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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (8 page)

—Ya estamos listos para llevárnosla, si no tiene inconveniente. Desde el punto de vista médico parece bastante sencillo. Estrangulación manual por una persona diestra colocada delante de ella. Murió rápidamente, posiblemente por inhibición del vago. Podré decirle algo más después de la autopsia. No hay signos de violencia sexual, pero eso no significa que el sexo no fuera el motivo. Me imagino que no hay nada como encontrarse con un cadáver entre las manos para que se le vayan a uno las ganas. Cuando lo pesquen se encontrarán con la misma vieja historia de siempre: «La agarré del cuello para asustarla y perdió el conocimiento». Parece que entró por la ventana. Podrán encontrar huellas digitales en ese caño de chimenea pero dudo que el suelo les sirva de mucho. Debajo hay una especie de patio. Nada de una bonita tierra blanda con un par de útiles marcas de suelas. De todos modos, anoche llovió bastante fuerte, lo que no es ninguna ayuda. Bueno, voy a buscar a los de la camilla si su hombre ya ha terminado. Feo asunto para un domingo por la mañana.

Se fue y Dalgliesh revisó la habitación. Era amplia y escasamente amueblada, pero la impresión general que daba era la de ser soleada y confortable. Pensó que probablemente antes había sido el cuarto de los juguetes. El hogar anticuado en la pared norte estaba rodeado por un pesado guardafuego de malla detrás del cual se había instalado una estufa eléctrica. A ambos lados del hogar había profundos nichos provistos de estanterías y armarios bajos. Se veían dos ventanas. La ventana voladiza más pequeña contra la que estaba apoyada la escalera se encontraba en la pared oeste y miraba sobre el patio hacia los viejos establos. La más grande abarcaba casi todo el largo de la pared sur y ofrecía una vista panorámica de los prados y jardines. Aquí el vidrio era antiguo y montado irregularmente con medallones. Sólo las ventanas superiores con maineles podían abrirse.

La cama individual pintada de color crema estaba en ángulo recto con la ventana más pequeña y tenía una silla a un lado y una mesilla de noche con una lámpara al otro. La cuna del niño estaba en el rincón opuesto semi oculta por un biombo. Era el tipo de biombo que Dalgliesh recordaba de su propia niñez, compuesto de docenas de ilustraciones y postales de colores pegadas formando un diseño y barnizadas. Frente al hogar había una alfombra y una silla baja. Contra la pared un armario sencillo y una cómoda.

La habitación tenía un carácter extrañamente anónimo. La íntima atmósfera fecunda de casi cualquier cuarto de infantes compuesta de un vago olor a talco, jabón para bebés y ropa secada al calor. Pero la muchacha misma había impreso poco de su personalidad a su entorno. No existía ese desorden femenino que en parte había esperado encontrar. Sus pocas pertenencias personales estaban cuidadosamente ordenadas pero no revelaban nada. Era, básicamente, nada más que el cuarto de un niño con una cama sencilla para su madre. Los pocos libros en los estantes eran obras de divulgación sobre el cuidado de los bebés. La media docena de revistas eran de aquellas dedicadas a los intereses de las madres y amas de casa antes que a las preocupaciones más románticas y variadas de las jóvenes que trabajan. Cogió una del estante y la hojeó. De entre sus páginas cayó un sobre con un sello venezolano. Estaba dirigido a:

Sr. D. Pullen

Rose Cottage, Nessingford-road,

Little Chadfleet, Essex, Inglaterra.

En el reverso había tres fechas garabateadas en lápiz: miércoles 18, lunes 23, lunes 30.

Rondando de la estantería de libros a la cómoda sacó cada cajón y revisó sistemáticamente su contenido con dedos expertos. Estaban perfectamente ordenados. El cajón de arriba sólo contenía ropa de bebé. La mayoría tejida a mano, todas las prendas bien lavadas y cuidadas. El segundo estaba repleto de ropa interior de la muchacha pulcramente ordenada en pilas. Fue en el tercer y último cajón donde se encontraba la sorpresa.

