Por un segundo increíble Dalgliesh pensó que ella lo sabía. Era un argumento común, casi banal que cualquier madre en esas circunstancias podría haber usado sin pensarlo. Era imposible que imaginara la fuerza que tenía. Se preguntó qué diría si él contestara: «No tengo ningún hijo. Mi propio hijo y su madre murieron tres horas después de su nacimiento. No tengo hijo alguno que pueda casarse con alguien, conveniente o inconveniente». Podía imaginársela frunciendo el entrecejo con un fastidio refinado por incomodarla en semejante momento con un dolor privado a la vez tan antiguo, tan íntimo, tan sin conexión con el tema en cuestión. Contestó rápidamente:
—No, a mí tampoco me gustaría. Lamento haber ocupado tanto de su tiempo con lo que a usted le parecerá que no le concierne a nadie más que a usted misma. Pero debe darse cuenta de su importancia.
—Naturalmente. Desde su punto de vista le da un motivo a mucha gente, a mí en particular. Pero uno no mata para evitar una situación socialmente embarazosa. Debo admitir que iba a hacer todo lo posible para evitar que se casaran. Pensaba hablar con Stephen al día siguiente. No tengo duda alguna de que hubiéramos podido hacer algo por Sally sin necesidad de recibirla dentro de la familia. Tiene que haber un límite a lo que esta gente espera.
La repentina amargura de su última frase hasta sacó al sargento Martin del automatismo rutinario de su tomado de notas. Pero si la señora Maxie comprendió que había hablado de más no agravó su error agregando algo. Mientras la observaba, Dalgliesh pensó cuánto se parecía a un cuadro, un anuncio en acuarela para loción o jabón de tocador. Hasta el bol de flores bajo colocado sobre el escritorio entre ellos resaltaba su serena dignidad, como si hubiera sido puesto por la mano sagaz de un fotógrafo comercial. «Retrato de una dama inglesa en su hogar», pensó, y se preguntó qué opinaría de ella el superintendente en jefe y, si llegaba el caso, qué opinaría de ella un jurado. Aun para su mente, acostumbrada a encontrar la maldad en lugares tanto extraños como encumbrados, resultaba difícil conciliar a la señora Maxie con el asesinato. Pero sus últimas palabras habían sido reveladoras.
Decidió dejar a un lado el asunto del matrimonio por el momento y concentrarse en otros aspectos de la investigación. Nuevamente repasó el relato de la preparación de las bebidas calientes para la noche. No podía haber confusión alguna sobre la propiedad de las distintas tazas. La azul de Wedgwood encontrada junto a Sally pertenecía a Deborah Riscoe. La leche para las bebidas se colocaba sobre la cocina. Era una cocina de combustible sólido con tapas pesadas para cada uno de los hornillos. La cacerola con leche se dejaba sobre una de estas tapas donde no podía haber peligro de que hirviese y se derramase. Cualquiera de la familia que quisiese hervir la leche transfería la cacerola al hornillo y luego la reponía sobre la tapa. Sobre la bandeja sólo se colocaban las tazas de la familia y las tazas para sus invitados. No podía decir qué tomaban generalmente por la noche Sally o la señora Bultitaft, pero ciertamente, ninguno de los de la familia tomaba chocolate. No les gustaba el chocolate.
—En conclusión llegamos a esto, ¿no es cierto? —dijo Dalgliesh—. Si, como ahora estoy suponiendo, la autopsia demuestra que la señorita Jupp estaba narcotizada y el análisis del chocolate muestra que la droga estaba en su bebida de anoche, entonces nos encontramos con dos posibilidades. Podría haber tomado la droga ella misma, quizá por la simple razón de querer dormir bien después de la agitación del día. O alguna otra persona la narcotizó por una razón que debemos descubrir pero no es tan difícil de adivinar. La señorita Jupp, por lo que sabemos, era una joven sana. Si este crimen fue premeditado, su asesino debe haber considerado la forma en que él (o ella) podía entrar en la habitación y matar a la chica haciendo el menor ruido posible. Narcotizarla es la respuesta obvia. Esto presupone que el asesino conoce la rutina de las bebidas nocturnas de Martingale y sabía dónde se guardan los medicamentos. ¿Supongo que un miembro de su familia o un huésped estaría familiarizado con su rutina doméstica?
—Entonces con seguridad sabría que la taza de Wedgwood pertenecía a mi hija. ¿Está convencido, inspector, de que la droga estaba destinada a Sally?
—No del todo. Pero estoy convencido de que el asesino no confundió el cuello de Sally con el de la señora Riscoe. Supongamos por el momento que la droga estaba destinada a la señorita Jupp. Puede haber sido colocada en la cacerola de leche, en la taza de Wedgwood misma antes o después de que se preparase la bebida, en la lata de chocolate, o en el azúcar. Usted y la señorita Bowers prepararon sus bebidas con leche de la misma cacerola y les pusieron azúcar de la azucarera sobre la mesa sin sufrir ninguna consecuencia. No creo que la droga fuera colocada en la taza vacía. Era de un color pardusco y se vería fácilmente contra el azul de la porcelana. Esto nos deja con dos posibilidades. O bien se desmenuzó en el chocolate seco, o fue disuelta en la bebida caliente en algún momento después de que la señorita Jupp la preparara pero antes de que la tomara.
