombre desconocido entra en su habitación e intenta torpemente estrangularla por un motivo que ni usted ni nadie pueden imaginarse y luego desaparece, sin dejar rastro. Su garganta está tan poco afectada que puede gritar lo suficientemente fuerte como para llamar la atención de la gente que duerme en habitaciones cercanas y sin embargo, cuando unos pocos minutos después llegan, se ha recuperado lo suficiente de su susto como para mentir sobre lo que ha ocurrido, una mentira que resulta más efectiva en la medida en que se ha tomado el trabajo de dejar la cama y ponerse la bata. Señora Riscoe, ¿a usted le parece que ése es un comportamiento racional?
—Claro que no —dijo Felix bruscamente—. Nada de lo que ha ocurrido en esta casa a partir del sábado pasado resulta racional. Pero ni siquiera usted puede suponer que la señora Riscoe intentó estrangularse. Ella misma no pudo haberse hecho esas magulladuras, y si no fue ella, ¿quién las hizo? ¿Piensa seriamente que un jurado no creería que los dos crímenes están vinculados?
—No creo que a un jurado se le pida que considere esa posibilidad —dijo Dalgliesh con tranquilidad—. Casi he terminado mi investigación de la muerte de la señorita Jupp. Es poco probable que lo que ocurrió anoche afecte mis conclusiones. Sí ha hecho una diferencia. Creo que es hora de que el asunto quede concluido y me propongo tomar un atajo. Si la señora Maxie no tiene ninguna objeción, me gustaría reunirme con todos ustedes en la casa esta noche a las ocho.
—¿Me necesitaba para algo, inspector?
Se volvieron hacia la puerta. Eleanor Maxie había entrado tan silenciosamente que sólo Dalgliesh la había visto. No esperó su respuesta sino que se acercó rápidamente a su hijo.
—Me alegra que estés aquí, Stephen. ¿Te llamó Deborah? Tenía la intención de hacerlo yo misma si él no mejoraba. Es difícil de decir, pero me parece que hay un cambio. ¿Podrías hacer venir al señor Hinks? Y a Charles, claro.
Era natural en ella, pensó Stephen, que pidiera por el sacerdote antes que por el médico.
—Yo mismo subiré antes —dijo—. Si es que el inspector me lo permite. Creo que no hay nada más de utilidad sobre lo que podamos hablar.
—No hasta las ocho, doctor.
Picado por su tono, Stephen quiso, y no por primera vez, señalarle que a los cirujanos se les llama «señor». El darse cuenta de la inutilidad de esta minucia pedante y de la necesidad de su madre lo salvó de cometer una tontería. Llevaba días sin pensar casi en su padre. Ahora había que compensar ese olvido. Por un segundo Dalgliesh y su investigación, todo el horror del asesinato de Sally, se desvanecieron frente a este requerimiento nuevo y más inmediato. En esto, al menos, podía actuar como un hijo.
Pero de repente allí estaba Martha en la puerta, cerrando el paso. De pie, pálida y temblorosa, abriendo y cerrando la boca sin emitir sonido. El hombre joven y alto detrás de ella pasó a su lado y entró en la habitación. Con una mirada espantada a su ama y un pequeño gesto tieso de su brazo con el que más que hacer entrar al joven lo dejaba en manos de los presentes, Martha dio un gemido animal y desapareció. El hombre la miró irse con aire divertido y se volvió hacia ellos. Era muy alto, más de un metro ochenta, y su pelo rubio y corto estaba descolorido por el sol. Vestía pantalones castaños de pana y una chaqueta de piel. Del cuello abierto surgía una garganta gruesa y tostada por el sol, que sostenía una cabeza que llamaba la atención por su vigor animal y su virilidad. Era de piernas y brazos largos, y sobre un hombro cargaba una mochila. En la mano derecha llevaba un bolso de avión, flamante, con sus alas doradas. En su enorme puño moreno parecía tan fuera de lugar como una chuchería de mujer. Junto a él, la gallardía de Stephen se transformaba en una elegancia vulgar, y todo el hastío e inutilidad que Felix había conocido durante quince años parecieron en un instante esculpidos en su rostro. Cuando habló, su voz, con la confianza que da la felicidad, no tenía traza alguna de timidez. Era una voz suave, con un tono ligeramente americano, y sin embargo no podía haber duda de que era inglesa.
