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Authors: P. D. James

Tags: #Intriga, Policíaco

Cubridle el rostro (6 page)

Deborah ocupó su lugar junto con Catherine detrás del mostrador y los clientes empezaron a acercarse y a buscar gangas cautelosamente. Era en realidad uno de los puestos más populares y el negocio resultaba movido. El doctor Epps vino temprano por su sombrero y fue fácil convencerlo de comprar el gabán de sir Reynold por una libra. La ropa y los zapatos se vendían rápidamente (por lo general a las mismas personas que Deborah había predicho), y Catherine estaba ocupada dando el cambio y reabasteciendo el puesto con la gran caja de refuerzos que tenían debajo del mostrador. A lo largo de la tarde pequeños grupos de gente continuaron entrando por el portón del camino de acceso, los niños con caras estiradas en sonrisas artificiales y fijas para beneficio de un fotógrafo que había prometido un premio para «el niño más feliz» que entrara en el jardín durante la tarde. El altavoz superó las más locas expectativas; vertía una mezcla de marchas de Sousa y valses de Strauss, anuncios sobre tés y competiciones y la advertencia ocasional de usar las papeleras y mantener limpio el jardín. La señorita Liddell y la señorita Pollack, ayudadas por las menos agraciadas, mayores y más de fiar de sus chicas descarriadas, iban y venían entre St. Mary y la kermés, obedeciendo a llamados de la conciencia o del deber. Su puesto era de lejos el más caro, y la exhibición de ropa interior hecha a mano adolecía de un desgraciado compromiso entre la belleza y el decoro. El vicario, con su suave pelo blanco humedecido por el esfuerzo, sonreía radiante y feliz a su rebaño, que por una vez estaba en paz con el mundo y los unos con los otros. Sir Reynold llegó tarde, hablador, condescendiente y generoso. Desde el prado donde se serviría el té llegaba el sonido de serias recomendaciones mientras la señora Cope y la señora Nelson, con la ayuda de la clase de varones de la escuela dominical, se afanaban con mesas de bridge, sillas del ayuntamiento y una variedad de manteles que, eventualmente, tendrían que volver todos a manos de sus dueños. Felix Hearne parecía divertirse con las funciones que realizaba por cuenta propia. Apareció una o dos veces para ayudar a Deborah o a Catherine pero anunció que lo pasaba mucho mejor con la señorita Liddell y la señorita Pollack. Stephen vino una vez a averiguar cómo andaba el negocio. Para ser alguien que solía referirse a la kermés como «la maldición de los Maxie», parecía bastante feliz. Poco después de las cuatro, Deborah fue a la casa para ver si su padre necesitaba algo y Catherine quedó a cargo. Deborah volvió en más o menos media hora y sugirió que podían ir a procurarse un té. Se servía en la más grande de las dos carpas y los que llegaban tarde, le previno Deborah, por lo general se encontraban con una bebida aguada y los pasteles menos atrayentes. Felix Hearne, que se había detenido en el puesto para charlar y emitir su juicio sobre la mercancía que quedaba, fue reclutado sin más para ocupar sus lugares, y Deborah y Catherine fueron a la casa a lavarse. Habitualmente uno se encontraba con una o dos personas que atravesaban el vestíbulo porque creían que era un atajo, o porque no eran del pueblo y pensaban que el precio de la entrada incluía una visita gratis de la casa. A Deborah no parecía preocuparle.

—Allí está Bob Gillings, nuestro agente de policía local, cuidando las cosas del salón —señaló—. Y el comedor está cerrado con llave. Esto sucede siempre. Hasta ahora nadie se ha llevado nada. Entraremos por la puerta sur y usaremos el baño pequeño. Será más rápido.

De todos modos a ambas les resultó desconcertante que un hombre pasara apresuradamente a su lado en la escalera de atrás con una apresurada disculpa. Se detuvieron y Deborah lo interpeló:

—¿Busca a alguien? Ésta es una casa particular.