—No creo que eso último sea posible, inspector. La señora Bultitaft siempre deja la leche al calor a las diez. A eso de las diez y veinticinco vimos a Sally subiendo a su cuarto con la taza.
—¿Qué quiere decir con vimos, señora Maxie?
—El doctor Epps, la señorita Liddell y yo la vimos. Yo había subido con la señorita Liddell para ir a buscar su abrigo. Cuando volvimos al vestíbulo se nos unió el doctor Epps que salía del despacho. Mientras estábamos allí juntos, Sally apareció viniendo del sector de la cocina y subió por la escalera principal llevando la taza azul de Wedgwood sobre su platillo. Vestía pijama y una bata. Los tres la vimos pero ninguno habló. La señorita Liddell y el doctor Epps se fueron en seguida.
—¿Era habitual que la señorita Jupp usara esa escalera?
—No. La trasera lleva más directamente de la cocina a su habitación. Creo que estaba tratando de tener algún tipo de gesto.
—¿Pese a que no podía haber sabido que se encontraría con alguien en el vestíbulo?
—No. No sé cómo podría haberlo sabido.
—Usted dice que notó que la señorita Jupp llevaba la taza de la señora Riscoe. ¿Se lo mencionó a alguno de sus dos invitados o le hizo alguna recriminación a la señorita Jupp?
La señora Maxie sonrió ligeramente. Por segunda vez dejó asomar las garras, delicadamente.
—¡Inspector, qué ideas anticuadas tiene! ¿Esperaba que se la hubiese arrancado de la mano para incomodidad de mis invitados y satisfacción de la misma Sally? Qué mundo excitante y agotador debe ser el suyo.
Dalgliesh prosiguió su interrogatorio sin que lo desviara esta suave ironía. Pero le interesó saber que se podía provocar a su testigo.
—¿Qué ocurrió después de que se fueron la señorita Liddell y el doctor Epps?
—Me uní a la señorita Bowers en el despacho donde ordenamos los papeles y guardamos las bolsas de dinero bajo llave en la caja fuerte. Luego fuimos a la cocina y preparamos nuestras bebidas. Yo tome leche caliente y la señorita Bowers se preparó Ovaltine. Le gusta tomarlo muy dulce y le puso azúcar del azucarero que estaba allí dispuesto. Llevamos nuestras bebidas al vestidor, junto al dormitorio de mi marido donde paso la noche cuando me toca cuidarlo. La señorita Bowers me ayudó a rehacer la cama de mi marido. Supongo que pasamos unos veinte minutos juntas. Luego dijo «buenas noches» y se fue.
—¿Habiendo tomado su Ovaltine?
—Sí. Estaba demasiado caliente como para tomarlo en seguida pero se sentó y lo terminó antes de dejarme.
—¿Fue hasta el botiquín mientras estuvo con usted?
—No. Ninguna de las dos lo hicimos. Más temprano mi hijo le había dado a su padre algo para hacerlo dormir y parecía estar dormitando. No había nada que hacer por él, salvo ver que su cama quedara lo más confortable posible. Me alegraba la ayuda de la señorita Bowers. Es una enfermera profesional, y juntas pudimos arreglar la cama sin incomodarlo.
—¿Cuáles eran las relaciones de la señorita Bowers con el doctor Maxie?
—Por lo que yo sé, la señorita Bowers es una amiga de mis dos hijos. Es la clase de pregunta que sería mejor hacerles a ellos dos y a ella.
—¿Ella y su hijo no están comprometidos para casarse, hasta donde usted sepa?
—No sé nada sobre sus asuntos personales. Lo hubiera considerado poco probable.
—Muchas gracias —dijo Dalgliesh—. Ahora veré a la señora Riscoe, si usted quiere tener la bondad de hacerla venir.
Se levantó para abrir la puerta a la señora Maxie, pero ella no se movió. Dijo:
—Aún creo que la misma Sally tomó esa droga. No hay una alternativa razonable. Pero si otra persona se la administró, entonces estoy de acuerdo con usted en que debe haber sido colocada en el polvo de chocolate. Discúlpeme, ¿pero ustedes no estarían en condiciones de saberlo después de un análisis de la lata y su contenido?
—Podríamos haberlo estado —contestó Dalgliesh gravemente—. Pero la lata vacía se encontró en el cubo de basura. Había sido lavada. Falta la cubierta interna de papel. Probablemente fue quemada en el fuego de la cocina. Alguien se estaba asegurando doblemente.
—Una señora muy tranquila, señor —dijo el sargento Martín cuando la señora Maxie se hubo ido. Y agregó con un humor poco usual—. Estaba allí sentada como un candidato del partido liberal esperando el resultado de las elecciones.
—Sí —asintió fríamente Dalgliesh—. Pero completamente confiada en la organización del partido. Bien, vamos a escuchar lo que los demás tienen para contarnos.