—¿Qué piensa de esto? —le preguntó a Martin.

El sargento se acercó a su superior con una rapidez silenciosa desconcertante en una persona de su físico y levantó una de las prendas en su enorme mano.

—Parece hecha a mano, señor. La debe de haber bordado ella misma. El cajón está casi repleto. A mí me parece un ajuar.

—Efectivamente, me parece que de eso se trata. Y no sólo prendas de vestir, también hay manteles, toallas de mano, fundas para almohadones —las revisó mientras hablaba—. Es un pequeño ajuar bastante conmovedor, Martin. Meses de trabajo fervoroso cuidadosamente doblado en papel de seda con bolsitas de lavanda. Pobrecita. ¿Cree usted que esto estaba destinado al deleite de Stephen Maxie? No llego a imaginarme estos coquetos mantelillos usados en Martingale.

Martin tomó una de las prendas y la estudió con aires de conocedor.

—No puede haber estado pensando en él cuando hacía esto. Según él, sólo se le declaró ayer, y esto le debe haber llevado meses de trabajo. Lo sé porque mi madre acostumbraba hacer este tipo de labor. Se hace punto de ojal siguiendo el dibujo y después se recorta la parte interior. Lo llaman Richelieu o algo así. Queda muy lindo, si a usted le gustan ese tipo de cosas —añadió en consideración a la evidente falta de entusiasmo de su jefe.

Observó pensativo el bordado con una aprobación nostálgica antes de devolverlo al cajón.

Dalgliesh se acercó a la ventana voladiza. El ancho antepecho tenía unos noventa centímetros de altura. Estaba salpicado ahora con los brillantes fragmentos de vidrio de una colección de animales en miniatura. Un pingüino yacía de costado, sin alas. Un frágil perro salchicha se había partido en dos. Un gato siamés de ojos sorprendentemente azules era el único superviviente del astillado holocausto.

Las dos secciones mayores y centrales de la ventana se abrían hacia afuera con un pestillo, y el caño de la chimenea, bordeando una ventana similar situada aproximadamente un metro ochenta más abajo, descendía en línea recta hasta el patio enlosado de debajo. Para una persona medianamente ágil no podía ser un descenso difícil. Hasta el ascenso resultaría posible. Se dio cuenta nuevamente de hasta qué punto estaría a salvo de miradas indiscretas una entrada o salida por allí. A su derecha, el gran muro de ladrillos, semi oculto por las ramas sobresalientes de las hayas, se extendía en una curva hacia el camino de entrada. Directamente frente a la ventana, y a unos treinta metros, estaban los viejos establos con su bonito torreón del reloj. Su refugio abierto era el único lugar desde el cual podía observarse la ventana. A la izquierda sólo se veía un pequeño sector del prado. Alguien parecía haber estado revolviéndolo. Una pequeña parte estaba rodeada por un cordel y allí el pasto había sido macheteado o cortado. Aun desde la ventana Dalgliesh alcanzó a ver los terrones de césped levantados y las manchas de tierra marrón debajo. El superintendente Manning se le había acercado por detrás y contestó su pregunta no formulada.

—Esa es la caza del tesoro del doctor Epps. Durante los últimos veinte años la ha organizado en el mismo sitio. Ayer se hizo aquí la kermés de la iglesia. Ya se ha quitado la mayor parte de los adornos de papel, al vicario le gusta que el lugar quede en orden antes del domingo, pero lleva un día o dos borrar todos los rastros.

Dalgliesh recordó que el superintendente era casi un vecino.

—¿Estuvo aquí? —preguntó.

