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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (30 page)

Les escupió la escandalosa palabra y luego, en el silencio, masculló algo que pudo ser una disculpa y se cubrió la cara con esa grotesca mano derecha. Nadie habló por un momento y luego Catherine dijo:

—Usted no vino a la indagatoria ¿no? Nos extrañó entonces, pero algo se habló de que estaba enfermo. ¿Fue porque tenía miedo de que le reconocieran? Pero para entonces ya debía saber cómo había muerto Sally y que nadie podía sospechar de usted.

Bajo la presión de la emoción, Proctor había relatado su historia con una fluidez desinhibida. Ahora se reafirmó la necesidad de justificarse y volvió a su belicosidad anterior:

—¿Por qué había de ir? No estaba en condiciones de hacer nada. Claro que sabía cómo había muerto. La policía nos lo dijo cuando mandaron a uno el domingo por la mañana. No se tomó mucho tiempo para preguntarme cuándo la había visto por última vez, pero yo tenía mi historia lista. Supongo que todos ustedes piensan que debí haberle contado lo que sabía. ¡Y bien, no lo hice! Sally había traído bastantes problemas en vida y no iba a agregar otros ya muerta si yo podía evitarlo. No veía por qué mis asuntos personales tenían que salir a relucir en el tribunal. Estas cosas no son fáciles de explicar. La gente puede interpretarlo mal.

—Peor aún, podrían comprender demasiado bien —dijo Felix secamente.

La cara delgada de Proctor enrojeció. Se puso de pie y dándole la espalda a Felix se dirigió a Eleanor Maxie:

—Si me disculpa me iré ahora. No quise entrometerme. Fue sólo porque tenía que ver al inspector. Deseo de veras que todo esto salga bien, pero ustedes no me necesitan aquí.

«Habla como si fuera a dar a luz», pensó Stephen. El deseo de afirmar su independencia de Dalgliesh y de mostrar que por lo menos un miembro de la familia todavía se consideraba dueño de sus actos lo llevó a preguntar:

—¿Puedo llevarlo a su casa? El último autobús salió a las ocho.

Proctor hizo un gesto negativo pero no lo miró.

—No. No, gracias. Tengo la bicicleta fuera. La arreglaron bien, considerando cómo estaba. Por favor, no se tome el trabajo de acompañarme.

Estaba ahí de pie, la mano enguantada caía suelta, una figura patética y poco simpática pero no falta de dignidad. «Por lo menos», pensó Felix, «tiene la discreción de comprender cuando está de más». De pronto, y con un pequeño gesto rígido, Proctor tendió su mano izquierda a Eleanor Maxie y ella se la estrechó.

Stephen le acompañó hasta la puerta. Mientras él estuvo fuera, nadie habló. Felix sintió que la tensión aumentaba y experimentó una crispación en las aletas de la nariz al recordar el olor del miedo. Ahora iban a saberlo. Se les había dicho todo salvo el nombre. ¿Pero hasta qué punto se estaban dejando llevar a aceptar la verdad? Los observó con los párpados bajos. Deborah estaba curiosamente tranquila, como si el fin de la mentira y el engaño hubiese traído su propia paz. No creía que Deborah supiera lo que se avecinaba. La cara de Eleanor Maxie estaba gris, pero las manos cruzadas se apoyaban flojas sobre el regazo. Casi podía creerse que estaba pensando en otra cosa. Catherine Bowers estaba sentada tiesa, los labios apretados como desaprobando. Al principio, Felix había pensado que lo estaba pasando bien. Ahora, no estaba tan seguro. Observó con satisfacción sardónica sus manos apretadas, el rictus nervioso en el rabillo de sus ojos.

De pronto Stephen estuvo de vuelta con ellos y Felix habló:

—¿Esto no ha durado demasiado? Hemos oído la evidencia. Esa puerta trasera estuvo abierta hasta que Maxie la cerró a las doce y treinta y tres. Algún tiempo antes alguien entró y mató a Sally. La policía no ha descubierto quién fue y no parece que lo vaya a descubrir. Pudo haber sido cualquiera. Sugiero que ninguno de nosotros diga nada más.