—Parece que he perturbado un tanto a su criada. Lamento entrometerme así pero supongo que Sally nunca les habló de mí. Me llamo James Ritchie. Sin duda me está esperando. Soy su marido —se volvió hacia la señora Maxie—. Nunca me contó exactamente qué tipo de trabajo hace aquí y no quiero causar molestias, pero he venido para llevármela conmigo.
E
N los años siguientes, cuando Eleanor Maxie se sentaba tranquila en su salón, a menudo veía en su memoria ese fantasma del pasado, larguirucho y confiado, que la confrontaba desde la puerta, y sentía de nuevo el silencio conmocionado que siguió a sus palabras. Ese silencio no pudo durar más que segundos y, sin embargo, al recordarlo, le parecía como si hubieran pasado minutos mientras los miraba tranquilo y confiado y ellos a su vez lo miraban incrédulos y horrorizados. La señora Maxie tuvo tiempo para pensar que era como un cuadro, la personificación misma de la sorpresa. Ella no sintió ninguna sorpresa. Los últimos días la habían vaciado de tanta emoción que esta revelación final le cayó como un martillo sobre lana. No quedaba nada por descubrir acerca de Sally Jupp que fuera capaz de sorprenderla ya. Era sorprendente que Sally hubiese muerto, sorprendente que hubiese estado comprometida con Stephen, sorprendente que hubiera tanta gente implicada en su vida y en su muerte. Enterarse ahora de que Sally había sido esposa a la vez que madre era interesante, pero no impactante. Desligada de la emoción general, no se le escapó la mirada rápida que Felix Hearne dirigió a Deborah. Había recibido un impacto, sin duda, pero esa apreciación rápida encerraba algo, también, de diversión y triunfo. Stephen parecía simplemente aturdido. Catherine Bowers se había ruborizado profundamente y había quedado literalmente boquiabierta, la imagen clásica de la sorpresa. Luego se volvió hacia Stephen como pasándole el papel de portavoz de todos ellos. Por fin, la señora Maxie miró a Dalgliesh y por un segundo los dos sostuvieron la mirada. En ellos ella leyó una conmiseración pasajera pero inconfundible. Tuvo conciencia de estar pensando, sin sentido, «Sally Ritchie. Jimmie Ritchie. Es por eso que le puso el nombre de Jimmy como su padre. Nunca comprendí por qué había tenido que ser Jimmy Jupp. ¿Por qué le miran de esa manera? Alguien debería decir algo». Alguien lo hizo. Deborah, pálida hasta los labios, habló como en un sueño:
—Sally murió. ¿No se lo dijeron? Murió y está enterrada. Dicen que uno de nosotros la mató.
Entonces se puso a temblar de forma incontrolable. Catherine, que llegó a ella antes que Stephen, la sostuvo antes de que cayera y la llevó a una silla. El cuadro se deshizo. Hubo un repentino torrente de palabras. Stephen y Dalgliesh se acercaron a Ritchie. Hubo un murmullo de «mejor en el despacho» y los tres desaparecieron rápidamente. Deborah quedó recostada en su silla, los ojos cerrados. La señora Maxie pudo ser testigo de su angustia sin sentir más que una leve irritación y una curiosidad pasiva acerca de lo que había detrás de todo esto. Sus propias preocupaciones eran más urgentes. Habló con Catherine:
—Ahora tengo que volver con mi marido. Quizá tú podrías venir a ayudarme. El señor Hinks llegará pronto y no creo que Martha sirva de mucho por ahora. Esta llegada parece haberla alterado.
Catherine pudo haber respondido que Martha no era la única alterada, pero murmuró un asentimiento y fue en seguida. Su utilidad real y la verdadera atención que le prestaba al inválido no cegaba a la señora Maxie el papel que su huésped se había impuesto, el de la pequeña y jovial compañera eficaz en todas las emergencias. Esta última emergencia podría colmar el vaso, pero Catherine tenía mucha fibra y cuanto más se debilitaba Deborah, más crecía en fuerza Catherine. Al llegar a la puerta, la señora Maxie se volvió hacia Felix Hearne.
—Cuando Stephen termine de hablar con Ritchie, creo que debería ir con su padre. Está totalmente inconsciente, claro, pero creo que Stephen debería estar con él. Deborah también debería venir, cuando se haya recobrado. Quizá usted podría decírselo —en respuesta al comentario que él no había expresado, agregó—. No es necesario decírselo a Dalgliesh. Su plan para esta noche sigue en pie. Todo habrá terminado antes de las ocho.