—Este año no. Durante la última semana he estado de servicio casi todo el tiempo. Todavía tenemos que dejar aclarado lo de esa muerte en el límite del condado. No falta mucho, pero me ha tenido bastante ocupado. Mi mujer y yo solíamos acercarnos hasta aquí una vez al año para la kermés, pero eso era antes de la guerra. Entonces era otra cosa. Ahora creo que no nos molestaríamos en venir. Así y todo aún consiguen bastante gente. Alguien puede haber conocido a la chica y averiguado por ella dónde dormía. Va a costar mucho trabajo verificar todos sus movimientos durante la tarde y la noche de ayer —su tono daba a entender que estaba muy satisfecho de no tener que ocuparse de este asunto.

Dalgliesh no elaboraba teorías antes de disponer de los hechos. Pero los hechos que había reunido hasta ahora no apoyaban esa cómoda tesis de un fortuito intruso desconocido. No se habían encontrado señales de una tentativa de ataque sexual, ni tampoco de robo. Tenía una mente muy abierta sobre el tema de esa puerta cerrada por dentro. Hay que reconocer que esa mañana, a las siete, toda la familia Maxie había estado del lado correcto de ella, pero presumiblemente eran tan capaces como cualquiera de bajar por caños de chimeneas o descender escaleras.

El cuerpo había sido retirado, un bulto tosco y rígido en una camilla, cubierto con una sábana blanca, destinado al cuchillo del patólogo y al frasco del analista del laboratorio. Manning los había dejado para telefonear a su oficina. Dalgliesh y Martin continuaron su paciente registro de la casa. Junto a la habitación de Sally había un cuarto de baño antiguo, la honda bañera encajonada en caoba y una pared entera cubierta por un enorme armario para la caldera con estanterías de listones. Las otras tres paredes estaban empapeladas con un elegante diseño floral descolorido por el tiempo, y una moqueta vieja pero aún no gastada, cubría el suelo de pared a pared. La habitación no ofrecía escondite alguno. Pasando la puerta, desde el rellano descendía un tramo curvo de escalera recubierta de droguete hasta el pasillo entablado que llevaba por un lado a las dependencias de la cocina y por el otro al vestíbulo principal. Justo al pie de estas escaleras se encontraba la pesada puerta sur. Estaba entreabierta, y Dalgliesh y Martin dejaron la frescura de Martingale para pasar al calor pesado del día. En alguna parte las campanas de una iglesia llamaban a la misa del domingo. El sonido llegó clara y dulcemente a través de los árboles trayéndole a Martin un recuerdo de infancia de domingos en el campo y a Dalgliesh un recordatorio de que quedaba mucho por hacer y se iba yendo la mañana.

—Vamos a echarle una mirada a la vieja cuadra de los establos y al muro oeste bajo su ventana. Después tengo bastante interés en la cocina. Y luego nos dedicaremos a los interrogatorios. Tengo el presentimiento de que la persona que buscamos durmió bajo este techo anoche.