Él se volvió y las miró nerviosamente; era un hombre delgado, de pelo algo encanecido que dejaba al descubierto una frente alta y despejada, y una boca delgada con la que sonrió de forma propiciatoria.

—Oh, lo lamento. No me di cuenta. Por favor, discúlpenme. Estaba buscando el retrete —dijo con una voz poco atractiva.

—Si se refiere al lavabo —dijo Deborah secamente—, hay uno en el jardín. A mí me pareció que estaba adecuadamente señalado.

Él se sonrojó, balbuceó una disculpa y se fue.

—¡Qué conejo asustado! Supongo que no hacía nada malo. Pero desearía que se quedaran afuera.

Catherine decidió en su fuero interno que cuando fuera la dueña de Martingale se tomarían medidas para que así lo hicieran.

La carpa del té estaba llena de gente y el ruido confuso de la vajilla, el parloteo de las voces y el silbido de la tetera se oían sobre un fondo de música que llegaba amortiguada a través de la lona. Las mesas habían sido decoradas por los chicos de la escuela como parte del concurso para el mejor arreglo de flores silvestres. Cada mesa tenía su frasco de mermelada etiquetado y la cosecha de amapolas, collejas, acederas y rosas silvestre, revividas después de horas de estar apretadas por manos calientes. Tenían una belleza delicada y natural, aunque el perfume de las flores se perdía en el olor a pasto pisoteado, lona caliente y comida. La concentración de ruido era tan grande que un corte repentino en el bullicio de voces le pareció a Catherine como si se hubiese producido un silencio total. Sólo después se dio cuenta de que no todos habían dejado de hablar, y de que no todas las cabezas se habían vuelto hacia el lugar por donde Sally había entrado a la carpa con un vestido blanco de escote cuadrado bajo y falda tableada arremolinada idéntico al que llevaba Deborah, con una ancha faja verde que era una réplica de la que ceñía la cintura de Deborah, y con aretes verdes que resplandecían a cada lado de sus mejillas sonrojadas. Catherine sintió enrojecer sus propias mejillas y no pudo evitar una rápida mirada interrogante a Deborah. No fue la única. Desde más y más mesas las caras se volvían hacia ellas. Del otro extremo de la carpa donde algunas de las chicas de la señorita Liddell disfrutaban de un té tempranero bajo la supervisión de la señorita Pollack, hubo unas risitas rápidamente reprimidas. Alguien dijo en voz baja, pero no lo bastante baja, «¡La buena de Sal!». Sólo Deborah parecía indiferente. Sin echar una segunda mirada a Sally caminó hasta el mostrador de tablas sobre caballetes y pidió té para dos, una bandeja de pan con mantequilla y otra de pasteles. La señora Purdy echó el té en las tazas apresuradamente y Catherine siguió a Deborah a una de las mesas desocupadas aferrando la bandeja de pasteles y tristemente consciente de que era ella la que parecía una tonta.

—¿Cómo se atreve? —musitó con la cara ardiente inclinada sobre su taza—. Es un insulto deliberado.

Deborah se encogió ligeramente de hombros.

—Oh, no sé. ¿Qué importa? Supongo que la pobre se está dando un gusto con su gesto y a mí no me hace ningún daño.

—¿Dónde consiguió el vestido?

—Pienso que en el mismo lugar que yo. La etiqueta está dentro. No es un modelo exclusivo ni nada por el estilo. Cualquiera que se tomase el trabajo de buscarlo podría comprárselo.

—No pudo haber sabido que te lo ibas a poner hoy.

—Cualquier otra ocasión hubiera servido igual, supongo. ¿Tienes que seguir con el tema?

—No comprendo cómo lo tomas con tanta calma. Yo no lo haría.

—¿Que esperas que haga? ¿Ir a arrancárselo? Hay un límite al entretenimiento gratis que puede esperar el pueblo.

—Me pregunto qué dirá Stephen —dijo Catherine.

Deborah pareció sorprendida.