E
RA una habitación muy diferente de la de la última vez, pensó Felix, pero esa habitación también había sido silenciosa y pacífica. Había tenido cuadros y un pesado escritorio de caoba no muy diferente a éste ante el que se sentaba Dalgliesh. También había flores, un ramillete pequeño en un bol apenas más grande que una taza de té. Todo en esa habitación había tenido un aire doméstico y confortable, hasta el hombre detrás del escritorio con sus blancas manos regordetas, los ojos sonrientes detrás de sus gruesas gafas. La habitación había conservado ese aspecto. Era sorprendente la cantidad de procedimientos que existían para extraer la verdad que no implicaban el derramamiento de sangre, eran deliberadamente limpios y no requerían demasiados instrumentos. Con un esfuerzo hizo a un lado los recuerdos y se obligó a mirar la figura sentada al escritorio. Las manos cruzadas eran más delgadas, los ojos oscuros y menos amables. Sólo había otra persona en la habitación y era, también, un policía inglés. Esto era Martingale. Esto era Inglaterra.
Hasta ahora no había ido del todo mal. Deborah había estado ausente por media hora. Cuando volvió caminó hasta su asiento sin mirarlo y él, igualmente silencioso, se levantó y siguió al policía uniformado hasta el despacho. Se alegraba de haber resistido el deseo de tomar un trago antes de su interrogatorio y de haber rechazado el cigarrillo ofrecido por Dalgliesh. ¡Ése era un truco viejo! ¡No lo iban a pillar de esa manera! No iba a ofrecerles su nerviosismo en bandeja de plata. Si conseguía dominarse todo iría bien.
El hombre paciente sentado detrás del escritorio miró sus notas.
—Gracias. Hasta ahora eso está claro. ¿Podríamos ahora retroceder un poco? Después del café usted fue con la señora Riscoe a ayudar a lavar las cosas de la cena. A eso de las nueve y media ambos retornaron a esta habitación donde la señora Maxie, la señorita Liddell, la señorita Bowers y el doctor Epps estaban contando el dinero recaudado en la kermés. Les dijo que usted y la señora Riscoe iban a salir y dijo «Buenas noches» a la señorita Liddell y al doctor Epps quienes, probablemente, habrían dejado Martingale para cuando ustedes regresaran. La señora Maxie dijo que les dejaría abierta una de las puertas ventana del salón y les pidió que le echaran llave cuando hubieran entrado. ¿Este arreglo fue escuchado por todos los que se encontraban en ese momento en la habitación?
—Que yo sepa, sí. Nadie hizo ningún comentario y, como estaban ocupados contando dinero, dudo que le hayan prestado atención.
—Me sorprende que la puerta del salón fuera dejada sin pasador para ustedes cuando la puerta trasera también estaba abierta. ¿No es un Stubbs el que está colgado detrás suyo? En esta casa hay muchas cosas valiosas fáciles de llevar.
Felix no volvió la cabeza.
—¡El policía culto! Pensaba que sólo existían en las novelas policíacas. ¡Mis felicitaciones! Pero los Maxie no anuncian sus posesiones. Por parte del pueblo no hay ningún peligro. La gente ha estado entrando y saliendo de esta casa bastante libremente durante los últimos trescientos años. Aquí el cierre con llave es bastante caprichoso, salvo en el caso de la puerta principal. Cada noche, como un ritual, le echan el cerrojo y la atrancan Stephen Maxie o su hermana, casi como si tuviera algún significado esotérico. Fuera de eso no son muy cuidadosos. En eso, como en otros asuntos, parecen confiar en nuestra maravillosa policía.
—¡Bien! Salió al jardín con la señora Riscoe alrededor de las nueve y media y caminaron juntos. ¿De qué hablaron, señor Hearne?
—Le pedí a la señora Riscoe que se casara conmigo. Dentro de dos meses voy a nuestra oficina en Canadá y pensé que sería agradable combinar los negocios con una luna de miel.
—¿Y la señora Riscoe aceptó?
—Es encantador de su parte mostrarse interesado, inspector, pero me temo que debo desilusionarle. Por inexplicable que deba resultarle, la señora Riscoe no mostró ningún entusiasmo.
El recuerdo le inundó con una ola de emoción. La oscuridad, el perfume empalagoso de las rosas, los besos duros, urgentes, que en ella eran la expresión de algún impulso apremiante pero, sintió él, no de pasión. Y después el cansancio triste en su voz. «¿Matrimonio, Felix? ¿No se ha hablado ya bastante de matrimonio en esta familia? ¡Dios, cómo deseo que ella estuviera muerta!». Supo entonces que había caído en el error de hablar demasiado pronto. Tanto el momento como el lugar habían sido equivocados. ¿También las palabras habían sido equivocadas? ¿Qué era exactamente lo que ella quería?
La voz de Dalgliesh le devolvió al presente:
—¿Cuánto tiempo se quedaron en el jardín, señor?
—Sería galante pretender que el tiempo dejó de existir. En el interés de su investigación, sin embargo, admitiré que entramos por la puerta ventana del salón a las diez y cuarenta y cinco. El reloj de carillón de la repisa de la chimenea dio los tres cuartos mientras cerraba y echaba el cerrojo a la puerta.