Los miró a todos. La advertencia fue evidente. Dalgliesh dijo suavemente:

—¿Usted sugiere que un desconocido total entró en la casa, no intentó robar nada, se dirigió sin ninguna duda a la habitación de la señorita Jupp y la estranguló mientras, sin intentar ningún pedido de auxilio, ella se acostaba cortésmente en la cama?

—Pudo haberle invitado a entrar, quienquiera que fuese —dijo Catherine.

Dalgliesh se volvió hacia ella.

—Pero estaba esperando a Proctor. No podemos suponer que quisiera convertir esa pequeña transacción en una reunión. ¿Y a quién podía invitar? Hemos interrogado a todos los que la conocían.

—Por amor de Dios dejen de comentarlo —gritó Felix—. ¡No se dan cuenta de que están haciendo lo que él quiere! ¡No hay ninguna prueba!

—¿No la hay? —dijo Dalgliesh en voz baja—. Me lo pregunto.

—Por lo menos sabemos quién no lo hizo —dijo Catherine—. No fue Stephen ni Derek Pullen porque tienen coartadas, y no fue el señor Proctor por su mano. No puede ser que a Sally la haya matado su tío.

—No —dijo Dalgliesh—. Ni Martha Bultitaft que no supo cómo había muerto hasta que se lo dijo el señor Hearne. Ni usted, señorita Bowers, que golpeó su puerta y trató de hablar con ella cuando ya estaba muerta. Ni la señora Riscoe, cuyas uñas inevitablemente habrían dejado arañazos. Nadie puede hacer crecer sus uñas de ese modo en una noche y el asesino no tenía guantes. Ni el señor Hearne, pese a que quiera hacérmelo creer. El señor Hearne no sabía en qué cuarto dormía Sally. Le tuvo que preguntar al señor Maxie adónde debía llevar la escalera.

—Sólo un tonto hubiese demostrado que lo sabía. Pude haber mentido.

—Sólo que no mentiste —dijo Stephen con rudeza—. Puedes guardarte tu maldita actitud protectora para ti. Eres la última persona que hubiese querido ver muerta a Sally. Una vez Sally instalada aquí, Deborah quizá se habría casado contigo. Créeme que no la habrías conseguido en ninguna otra situación. Ahora nunca se casará contigo y tú lo sabes.

Eleanor Maxie levantó la vista y dijo con calma:

—Fui a su habitación para hablar con ella. Me pareció que el casamiento no sería tan malo si realmente quería a mi hijo. Quería saber qué sentía. Estaba cansada y debí haber esperado a la mañana siguiente. Allí estaba ella echada en su cama y canturreando sola. Todo habría estado bien sino hubiese hecho dos cosas. Se rió de mí. Y me dijo, Stephen, que iba a tener un hijo tuyo. Fue tan rápido. Un segundo estaba viva y riéndose. Al otro fue una cosa muerta en mis manos.

—¡Así que fue usted! —dijo Catherine en un susurro—. Fue usted.

—Está claro —dijo Eleanor Maxie suavemente—. Piénsalo bien. ¿Quién podía haberlo hecho si no?