—No creo que ni siquiera se dé cuenta, excepto para pensar que le queda muy bien. Es un vestido más para ella que para mí. ¿Te apetecen los pasteles o prefieres tratar de conseguir unos emparedados?

Catherine, privada de seguir la conversación, prosiguió con el té.

2

L
A tarde siguió avanzando. Después de la escena en la carpa del té, la fiesta perdió su atractivo para Catherine y el puesto de venta no fue sino una tarea pesada. Vendieron todo antes de las cinco tal como había predicho Deborah, y Catherine quedó libre para ofrecer su ayuda con los paseos en pony. Llegó a la pista a tiempo para ver a Stephen alzando a Jimmy, que gritaba de alegría, para colocarlo en la silla delante de su madre. El sol, atenuado ya con el final del día, brillaba a través del pelo del chico y lo convertía en fuego. La cabellera resplandeciente de Sally cayó hacia adelante cuando se inclinó para susurrarle algo a Stephen. Catherine escuchó la risa con que él le respondió. Fue un instante que nunca habría de olvidar. Volvió al prado y trató de recobrar algo de la confianza y alegría con que había empezado el día. Pero no lo consiguió. Después de deambular por ahí en una búsqueda vaga de algo en que ocupar la mente, decidió subir a su cuarto y recostarse antes de la cena. No vio a la señora Maxie ni a Martha dentro de la casa. Era de suponer que se estarían ocupando de Simon Maxie o de la cena fría con la que terminaría el día. A través de su ventana pudo, eso sí, ver que el doctor Epps seguía dormitando junto a sus dardos y su caza del tesoro, aunque ya había pasado la parte de trabajo más pesado de la tarde. Pronto serían anunciados, premiados y aclamados los ganadores de los concursos y una columna poco densa pero constante ya iba saliendo del parque camino a la parada del autobús.

Fuera de ese momento en la pista, Catherine no había vuelto a ver a Sally y cuando se hubo lavado y cambiado e iba hacia el comedor se encontró con Martha en la escalera y se enteró por ella de que Sally y Jimmy todavía no habían entrado. La mesa del comedor estaba dispuesta con carnes frías, ensaladas y fuentes de frutas frescas. Todos, salvo Stephen, estaban reunidos allí, el doctor Epps, conversador y jovial como siempre, se ocupaba de las botellas de sidra. Felix Hearne disponía los vasos. La señorita Liddell ayudaba a Deborah a terminar de poner la mesa. Sus pequeños chillidos de fastidio cuando no podía encontrar lo que buscaba y sus empujones inútiles a las servilletas eran sintomáticos de una inquietud que excedía lo normal. La señora Maxie estaba de pie de espaldas mirando en el espejo de encima de la chimenea. Cuando se volvió, las arrugas y el cansancio de su cara impresionaron a Catherine.

—¿Stephen no está contigo? —le preguntó.

—No. No le he visto desde que estaba con los caballos. Estuve en mi habitación.

—Es probable que haya acompañado a Bocock a su casa para ayudarlo con el establo. O quizá se esté cambiando. No creo que debamos esperarlo.

—¿Dónde esta Sally? —preguntó Deborah.

—Aparentemente no está en casa. Martha me ha dicho que Jimmy está en su cuna de modo que debe de haber entrado y vuelto a salir.

La señora Maxie habló con calma. Si se trataba de una crisis doméstica era evidente que la consideraba relativamente menor y que no justificaba más comentarios delante de sus huéspedes. Felix Hearne le echó una mirada y sintió un hormigueo de anticipación y de mal presagio que lo sobresaltó. Parecía una reacción demasiado excesiva ante una situación tan común. Al mirar a Catherine Bowers, sintió que compartía su inquietud. Todos estaban un poco cansados. Salvo por la charla intrascendente y exasperante de la señorita Liddell, tenían poco que decir. Había esa sensación de anticlímax que sigue a la mayoría de los acontecimientos largamente planificados. Éste había terminado y, sin embargo, todavía estaba demasiado presente como para permitirles relajarse. El sol brillante de la tarde había dado paso al bochorno. Ahora no corría brisa y hacía más calor que nunca.