2

E
N el salón, los Maxie junto con sus dos huéspedes y Martha Bultitaft aguardaban a ser interrogados, discretamente vigilados por un sargento de detectives que se había aposentado en una pequeña silla junto a la puerta donde permanecía sentado con una aparente indiferencia imperturbable, dando la impresión de sentirse mucho más cómodo que los dueños de casa. Las personas bajo su vigilancia tenían sus propios y variados motivos para preguntarse cuánto tiempo duraría la espera, pero ninguno quería revelar ansiedad averiguándolo. Se les había dicho que el inspector en jefe de detectives Dalgliesh de Scotland Yard había llegado y que en breve estaría con ellos. Con qué brevedad, eso nadie estaba dispuesto a preguntarlo. Felix y Deborah aún vestían ropa de montar. Los demás se habían vestido apresuradamente. Todos habían desayunado poco y ahora estaban sentados y esperando. Como hubiera parecido una muestra de insensibilidad ponerse a leer, chocante tocar el piano, poco prudente hablar acerca del crimen, y forzado tocar otro tema, permanecían sentados en un silencio casi ininterrumpido. Felix Hearne y Deborah estaban en el sofá aunque un poco apartados y de tanto en tanto él se inclinaba para susurrarle algo al oído. Stephen Maxie se había apostado en una de las ventanas y, de pie, daba la espalda a la habitación. Era una postura que, como Felix Hearne percibió con cinismo, le permitía mantener oculta la cara y mostrar un pesar no expresado con la parte de atrás de su cabeza inclinada. Cuatro de los observadores, al menos, tenían mucho interés en saber si el pesar era real. Eleanor Maxie, sentada serenamente en una silla alejada de los demás, estaba atontada por el dolor o ensimismada en sus pensamientos. Su cara se veía muy pálida, pero el instante de pánico que le había cogido frente a la puerta de Sally ya estaba superado. Su hija notó que por lo menos ella se había preocupado por vestirse como correspondía y ofrecía a su familia e invitados una apariencia casi normal. Martha Bultitaft también se sentó un poco aparte, incómoda en el borde de su silla y echándole de tanto en tanto miradas iracundas al sargento al que, evidentemente, consideraba responsable de su embarazo por tener que estar sentada junto con la familia y para colmo en el salón, cuando había trabajo que hacer. Ella, la más trastornada y aterrada con el hallazgo de la mañana, ahora parecía considerar todo el incordio como una ofensa personal, y permanecía sentada envuelta en un hosco resentimiento. Catherine Bowers era la que presentaba la mayor apariencia de tranquilidad. Había sacado una pequeña libreta de su bolso de mano y, a intervalos, escribía en ella como si refrescara su memoria de los acontecimientos de la mañana. Esa fachada de naturalidad y eficiencia no engañó a nadie, pero todos le envidiaron la ocasión de dar tan buena imagen. Permanecían sentados en un aislamiento esencial y repensaban sus propios pensamientos. La señora Maxie mantenía los ojos fijos en las manos fuertes entrelazadas en su regazo pero tenía la mente concentrada en su hijo.

«Se sobrepondrá, los jóvenes siempre lo hacen. Gracias a Dios que Simon nunca lo sabrá. Va a ser difícil arreglarnos para cuidarlo sin Sally. Supongo que uno no debería pensar en eso. Pobre chica. Puede haber huellas digitales en ese cerrojo. La policía ya habrá pensado en eso. A menos que haya usado guantes. Hoy en día todos sabemos acerca de los guantes. Me pregunto cuántos llegaron a ella a través de esa ventana. Supongo que tendría que haber pensado en eso, ¿pero cómo? Después de todo tenía el niño con ella. ¿Qué harán con Jimmy? Una madre asesinada y un padre que ya nunca llegará a conocer. Ése es un secreto que se guardó. Uno de tantos, probablemente. Nunca se llega a conocer a la gente. ¿Qué es lo que sé acerca de Felix? Podría resultar peligroso. También el inspector en jefe. Martha tendría que estarse ocupando del almuerzo. Es decir, si es que alguien quiere almorzar. ¿Dónde comerán los policías? Es de suponer que querrán usar nuestras habitaciones solamente hoy. La enfermera llegará a las doce, así que tendré que ir con Simon entonces. Supongo que podría ir ahora si lo pidiera. Deborah está tensa. Como todos. Si al menos pudiéramos no perder la cabeza».

«Tendría que tenerle menos aversión ahora que está muerta», pensaba Deborah, «pero no puedo. Siempre creó problemas. Disfrutaría viéndonos así, sudando en primera fila. Quizá pueda hacerlo. No debo ponerme morbosa. Me gustaría que pudiésemos hablar sobre esto. Podríamos haber callado lo de Stephen y Sally si Epps y la señorita Liddell no hubieran venido a cenar. Y Catherine, claro. Siempre hay que considerar a Catherine. Ella sí que va a disfrutar esto. Felix sabe que Sally estaba narcotizada. Bueno, si es cierto, la droga estaba en mi taza. Que piensen de eso lo que quieran».

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