4

L
OS Maxie pensaban que ir a la cárcel debía ser bastante parecido a ir al hospital, salvo que era aún más involuntario. Dos experiencias anormales y bastante aterradoras ante las cuales la víctima reacciona con una objetividad clínica y los espectadores con una jovialidad decidida que tiene como propósito crear confianza sin dar la impresión de insensibilidad. Eleanor Maxie, acompañada por una oficial de policía, fue a gozar de la comodidad de un último baño en su propia casa. Había insistido en esto y, como con los preparativos finales para ir al hospital, nadie quiso advertirle que el baño era el primer procedimiento obligado al entrar. ¿O quizás hubiera una diferencia entre un detenido en custodia y los ya condenados? Felix lo debía saber, pero nadie se molesto en preguntarle. El chófer del coche de la policía esperó por ahí, vigilante y disimulado como el ayudante de una ambulancia. Se dieron las últimas instrucciones, los mensajes para amigos, las llamadas telefónicas y la preparación apresurada del equipaje. El señor Hinks llegó de la vicaría, sin aliento y sorprendido, preparándose para dar consejo y consuelo, pero con tal aspecto de necesitarlos desesperadamente él mismo, que Felix le tomó del brazo con firmeza y le acompañó de vuelta a la vicaría. Desde una ventana, Deborah observó cómo se alejaban conversando y se preguntó por un instante qué estarían diciendo. Mientras ella subía la escalera para ir donde estaba su madre, Dalgliesh hablaba por teléfono en el vestíbulo. Sus ojos se encontraron y sostuvieron la mirada. Por un segundo ella creyó que él iba a hablar, pero inclinó de nuevo la cabeza sobre el teléfono y ella siguió su camino, admitiendo de pronto y sin sorpresa que, si las cosas hubiesen sido diferentes, éste era el hombre al que se hubiera dirigido instintivamente para pedir seguridad y consejo.

Stephen, que se había quedado solo, reconoció su sufrimiento por lo que era, un dolor abrumador que no tenía nada en común con la insatisfacción y tedio que antes tomaba por infelicidad. Había bebido dos copas pero comprendió a tiempo que la bebida no le ayudaba. Lo que necesitaba era que alguien se ocupara de su dolor y le convenciera de que era esencialmente injusto. Fue en busca de Catherine. La encontró arrodillada delante de una cajita en la habitación de su madre envolviendo tarros y frascos con papel de seda. Cuando le miró, se dio cuenta de que había estado llorando. Estaba impresionado e irritado. En la casa no había lugar para un dolor menor. Catherine nunca había dominado el arte de llorar de manera atractiva. Quizá fuera por eso que había aprendido pronto a ser estoica en el dolor como en otras cosas.

Stephen decidió pasar por alto esta intrusión en su propio dolor.

—Cathy —dijo—. ¿Por qué demonios confesó? Hearne estaba en lo cierto. Nunca lo habrían podido probar si tan sólo no hubiera hablado.

Sólo la había llamado Cathy una vez antes y entonces, también, había necesitado algo de ella. Aun en el momento del amor físico la había impresionado como una afectación. Lo miró.

—No la conoces muy bien, ¿no? Sólo esperaba que tu padre muriera para confesar. No quería dejarlo y le había prometido que no le sacarían de la casa. Esa fue la única razón por la que no dijo nada. Le contó lo de Sally al señor Hinks cuando le acompañó a la vicaría esa noche temprano.

—¡Pero se mantuvo tan serena durante todas las revelaciones!

—Supongo que quería saber exactamente lo que había ocurrido. Ninguno de vosotros le contó nada. Creo que lo que más le preocupaba era que hubieses sido tú quien visitó a Sally y cerró la puerta.

—Lo sé. Intentó preguntármelo. Creí que me preguntaba si yo había sido el asesino. Tendrán que reducir la acusación. Después de todo no fue premeditado. Por qué Jephson no se da prisa en venir. Le llamamos por teléfono.

Catherine estaba revisando unos libros que había sacado de la mesita de noche para decidir si empacarlos o no. Stephen continuó:

—De cualquier manera la mandarán a la cárcel. ¿Mamá en la cárcel? ¡No creo que pueda aguantarlo!

Y Catherine que había llegado a querer y respetar mucho a Eleanor Maxie tampoco estuvo segura de poder aguantarlo y perdió la paciencia.

—¡No puedes aguantarlo! ¡Qué gracioso! Tú no tendrás que aguantarlo. Ella sí. Y recuerda que fuiste tú quien la puso allí.

A Catherine, una vez que empezó, le resultó difícil detenerse y su irritación encontró una expresión más personal.