Cuando Sally apareció en la puerta se volvieron hacia ella como aguijoneados por una urgencia común. Ella se recostó contra los paneles de madera tallada, el tableado blanco de su vestido desplegado sobre su sombría oscuridad como el ala de una paloma. En esta luz extraña y tormentosa su pelo ardía contra la madera. Estaba muy pálida pero sonreía. Stephen estaba a su lado.

La señora Maxie tuvo conciencia de un momento extraño en el que cada una de las personas presentes parecieron ser conscientes por separado de Sally, y en el cual, sin embargo, se unieron silenciosamente, como en tensión para hacer frente a un desafío común. En un esfuerzo por restablecer la normalidad dijo despreocupadamente:

—Me alegra que hayas llegado, Stephen. Sally, será mejor que vuelvas a ponerte tu uniforme y ayudes a Martha.

La sonrisita reservada de la muchacha estalló en una carcajada. Le llevó un segundo recobrar el suficiente control como para responder con una voz que sonó casi obsequiosa en su respeto burlón.

—¿Le parece que sería apropiado, señora, para la joven a quien su hijo le ha pedido que se case con él?

3

S
IMON Maxie pasó una noche que no fue ni mejor ni peor que otras. Es dudoso que algún otro bajo su techo fuera tan afortunado. Su mujer cumplió su vigilia en el sofá cama del vestidor y oyó sonar las horas mientras la aguja luminosa al lado de la cama avanzaba a saltos hacia el inevitable día. Volvió a revivir la escena en el salón tantas veces que ahora parecía no haber un segundo que no recordara con claridad, ningún matiz de voz o emoción que hubiera perdido. Podía recordar cada palabra del ataque histérico de la señorita Liddell y el torrente perverso y medio enloquecido de denuestos que la réplica de Sally había provocado.

—No hable de lo que ha hecho por mí. ¿Es que alguna vez le importé realmente, vieja hipócrita hambrienta de sexo? Agradezca que sé callarme. Podría contarle algunas cosas de usted a todo el pueblo.

Después de esto se retiró dejando que el grupo disfrutara su cena con el poco apetito que pudieran juntar o simular. La señorita Liddell se esforzó muy poco. Hubo un momento en el que la señora Maxie vio que una lágrima corría por su mejilla y se conmovió al pensar que el sufrimiento de la señorita Liddell era genuino, que había hecho todo lo posible por Sally y había gozado sinceramente con su progreso y felicidad.

El doctor Epps había masticado su comida en un silencio desacostumbrado, señal segura de que mandíbulas y cerebro trabajaban a un tiempo. Stephen no había seguido a Sally sino que había ocupado su asiento al lado de su hermana. Ante el quedo «¿Es cierto, Stephen?» de su madre había contestado simplemente, «Por supuesto». No hizo ninguna otra alusión al tema, y hermano y hermana habían permanecido juntos durante la cena, comiendo poco pero presentando un frente unido ante la congoja de la señorita Liddell y las miradas irónicas de Felix Hearne. Éste, pensó la señora Maxie, era el único miembro del grupo que había disfrutado de su comida. Estaba casi segura de que el preludio había agudizado su apetito. Ella sabía que Stephen nunca le había gustado y este compromiso, si se mantenía, probablemente sería para él una fuente de diversión y al mismo tiempo aumentaría sus posibilidades con Deborah. Nadie podría imaginar a Deborah quedándose en Martingale una vez casado Stephen. La señora Maxie se dio cuenta de que podía recordar con una nitidez desagradable la cara inclinada de Catherine teñida de un rubor impropio por el dolor o el resentimiento, y el modo tranquilo con que Felix Hearne había conseguido que al menos hiciera un esfuerzo decoroso para ocultarlo. Podía ser muy divertido cuando quería tomarse la molestia, y anoche se había esforzado al máximo. Sorprendentemente, para cuando terminó la cena había logrado hacerlos reír. ¿Era posible que hiciera sólo siete horas de eso?

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