—Y hay otra cosa, Stephen. No sé qué piensas de nosotros… de mí si prefieres. No quiero volver a hablar de esto de modo que te lo digo ahora que todo terminó. ¡Oh, por Dios, saca los pies de encima del papel de seda! Estoy tratando de empacar —ahora lloraba en serio como un animal o una criatura. Las palabras salían empastadas de modo que él apenas las oía—. Estaba enamorada de ti, pero ya no. No sé qué esperas ahora, pero no importa. Todo acabó.

Y Stephen, que ni por un momento había tenido la intención de que eso siguiera adelante, miró la cara manchada, los ojos hinchados y protuberantes, y sintió, fuera de toda razón, un espasmo de pena y remordimiento.

5

U
N mes después de que Eleanor fuera declarada culpable por la acusación menor de homicidio sin premeditación, Dalgliesh, en uno de sus raros días libres, pasó en coche por Chadfleet camino de vuelta a Londres del estuario del Essex donde había dejado su velero de 30 pies. No le desviaba demasiado de su camino, pero prefirió no analizar en detalle los motivos que le habían inducido a hacer estos cinco kilómetros adicionales de caminos sinuosos sombreados por árboles. Pasó delante de la casa de los Pullen. Había una luz en el salón y el perro alsaciano de yeso se destacaba en un perfil oscuro detrás de las cortinas. Y después pasó por el Hogar St. Mary. La casa parecía vacía con sólo un cochecito solitario en los escalones del frente para sugerir que adentro había vida. El pueblo mismo estaba desierto, soñoliento en la calma del té de las cinco de la tarde. Cuando pasó delante de la tienda de Wilson estaban corriendo las cortinas y salía la última clienta. Era Deborah Riscoe. Llevaba una cesta de la compra que parecía pesada colgada del brazo y él detuvo el coche instintivamente. No hubo tiempo para la indecisión o la torpeza, y él le había tomado la cesta y ella se había sentado al lado de él antes de que pudiera maravillarse de su atrevimiento y de la sumisión de ella. Dirigió una rápida mirada a su perfil calmo y respingón y vio que la expresión tensa había desaparecido. No había perdido nada de su belleza, pero se le notaba una serenidad que le recordó a la madre.

Cuando el coche dobló en la entrada a Martingale él vaciló, pero ella hizo un movimiento casi imperceptible con la cabeza y él siguió. Las hayas estaban doradas ahora, pero el crepúsculo les iba apagando el color. Las primeras hojas caídas crujían en la tierra bajo los neumáticos. La casa emergió tal como la había visto la primera vez, pero ahora más gris y levemente siniestra en la luz que se iba yendo. En el vestíbulo, Deborah se quitó la chaqueta de cuero y soltó la bufanda.

—Gracias. Me vino muy bien. Stephen tiene el coche en la ciudad esta semana y Wilson sólo lleva a domicilio los miércoles. Siempre me hacen falta cosas de las que me he olvidado. ¿Tomaría una copa, o té o algo? —le dirigió una rápida sonrisa burlona—. Ahora no está trabajando. ¿O me equivoco?

—No —dijo él—. Ahora no estoy trabajando. Sólo mimándome.

Ella no le pidió una explicación y él la siguió al salón. Había más polvo de lo que recordaba, y de alguna manera estaba más desnudo, pero su ojo entrenado vio que no había ningún cambio real, sólo el aspecto desnudo de una habitación privada de los hechos menudos de la vida.

Como si adivinara lo que estaba pensando, ella dijo:

—La mayor parte del tiempo estoy sólo yo. Martha se fue y la he remplazado con un par de empleadas por día de la ciudad nueva. Por lo menos dicen que son por día, pero nunca sé si vendrán o no. Agrega sabor a nuestra relación. Stephen está en casa la mayoría de los fines de semana, por supuesto, y eso ayuda. Ya habrá tiempo para una buena limpieza antes de que mamá vuelva a casa. Por ahora casi todo es papeleo, el testamento de papá y el impuesto sucesorio y ese eterno ir y venir legal.

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